Rawlinson nació en 1810, y dieciséis años después sentó plaza como militar en la East Indian Company. En 1833 se hallaba en Persia como comandante; en 1839 era agente político en Kandahar, Afganistán; en 1843 fue nombrado cónsul en Bagdad; en 1851, cónsul general, siendo al mismo tiempo ascendido al grado de teniente coronel. En 1856 regresó a Inglaterra, fue elegido diputado y el mismo año le nombraron consejero en la East Indian Company. En 1859 ascendió a la categoría de embajador, siendo enviado a Teherán. De 1865 a 1868 ocupó un escaño en los Comunes.
Cuando empezó a preocuparse por las escrituras cuneiformes se basó en las mismas placas que había utilizado Burnouf. Y sucedió un fenómeno asombroso: sin tener la menor noción de los trabajos de Grotefend, Burnouf y Lassen, la primera cosa que descifró de modo muy parecido al de Grotefend fueron los nombres de los tres reyes Darayawaush, grafía persa antigua del nombre de Darío, de Ksayarsa y Vistaspa. También descifraría otros cuatro nombres así como algunas palabras que no sabía leer con seguridad. Y cuando, en el año 1836, cayeron en sus manos por vez primera las publicaciones de Grotefend, comparando su alfabeto con el del pequeño maestro de Gotinga, vio que le había superado.
Lo que necesitaba ahora eran inscripciones con nombres y más nombres.
En la región de Bagistana, sagrada desde tiempos remotísimos, el «paisaje de los dioses», en la antigua ruta mercantil de Hamadan a Babilonia por Kermanchak, existe una cadena de montañas de la que sobresalen dos cimas rocosas que se elevan pronunciadamente. Hace unos dos mil quinientos años, Darío, el rey de los persas —Darayawaush, Dorejawosch, Dará, Darab, Dareios son distintas formas del mismo nombre—, hizo colocar en un declive situado a más de cincuenta metros sobre el fondo del valle imágenes e inscripciones en alabanza de su persona, sus obras y sus victorias.
En un friso esculpido en la pared rocosa se ven unas figuras. Allí, expuesto al aire ardiente, inaccesible a toda mano criminal, aparece el Gran Rey, apoyado en su arco, con el pie derecho sobre el mago Gaumata, que antaño le disputara el trono y que ahora yace vencido a sus pies. Detrás, las figuras de dos persas nobles, con su arco, carcaj y lanza, y ante él, con las manos atadas y ligados uno al otro con una soga alrededor del cuello, los nueve «reyes misteriosos», sumisos y castigados. A los lados, así como también debajo de este monumento, aparecen escritos en catorce columnas los relatos del rey y sus obras, en tres idiomas, que ya Grotefend había distinguido sin poderlos denominar y que eran: persa antiguo, elámico y babilónico, grabados con signos cuneiformes.
«Proclama el rey Darayawaush:
Tú que contemplas en los días futuros
estas inscripciones
que hice esculpir en la roca
y esas imágenes de seres humanos,
no quites ni destruyas nada.
¡Procura, mientras tengas semillas,
mantenerlas intactas!».
A Rawlinson, soldado y deportista, a la edad de veintiséis años no le asustaron los cincuenta metros de barranco que separan el fondo del valle del lugar de la roca, cortada a pico, donde está la inscripción. Desafiando el peligro y oscilando en aquella altura, sacó copia de la antigua inscripción persa.
Con la babilónica se atrevió algunos años después. Necesitaba unas escaleras gigantescas, cuerdas y ganchos para escalar, y era difícil trasladar tales cosas a aquel lugar. Pero en el año 1846 presentó a la Real Sociedad Asiática de Londres, no sólo la primera copia exacta de la famosa inscripción, sino al mismo tiempo su traducción completa. Era el primer gran triunfo del desciframiento, visible y accesible para todo el mundo.
Mientras tanto, los hombres de ciencia europeos no habían cesado en sus estudios. Sobre todo, el germano-francés Oppert y el irlandés Hincks habían dado pasos decisivos. La ciencia comparativa había logrado verdaderas maravillas; en particular, la filología aprovechó el conocimiento cada: vez más exacto de la lengua zend y del sánscrito, lo, que permitió una mejor comprensión del antiguo persa. Y así, todos ellos, conjuntamente, en una obra de colaboración verdaderamente internacional, llegaron a fijar unos setenta signos de la antigua escritura cuneiforme persa.
Pero Rawlinson y otros habían, empezado ya el estudio de las otras columnas de la inscripción behistúnica, que por su extensión superaban a todo el material reunido hasta entonces. Y Rawlinson hizo un descubrimiento sorprendente que de golpe hacía perder toda confianza en el futuro desciframiento de las escrituras, sobre todo de las halladas por Botta.
Recordemos que en las inscripciones persepolitanas, así como en las behistúnicas, se habían distinguido tres idiomas distintos. Seguro de sus teorías, Grotefend había comenzado el desciframiento por donde se le ofrecía menor resistencia y la mayor proximidad, en cuanto al tiempo, permitía cierto paralelismo con grupos de idiomas más conocidos: la columna central que ya antes de Grotefend se había denominado como tipo I.
Pero ahora, apenas superadas las dificultades de la escritura del tipo I, empezaron a preocuparse por los otros dos. El danés Westergaad —en 1854 se publicaron en Copenhague sus primeros resultados— tiene el mérito de haber sentado los fundamentos para el desciframiento del tipo II. Respecto al tipo III, el mérito es en parte del francés Oppert y, otra vez, de Henry Creswicke Rawlinson, que por aquella época era ya cónsul general en Bagdad.
Examinando el tipo III se hizo pronto un descubrimiento decepcionante; el tipo I era una escritura de letras, con su alfabeto, que se podía comparar muy bien con nuestros alfabetos occidentales, donde cada signo equivale a un sonido; cada signo cuneiforme, por regla general, equivalía también a una letra. Pero en la escritura ahora estudiada, cada uno representaba frecuentemente una sílaba, e incluso frecuentemente una palabra. Peor aún: había casos —y cuanto más se adelantaba en el estudio de esta escritura tantos más se hallaban— en los cuales un solo signo representaba distintas sílabas, incluso frases completamente distintas. Llegó a comprobarse que ésta era la regla general.
Esto provocó la más completa confusión.
Parecía imposible abrirse camino en medio de aquella maraña de interpretaciones. Los descubrimientos publicados por Rawlinson —con la observación expresa de que era posible la lectura— preocuparon mucho al mundo de los filólogos profesionales y aficionados, y tanto los que entendían como los que no comprendían nada participaron en una violenta discusión.
Autores conocidos y desconocidos, hombres de ciencia y simples aficionados preguntaban en las secciones científicas y literarias de los periódicos si se pretendía de verdad que una escritura tan confusa hubiera existido. Y en caso afirmativo, si era posible leerla a pesar de que existieran tantas interpretaciones. Algunas personas declararon descaradamente que los hombres de ciencia que pretendían tal necedad, sobre todo Rawlinson, harían mejor prescindiendo de tales «burlas anticientíficas».
He aquí un ejemplo sencillo, tomado de una larga relación que por su complicado conjunto no podemos presentar en este volumen, pero que por su elocuencia citamos: el sonido R se expresa por medio de seis signos distintos, según se quieran expresar las sílabas
ra, ri, ru, ar, ir, ur
. Si a estas sílabas se asocia otra consonante, por la composición de dos signos resultan cada vez otros signos especiales; por ejemplo, en los casos de
rain, mar
, etc.
La interpretación múltiple se basa en que varios signos, al estar unidos a un grupo, pierden su valor original y expresan un concepto determinado o un nombre determinado. Así, por ejemplo, el grupo de signos que contiene el nombre del famoso Nabucodonosor, bien leído, da la forma siguiente: «Nebukudurriussur». Sin embargo, si damos a cada signo su valor habitual, resultará la lectura siguiente:
«An-pa-sa-du-sis».
En aquellos días en que todos los profanos juzgaban tan desconcertante tal confusión, un excavador halló en Kuyunjik, donde ya había trabajado Botta, en una estancia subterránea, hasta unas cien placas de arcilla, de las cuales se supo más tarde que correspondían aproximadamente a mediados del siglo VII. Sólo contenían confrontaciones de los distintos valores y significados de los diversos signos relacionándolos con el sentido de la escritura de letras, trabajo que probablemente se había hecho para los alumnos que aprendían la escritura cuneiforme.
Era difícil imaginar la gran importancia de este hallazgo. Se trataba de un diccionario, no cabía duda, indispensable para el alumno que aprendía la escritura cuneiforme cuando el idioma empezó a simplificarse, a modernizarse, convirtiendo la antigua escritura de imágenes y sílabas en escritura de letras. Poco a poco se hallaron «manuales» enteros para principiantes y para alumnos más adelantados, después «diccionarios» en que los nombres sumerios se presentaban con su equivalente semítico; y por último, incluso se halló un esbozo de «diccionario ilustrado» donde los objetos de uso cotidiano aparecían dibujados unos junto a otros en hilera y donde la primera columna tenía siempre el nombre sumerio usado sólo en los ritos religiosos y en la jurisprudencia; y en la segunda, el nombre semita.
Pero por importante que fuese este hallazgo, es evidente que por ser incompleto no suponía más que una orientación. Sólo el profesional conoce las dificultades y errores con que luchaban los investigadores antes de poder presentar sus primeros resultados, antes de poder afirmar categóricamente: «Sí, a pesar de las distintas interpretaciones, somos capaces de leer la escritura cuneiforme más complicada».
Cuando Rawlinson, después de aquel período de confusión general, se decidió a demostrarlo públicamente, la Real Sociedad Asiática de Londres acordó, caso completamente extraordinario, una resolución como muy raras veces suele hacerse en los trabajos científicos.
Presentó a los cuatro investigadores que entonces más se destacaban por su conocimiento de la escritura cuneiforme, sin que ninguno de ellos supiera nada del encargo hecho a los demás, un sobre sellado con una extensa copia de escritura cuneiforme asiria recién descubierta, rogándoles que la descifraran.
Los cuatro elegidos eran los ingleses Rawlinson, Talbot y Hincks, y el germano-francés Oppert. Todos dieron comienzo a sus estudios al mismo tiempo, y ninguno sabía nada de los demás. Cada cual trabajó siguiendo su método particular, y al final devolvieron sus resultados en un sobre sellado. Una comisión examinó los textos, y lo que antes se ponía en tela de juicio quedaba ahora brillantemente confirmado: era posible leer aquella escritura tan complicada. ¡Los cuatro textos coincidían en sus puntos esenciales!
Aquel método, tan fuera de lugar, hizo que los investigadores se sintieran engañados y molestos por aquel modo de someterlos a examen, siguiendo procedimientos que satisfacían más a las exigencias del público que a la severidad de la ciencia.
No obstante, en 1857 se publicó en Londres el resultado de tales trabajos con el título de «Una inscripción de Teglatfalasar, rey de Asiria, traducida por Rawlinson, Talbot, Hincks y Oppert», constituyendo una de las pruebas más brillantes y convincentes de la posibilidad de alcanzar altas metas científicas, frente a las mayores dificultades, por distintos caminos, pero en plena concordancia.
Los progresos en este estudio avanzaban, y diez años después se publicaban las primeras gramáticas elementales del idioma asirio. Salvada la dificultad inicial de su escritura, la investigación penetraba en el misterio del idioma.
Actualmente, son muchos los hombres de ciencia que saben leer las escrituras cuneiformes y no se presentan apenas más dificultades que las de los signos borrosos o las placas de texto incompleto; dificultades, como veremos, ocasionadas por el viento, la lluvia, la arena y el fango que durante tres mil años azotaron esta arcilla, lo mismo que a las murallas de los palacios y las antiguas ciudades.
PALACIOS BAJO LA COLINA DE NEMROD
En el año 1854, el Palacio de Cristal de Londres fue trasladado desde Hyde Park, donde tres años antes había alojado la Exposición Universal, a Sydenham, y allí quedaba convertido en museo.
En él los hombres de Occidente pudieron admirar por vez primera el esplendor y maravilla de aquellas metrópolis sepultadas que la Biblia había maldecido tantas veces como lugares de vicio y perdición. Se organizaron dos grandes salas asirias y se reconstruyó una inmensa fachada de un estilo arquitectónico del cual hasta entonces sólo se tenían referencias por algunas leyendas, por los relatos muy inciertos de antiguos viajeros y por los Libros Sagrados.
Se decoró una sala de ceremonias y una estancia regia en la que figuraban aquellos fabulosos animales alados con rostro humano, reproducciones de Gilgamés, el «héroe victorioso» y «dueño del país», y paredes cubiertas con azulejos barnizados de colores como ninguna otra arquitectura había empleado jamás. Los relieves representaban emocionantes escenas de caza y de guerra de hacía veintisiete siglos, en la época del gran rey Asurbanipal.
El hombre a quien se debía esta exposición se llamaba Austen Henry Layard, que en el año 1839 había entrado en Mossul, a orillas del Tigris, como un pobre diablo, y que en el año en que el Museo de Sydenham exponía los tesoros que aquel hombre había excavado era subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico.
La vida de Layard es parecida a las de Botta y Rawlinson: aventureros de corazón, eran, sin embargo, personalidades de prestigio, científicos de categoría y, a la vez hombres abiertos al mundo, aficionados a la política y dotados de don de gentes.
Layard era de una familia francesa establecida en Inglaterra desde hacía tiempo. He aquí los datos esenciales de su vida; nació en París en 1817; pasó parte de su juventud en Italia con su padre; en 1833 regresó a Inglaterra y empezó a estudiar Derecho; en 1839 viajó por Oriente; luego residió en la Embajada británica de Constantinopla, hasta que, en 1845, empezó su actividad como excavador en el país de los ríos. En 1852 y en 1861 fue nombrado subsecretario; en 1868, ministro de Obras Públicas, y en 1869, ministro plenipotenciario de Inglaterra en Madrid.
Su afición por Oriente, por el Bagdad lejano, por Damasco, por Persia tiene su punto de arranque en un sueño de juventud. A la edad de veintidós años estaba empleado en la sombría oficina de un abogado de Londres, viendo ante sí una carrera monótona, severamente marcada y en la que no le aguardaba más que una solemne peluca; pero rompió aquella monotonía y siguió la estela de su sueño.