Para darnos perfecta cuenta de la índole de algunos de los hallazgos que Layard hizo en el mes de noviembre, veamos lo que él mismo nos dice al describir uno de estos
ortostatos
adornados con relieves:
«La escena representa un combate, y en él se ven dos carros tirados por caballos al galope; en cada carro se ven tres guerreros, el principal de los cuales no lleva barba y probablemente es eunuco. Esta figura iba revestida con una armadura completa de chapas metálicas. Tenía la cabeza cubierta con un casco puntiagudo, cuyo adorno se parecía al de los antiguos normandos. La mano izquierda sostenía el arco con firmeza, mientras que la mano derecha tendía la cuerda con una flecha dispuesta para disparar. Llevaba también una espada en su vaina y la empuñadura estaba graciosamente adornada con las figuras de dos leones. En el carro, el conductor va incitando con las riendas y el látigo a los caballos y un hombre se protege de las flechas del enemigo con un escudo redondo; dicho escudo seguramente sería de oro batido. Lleno de asombro, contemplaba yo la elegancia y la riqueza de los adornos, el dibujo fiel y delicado de los miembros y de los músculos, todo lo cual se expresaba en el armonioso grupo de las figuras, en la maestría de la composición en general».
Hoy día vemos relieves análogos en casi todos los museos de los principales países de Europa y América. Generalmente, quienes los contemplan les echan sólo una breve mirada y pasan de largo. Pero estos bajorrelieves bien merecen ser contemplados más detenidamente. Muestran un realismo tan detallado en cuanto al contenido —del realismo como estilo sólo puede hablarse en épocas determinadas— que, después de admirar estos bajorrelieves, podemos forjarnos una idea muy exacta de aquellos hombres, sobre todo de aquellos reyes que las páginas de la Biblia nos trasmiten en tan terribles colores.
Innumerables reproducciones fotográficas han divulgado hoy día estas esculturas; mas cuando Layard las admiraba entre su puñado de árabes, sólo Botta había llevado a París algunos dibujos. Aquellas imágenes constituían, pues, una novedad; novedad llena de emoción para quien las sacaba de la tierra y podía librarlas del polvo milenario.
La oscuridad que hasta entonces reinaba en el país de los dos ríos terminó bruscamente: en 1843, Rawlinson estudiaba en Bagdad él desciframiento de la inscripción de Behistún. En el mismo año, empezaba Botta sus excavaciones cerca de Kuyunjik y Korsabad, y en 1845 exploraba las ruinas de Nemrod. La importancia del trabajo realizado en esos tres años se refleja en la comparación siguiente: sólo la inscripción de Behistún nos transmitía conocimientos mucho más exactos sobre los príncipes persepolitanos que todos los hasta entonces recibidos por los textos de algunos autores antiguos. Y hoy día podemos afirmar sin exageración que estamos mejor informados sobre la historia de Asiria y Babilonia, sobre la prosperidad y decadencia de las ciudades de Babilonia y de Nínive, que todos los historiadores griegos y romanos que vivieron dos mil años más cerca de aquellos tiempos remotos.
Desde luego, los árabes que día tras día observaban el arrobamiento de Layard al contemplar aquellas viejas piedras arañadas, aquellas figuras y trozos de ladrillos, le creían loco; pero mientras les pagara estaban dispuestos a ayudarle y a seguir excavando con todo entusiasmo. A pesar de todo, diríase que es el sino de los arqueólogos: ninguno ha podido terminar su obra sin ser molestado. Siempre la aventura estuvo unida a la exploración del pasado, el peligro a la ciencia, el interés mercantil de unos al sacrificio altruista de otros. Así sucedió también en el caso de Layard. Mas éste era persona astuta.
Como la excavación había progresado y la esperanza de realizar grandes hallazgos estaba justificada, la menor pausa en el trabajo inquietaba a Layard, que pensaba angustiado en las horas perdidas. Awad, el beduino amigo, llamó un día aparte a Layard y con un gesto de astucia, guiñando el ojo para manifestar su deseo de llegar a una buena inteligencia, y moviendo entre sus dedos sucios una figurita con residuos que indicaban haber estado recubierta de oro, con mucho circunloquio e invocando al profeta, dio a entender que de sobra sabía lo que el francés buscaba. Desde luego, le deseaba mucha suerte y esperaba que lograse sacar todo el oro oculto en la colina, aludiendo con bastante claridad a sus propios intereses y legítima participación. Añadió que debían ser sumamente reservados, pues los obreros, que eran unos burdos, no sabrían callárselo; sobre todo había que evitar que los éxitos de Layard llegasen a las grandes orejas del bajá de Mossul. Y al decir esto indicaba bien expresivamente, extendiendo los brazos, el gran tamaño de las «orejas» del bajá.
Pero un déspota no sólo tiene las orejas grandes, sino que las tiene a miles, y sus sentidos se ven multiplicados por los sentidos de todos sus subordinados, para los cuales es un dios al que sirven con temerosa voluptuosidad. En efecto, no tardó mucho el bajá en preocuparse de Layard y sus excavaciones. Un buen día, se presentó allí un capitán con algunos soldados. Hizo una inspección formularia a las trincheras abiertas por Layard, miró las esculturas que habían extraído y se dio por enterado de los indicios de oro que aparecían en algunas partes. Y por último, ceremoniosamente, el capitán entregó una orden a Layard, según la cual se le prohibía seguir las excavaciones. Puede uno imaginarse el efecto que tal contratiempo produjo a Layard. Montó a caballo, marchó a Mossul al galope, y pidió inmediatamente audiencia al bajá.
Le fue concedida, y allí su ardor quedó amortiguado por la brillante ambigüedad del oriental. Con gesto teatral, el bajá aseguró que, naturalmente, él haría todo lo posible por ayudar a Layard, a quien tanto admiraba y por cuyo pueblo tan entusiasta amistad sentía; repetidas veces rogó que le considerase amigo por toda su vida, hasta que Alá le llamara a sí; pero eso de seguir excavando allí era imposible, porque aquel lugar era sagrado por tratarse de un antiguo cementerio. No había más que observar detenidamente aquel lugar para encontrar viejas lápidas sepulcrales; por todo ello, los trabajos de Layard constituían un sacrilegio, lo que le colocaba en gran peligro ante los buenos creyentes, que sin duda le atacarían y se sublevarían contra él mismo por protegerle, por lo cual, sintiéndolo mucho, no podía concederle tal favor.
Aquella visita fue humillante, y lo que es peor, la humillación no había servido para nada.
Por la noche, cuando Layard meditaba sentado ante su tienda, se daba cuenta del riesgo que su trabajo corría. Al volver de la entrevista, marchó inmediatamente a la colina para comprobar si era cierta la afirmación del déspota, si allí se veían lápidas mahometanas. Y, para su sorpresa, halló que era cierto. En un lugar algo apartado encontró la primera lápida, lo que le puso de muy mal humor. Sin haber adoptado decisión alguna, y sin examinar más detenidamente tales lápidas, se acostó, que era justamente lo que no hubiera debido hacer. Si en vez de dejarse ganar por el desaliento hubiera extremado su vigilancia, habría podido observar un grupo de personas que con todas las precacuciones de sigilo posibles, aunque no suficientes, se dirigían hacia la colina de Nemrod. Durante dos noches consecutivas repitieron su clandestina excursión. ¿Serían ladrones, como en Egipto? Pero si lo eran, ¿qué hubieran podido robar allí, donde el botín consistía solamente en pesadas esculturas de piedra?
Layard tenía un encanto personal extraordinario, y sin duda era maestro en esta cualidad llamada don de gentes. Al día siguiente, por la mañana, cuando se dirigía a la colina, encontróse con el capitán que le comunicara la orden de prohibición; habló con él y al punto se ganó sus simpatías. Sin esperar más, el capitán le habló confidencialmente informándole que él y sus hombres habían tenido que trabajar durante dos noches, por orden expresa del bajá, trasladando a la colina, de los pueblos próximos, todas las lápidas funerarias que pudieron.
Antes de que Layard pudiera aprovechar aquel precioso informe, se resolvieron sus dificultades de modo totalmente inesperado. La segunda visita al bajá no fue ya en el palacio del déspota, sino en la cárcel. ¡En la cárcel, sí, donde el bajá se hallaba! El destino, piadoso, hace que pocos déspotas vivan muchos años, y en este caso adelantó la caída en desgracia del bajá, que por rara excepción tenía que dar cuenta de sus actos. Layard le encontró en un calabozo donde goteaba la lluvia.
—En esta labor hemos destruido más sepulcros auténticos —dijo— que lo que tú hubieras podido profanar entre Zab y Selamiyah. Nos hemos agotado nosotros y hemos deshecho a nuestros caballos para trasladar aquí esas malditas piedras.
—Así son estas criaturas —filosofaba quejumbroso el bajá—. Ayer aún esos perros me besaban los pies; hoy, todos se lanzan contra mí. —Y echando una mirada al techo, añadía—: ¡Todos, hasta la lluvia!
La caída del déspota trajo como consecuencia para Layard la libertad de continuar el trabajo.
Una mañana, unos trabajadores, excitados, acudieron del segundo lugar de excavaciones, al correspondiente al ángulo noroeste de la colina, agitando al aire sus picos y gritando y bailando con algarabía. Su emoción revelaba una extraña mezcla de alegría y temor. «¡Corre, bey, corre! —gritaban—. ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta! ¡Hemos hallado a Nemrod, a Nemrod mismo! ¡Le hemos visto con nuestros ojos!».
Layard acudió al lugar indicado: una ardiente esperanza le aceleraba el paso. No creía ni por asomo lo que los indígenas suponían, que entre los escombros hubiera aparecido la imagen de Nemrod, sino que su esperanza se basaba en los éxitos de Botta. ¿Habrían hallado uno de aquellos fabulosos hombres-animales, de los que encontrara varios ejemplares?
Así era, y Layard contempló poco después el torso de la escultura. Era una gigantesca cabeza de león alado esculpido en alabastro. «Estaba asombrosamente bien conservado; su expresión era tranquila, majestuosa, y en sus rasgos se manifestaba una agilidad artística y unos conocimientos que difícilmente se hubieran atribuido a época tan remota».
Hoy sabemos que se trata de la primera gran escultura de uno de los dioses astrales asirios, representativos de los cuatro ángulos del mundo, cuyos nombres son: Marduk como animal alado, Nebo como hombre, Nergal como león alado y Ninurta como águila.
Layard estaba profundamente impresionado. Más tarde escribe: «Durante horas enteras contemplé aquellos símbolos misteriosos reflexionando sobre su significación y su historia, ¡Qué formas tan nobles introdujo aquel pueblo en los templos de sus dioses! ¡Qué imágenes tan sublimes supo tomar de la Naturaleza aquella gente que, sin ayuda de una religión revelada, intentaba personificar su concepto de la sabiduría, del poder y de la presencia constante de un Ser Supremo! Para simbolizar la inteligencia y el saber no podían haber hallado mejor modelo que la cabeza del hombre; para representar la fuerza, el cuerpo del león; como alegoría de la omnipotencia, las alas del ave. Y aquellos leones alados con cabeza humana no eran creaciones triviales, no eran producto absurdo de una fantasía alucinante, sino que su valor simbólico aparece explícitamente escrito en ellos. Inspiraron veneración a generaciones enteras y simbólicamente habían instruido a otras que hace tres mil años se hallaban en su apogeo. Por los umbrales que tales esculturas guardaban, reyes, sacerdotes y guerreros habían llevado sus sacrificios al altar mucho antes que la sabiduría oriental penetrase en Grecia y ésta dotase a su mitología de símbolos ya conocidos por los asirios. Seguramente aquellas estatuas fueron enterradas antes de la fundación de la Ciudad Eterna y su existencia era desconocida por la Antigüedad clásica. Hacía veinticinco siglos que estaban ocultas a la vista de los hombres y ahora surgían de nuevo en su antigua majestad.
Pero el escenario que las circundaba había cambiado. El lujo y la civilización de un pueblo poderoso había cedido el paso a la miseria y a la ignorancia de unas cuantas tribus semibárbaras. Al esplendor de los templos y a la riqueza de las grandes urbes han sucedido las ruinas y esos informes montones de tierra. Sobre las vastas salas que decoraban trazó surcos el arado y ondeó el trigo. Egipto posee también monumentos maravillosos que resistieron, descubiertos, erguidos durante siglos para atestiguar su poderío pretérito y su gloria. Pero aquellos otros que yo tenía entonces ante mí aparecían en aquel instante para testimoniar las palabras del profeta según las cuales antaño…
»Asur era un cedro del Líbano, de bello y frondoso ramaje, muy alto, alta su copa sobre los recios brazos.» (Zefanja 2, versículos 13-15).
Y así sigue la terrible profecía:
«Y extenderá su mano en la medianoche
asesinando a Asur.
Dejará solitaria a Nínive,
árida como un desierto,
y en su seno quedarán amontonados animales de todas clases;
toros alados y erizos incluso
vivirán junto a sus columnas,
y cantarán en sus ventanas,
y en los umbrales remará la destrucción;
pues de ellos serán arrancadas las ricas placas de cedro.
Esta es aquella ciudad alegre, que vivía tan confiada
y siempre decía para sí con orgullo:
¡Sólo soy yo; ninguna más!
¡Qué desierta y fea se ha vuelto,
para que en ella sólo vivan los animales,
y quien pasa
la silba,
y le hace gestos de mofa con la mano!».
La profecía se había cumplido hacía ya muchos años, y ahora Layard sacaba a la luz del día sus milenarios vestigios enterrados.
Pronto se divulgó la noticia de aquel hallazgo y produjo tal impresión a todos los indígenas, que quedaron más o menos aterrorizados. De lejos y de cerca acudían beduinos. Se presentó también un jeque con la mitad de su tribu y todos ellos dispararon al aire sus armas de fuego en señal de júbilo. Era una fiesta brillante en honor de un mundo sumergido desde tiempo inmemorial. Así cabalgaron hasta la fosa, y dirigiendo sus miradas a aquella gigantesca cabeza blanqueada por el polvo de milenios, levantaban los brazos, admirados, e invocaban a Alá.
Con dificultad se logró convencer al jeque de que bajase a la trinchera para comprobar que aquello que estaba a punto de subir a la luz del día no era ninguna aparición, ningún
djinn
terrible, ni tampoco un dios. Después de lo cual exclamó:
—Esto no es obra de seres humanos, sino de aquellos gigantes increíbles, de los cuales el Profeta, que en paz descanse, ha dicho que eran más grandes que las más altas palmeras. Ésta es una de las imágenes de aquellos dioses que Noé, que en paz descanse, maldijo ya antes del Diluvio.