Se puso el camisón y se metió en la cama; lloró amargamente. Y en su amargura ardía una fría indignación contra Clifford, su literatura y sus conversaciones: contra todos los hombres de su clase que incluso llegaban a arrebatar a una mujer su propio cuerpo.
¡Injusto! ¡Injusto! El sentido de la profunda injusticia física quemaba hasta el fondo de su alma.
De todas formas, por la mañana ya se había levantado a las siete y bajaba hacia la habitación de Clifford. Tenía que ayudarle en todas las cosas íntimas, porque no tenía ningún mozo y se negaba a tener una criada. El marido del ama de llaves, que le conocía desde niño, le ayudaba y le sujetaba cuando había que levantarle a pulso; pero Connie se ocupaba de las cosas personales y lo hacía de buena gana. Era un gran esfuerzo, pero ella hacía lo que podía.
De modo que apenas dejaba Wragby, y nunca más de un día o dos; en esos casos la señora Betts, el ama de llaves, se ocupaba de Clifford. Para él, como es inevitable con el paso del tiempo, aquel servicio era algo natural. Y era natural que hubiera llegado a considerarlo así.
Y, sin embargo, muy dentro de sí, una impresión de injusticia, de sentirse estafada, había empezado a despertarse en Connie. El sentido físico de injusticia es un sentimiento peligroso una vez que aparece. Debe tener una vía de escape o acaba devorando al que lo padece. No era culpa del pobre Clifford. A él le había tocado la peor suerte. Todo era parte de la catástrofe general.
Y aun así, ¿no tenía una parte de culpa? Aquella falta de afectos, aquella falta de ese contacto físico sencillo y cálido, ¿no era por su culpa? ¡Nunca era realmente afectuoso, ni siquiera amable, sólo retraído, considerado, de una forma fría y bien educada! Pero nunca cálido como un hombre puede ser cálido con una mujer, como lo era con ella incluso el padre de Connie, con el calor de un hombre que sólo piensa en sí mismo y lo hace conscientemente, pero que, a pesar de todo, podía confortar a una mujer con algo de su fuego masculino.
Pero Clifford no era así. Su raza toda no era así. Eran interiormente duros y aislados, y para ellos el afecto era simplemente algo de mal gusto. Había que resignarse sin su presencia y arreglarse cada uno como pudiera; algo que no estaba mal si uno pertenecía a la misma clase y a la misma raza. En ese caso podía uno mantener la frialdad y ser una persona apreciable, reprimir los sentimientos y sentir la satisfacción de reprimirlos. Pero si se era de otra clase y raza no había nada que hacer; no era nada divertido negarse a sí mismo y sentir al mismo tiempo que se pertenecía a la clase dominante. ¿Qué sentido tenía todo aquello cuando incluso la más depurada aristocracia estaba vacía de cualquier contenido positivo y su fuerza no era más que una farsa sin fuerza real en que apoyarse? ¿Qué sentido tenía? Una pura insensatez.
El rescoldo de la rebelión se avivaba en Connie. ¿Para qué servía todo aquello? ¿Cuál era la utilidad de su sacrificio, de su dedicar la vida a Clifford? ¿A qué cosa servía ella, después de todo? A un frío espíritu de vanidad, desprovisto de calor, de todo contacto humano, tan corrupto como el del más bajo de los judíos, muriendo de ganas de prostituirse a la diosa bastarda, la fama. Ni siquiera la suficiencia fría y sin contactos de Clifford, por pertenecer a la clase dominante, podía evitar que corriera tras la diosa bastarda con la lengua babeante. Después de todo, Michaelis lo llevaba con más dignidad y con mucho mayor éxito. En realidad, si se analizaba detenidamente a Clifford, era un bufón, y ser un bufón es mucho más humillante que ser vulgar.
Si se comparaban los dos hombres, Michaelis le había sido mucho más útil que Clifford. Incluso la necesitaba más. ¡Cualquier buena enfermera puede cuidar unas piernas paralíticas! En cuanto al esfuerzo heroico, Michaelis era una rata valiente y Clifford era muy parecido a un perro faldero que ladra para demostrar un valor que no tiene.
Había invitados en la casa, entre ellos una parienta de Clifford, la tía Eva, Lady Bennerley. Era una mujer delgada, de sesenta años, con la nariz colorada, viuda, y todavía con algo de grande dame. Pertenecía a una de las mejores familias y lo aparentaba exteriormente. A Connie le gustaba porque era enormemente sencilla y franca, hasta donde quería ser franca, y superficialmente amable. En su interior era una maestra consumada en el arte de mantenerse en su terreno y considerar al resto de la gente un poco por debajo de ella. Estaba demasiado segura de sí misma para ser pretenciosa. Era perfecta en el deporte social de mantenerse fríamente en su sitio y dejar que fueran los demás quienes tuvieran que dar el primer paso hacia ella.
Era amable con Connie y trataba de penetrar en su alma de mujer con el agudo taladro de sus bien educadas observaciones.
—En mi opinión eres maravillosa —le dijo a Connie—. Has hecho milagros con Clifford. Nunca había visto ningún brote de genio en él, y ahí lo tienes, causando furor.
Tía Eva estaba complacientemente orgullosa del éxito de Clifford. ¡Una pluma más en el penacho de la familia! Le importaban un comino sus libros, pero ¿por qué habían de importarle?
—Oh, no creo que me lo deba a mí —dijo Connie.
—¡Seguro que sí! No puede ser nadie más. Y me parece que no recibes a cambio lo que mereces.
—¿Cómo?
—Mira cómo vives aquí, encerrada. Le he dicho a Clifford: ¡Si esa criatura se rebela un día, la culpa será tuya!»
—Pero Clifford nunca me niega nada —dijo Connie.
—Mira, querida —y Lady Bennerley puso su fina mano sobre el brazo de Connie—, una mujer tiene que vivir su vida, o vivir para arrepentirse de no haberla vivido. ¡Créeme!
Y tomó otro sorbo de coñac, que era quizás su forma de arrepentimiento.
—Pero yo vivo mi vida, ¿no?
—En mi opinión no. Clifford debería llevarte a Londres y dejar que te movieras por allí. Ese tipo de amigos que tiene están bien para él, pero ¿qué son para ti? Si yo fuera tú, pensaría que no basta con eso. Dejarás pasar la juventud y pasarás la vejez y la madurez arrepintiéndote.
La excelentísima señora cayó en un silencio contemplativo suavizado por el coñac.
Pero a Connie no le entusiasmaba la idea de ir a Londres y dejarse guiar entre el gran mundo por Lady Bennerley. No le parecía su sitio ni lo encontraba interesante. Y presentía la frialdad característica y marchita de todo aquello; como la tierra de Labrador, poblada de florecillas alegres en la superficie y helada treinta centímetros más abajo.
Estaban en Wragby Tommy Dukes, otro hombre, Harry Winterslow, y Jack Strangeways con su mujer, Olive. La conversación era mucho más deshilvanada que cuando estaban solos los amigos, y todo el mundo andaba algo aburrido porque hacía mal tiempo y no había más que el billar y la pianola para el baile.
Olive estaba leyendo un libro sobre el futuro: los niños nacerían en probetas y las mujeres estarían «inmunizadas».
—¡Será una maravilla! —decía ella—. Una mujer podrá vivir entonces su propia vida.
Strangeways quería tener hijos y ella no.
—¿Te gustaría estar inmunizada? —le preguntó Winterslow con una sonrisa malvada.
—Creo que lo estoy por naturaleza —dijo ella—. En cualquier caso, el futuro tendrá más sentido y una mujer no se verá aplastada por sus funciones.
—Quizás desaparezcan todas flotando en el espacio —dijo Dukes.
—Yo creo que una civilización avanzada debería eliminar muchas de las limitaciones físicas —dijo Clifford—. Todo eso del amor, por ejemplo, podría desaparecer sin más. Y supongo que desaparecería si pudiéramos fabricar niños en tubos de ensayo.
—¡No! —gritó Olive—. Lo que eso haría es dejar más sitio para la diversión.
—Supongo —dijo Lady Bennerley pensativa— que si desapareciera el amor, alguna otra cosa vendría a sustituirlo. La morfina, quizás. Un poco de morfina flotando en el aire. Sería muy refrescante para todo el mundo.
—¡El gobierno echando éter al aire los sábados para que pasemos bien el fin de semana! —dijo Jack—. No suena mal, ¿pero dónde estaríamos el miércoles?
—En la medida en que uno puede olvidarse del cuerpo es feliz —dijo Lady Bennerley—. Y en el momento en que uno empieza a ser consciente de su cuerpo es desgraciado. Así que si la civilización vale de algo, tiene que ayudarnos a olvidar nuestros cuerpos y entonces el tiempo pasaría felizmente, sin que nosotros nos diéramos cuenta.
—Una ayuda para librarnos de nuestros cuerpos por completo —dijo Winterslow—. Ya es hora de que el hombre comience a perfeccionar su propia naturaleza, especialmente su lado físico.
—Imaginad si flotáramos como el humo del tabaco —dijo Connie.
—No hay miedo de que eso suceda —dijo Dukes—. Nuestra farsa será un fracaso; nuestra civilización se derrumba. Está cayendo por un pozo sin fondo a lo más profundo del abismo. ¡Y creedme, el único puente para cruzar el abismo es el falo!
—¡Sí, por favor! ¡Diga usted burradas, general! —exclamó Olive.
—Creo que nuestra civilización se acaba sin remedio —dijo tía Eva.
—¿Y qué vendrá después? —preguntó Clifford.
—No tengo ni la menor idea, pero algo, supongo —dijo la vieja dama.
—Connie dice que bocanadas de humo, y Olive dice que mujeres inmunizadas y niños en probetas, y Dukes dice que el falo es el puente para lo que venga después. Me pregunto qué será de verdad —dijo Clifford.
—¡No os preocupéis! Vivamos el día de hoy —dijo Olive—. Daos prisa sólo con la probeta para niños y dejadnos a las pobres mujeres en paz.
—Incluso podría haber hombres de verdad en la próxima fase —dijo Tommy—. ¡Hombres de verdad, inteligentes, completos, y hermosas mujeres completas! ¿No sería ése un cambio, un tremendo cambio con respecto a nosotros? Nosotros no somos hombres y las mujeres no son mujeres. No somos más que sustitutivos cerebrales, experimentos mecánicos e intelectuales. Podría incluso llegar una civilización de hombres y mujeres auténticos, en lugar de nuestra camarilla de loros resabidos con una edad mental de siete años. Eso sería más impresionante que los hombres de humo o los niños de probeta.
—Oh, cuando los hombres empiezan a hablar de mujeres de verdad, yo abandono —dijo Olive.
—Lo cierto es que lo único que vale algo de nosotros es el espíritu —dijo Winterslow.
—¡Los espirituosos! —dijo Jack, bebiéndose su whisky con soda.
—¿Tú crees? ¡Yo me quedo con la resurrección del cuerpo! —dijo Dukes—. Pero llegará a su tiempo, cuando nos hayamos librado un poco de ese peso del cerebro, del dinero y lo demás. Entonces tendremos una democracia del contacto en lugar de una democracia del bolsillo.
Algo de aquello produjo un eco en Connie:
—¡Dadme la democracia del contacto, la resurrección del cuerpo!
No sabía qué quería decir, pero le producía un cierto alivio, como sucede a veces con las cosas sin sentido. De cualquier manera, todo era terriblemente estúpido y llegaba a exasperarla y aburrirla, Clifford, tía Eva, Olive, Jack, Winterslow e incluso Dukes. ¡Palabras, palabras, palabras! ¡Era un infierno aquel machaconeo continuo!
Luego, cuando todos marcharon, no por eso mejoraron las cosas. Ella siguió con aquellos paseos sin rumbo fijo, pero la exasperación y la irritación se habían apoderado de la parte inferior de su cuerpo y no había escapatoria. Los días parecían desgranarse en un extraño dolor, a pesar de que no sucedía nada. Sólo que ella adelgazaba; hasta el ama de llaves se dio cuenta y le preguntó cómo se encontraba. Incluso Tommy Dukes insistió en que debía tener algo, aunque ella contestó que se encontraba bien. Pero empezó a tener miedo de las macabras tumbas blancas, con esa desagradable blancura típica del mármol de Carrara, detestable como los dientes postizos, clavadas en la ladera de la colina al lado de la iglesia de Tevershall y cuya vista desde el parque le producía un agrio dolor. El erizamiento de los horrorosos dientes postizos sobre la colina la aterrorizaba sin medida. Presentía que no estaba lejos el momento en que la enterrarían allí, como un miembro más de la siniestra horda que yacía bajo las tumbas y panteones de aquellos sucios Midlands.
Necesitaba ayuda y lo sabía: escribió un pequeño
cri du coeur
a su hermana Hilda:
—No me siento bien últimamente y no sé qué me pasa.
Hilda acudió de Escocia, donde había sentado sus reales. Llegó en marzo, sola, conduciendo un ágil dos plazas. Apareció sendero arriba tocando el claxon por la pendiente, describiendo luego una curva cerrada en torno al óvalo de césped frente a la casa, donde crecían dos hayas silvestres.
Connie había salido corriendo hacia la escalinata. Hilda detuvo su coche, salió y besó a su hermana.
—¡Pero Connie! —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?
—¡Nada! —dijo Connie algo avergonzada; pero al compararse con Hilda se dio cuenta de lo que había sufrido.
Ambas hermanas tenían la misma piel dorada y brillante, pelo castaño suave y un físico cálido y fuerte por naturaleza. Pero Connie estaba ahora delgada, de un color terroso, con un cuello enjuto y amarillento que sobresalía de la blusa.
—¡Pero tú estás enferma, hija! —dijo Hilda con una voz suave y como jadeante que tenían en común las hermanas. Hilda era casi, pero no del todo, dos años mayor que Connie.
—No, enferma no. Aburrimiento quizás —dijo Connie con un cierto patetismo.
El ánimo dispuesto a la batalla se traslució en la cara de Hilda. Era suave y tranquila, pero con ese antiguo carácter de amazona que no está hecho para amoldarse a los hombres.
—¡Este sitio horrible! —dijo en voz baja, mientras observaba al pobre, viejo y ajado Wragby con verdadero odio.
Ella tenía el aspecto suave y terso de una pera madura y era una amazona de antigua raza.
Se acercó en silencio a Clifford. Él pensó que era hermosa, pero se retuvo. La familia de su mujer no tenía sus modales ni su idea de la etiqueta. Los consideraba un tanto extraños a su círculo, pero una vez que lograban superar la línea divisoria que les separaba, le hacían pasar por el aro.
Él permanecía rígido y cortés en su silla, con su pelo fino y rubio, la piel fresca, los ojos azul pálido y algo saltones, la expresión indescifrable pero educada. A Hilda aquello le parecía pobre y estúpido como situación; él seguía esperando. Tenía aspecto de aplomo, pero a Hilda no le importaba de qué tuviera aspecto; estaba en pie de guerra y le habría dado igual encontrarse ante el papa o el emperador.
—Connie tiene un aspecto lamentable —dijo con su voz suave, mirándole con sus ojos hermosos y ardientes. Al igual que Connie, tenía un aire absolutamente virginal; pero él reconoció el tono de la obstinación escocesa bajo aquella voz.