Por eso el descubrimiento de Botta significaba, ni más ni menos, la confirmación de que en el país de los dos ríos había florecido una civilización por lo meros tan antigua, acaso más, si creemos lo que afirma la Biblia, y que esta cultura había alcanzado un desarrollo poderoso y magnífico hasta que fue exterminada a sangre y fuego.
Francia estaba entusiasmada y de manera generosa se movilizaron todos los medios para facilitar a Botta la continuación de sus trabajos. Excavó durante tres años, desde 1843 hasta 1846, trabajando contra el clima, contra las estaciones, contra los indígenas, y contra el bajá, el gobernador turco a quien se hallaba sometido el país y que era un déspota. Este funcionario de la administración turca, ávido de riqueza, sólo veía una explicación a los esfuerzos de Botta: ¡sin duda buscaba oro!
Detuvo a los obreros indígenas de Botta, les amenazó con la tortura y la cárcel, en un intento de hallar los motivos del misterio del francés; rodeó con guardias la colina en torno a Korsabad y envió informes a Constantinopla. Pero la tenacidad de Botta era inquebrantable; no en vano era diplomático para emplear la intriga contra la intriga. Entonces, el bajá dejó obrar oficialmente al francés, pero prohibió a todos los indígenas, amenazándolos con terribles castigos, que ayudasen de cualquier modo al que «no quería sino construir una fortaleza contra la libertad de los pueblos mesopotámicos».
Pero Botta, sin intimidarse, impulsó las excavaciones.
Las gigantescas terrazas del palacio quedaron al descubierto. Todos los entendidos que se lanzaron sobre las primeras noticias del descubrimiento lo identificaron como el palacio del rey Sargón, mencionado en las profecías de Isaías; decían que se trataba del palacio veraniego en los alrededores de Nínive, una especie de Versalles, un Sanssouci gigantesco del año 709 a. de J. C., construido después de la conquista de Babilonia. Muro tras muro, surgían de los escombros patios con arcadas ricamente decoradas estancias suntuosas, pasillos y cámaras, un harén dividido en tres partes y los restos de una torre con varias terrazas.
Causaba emoción la abundancia de esculturas y relieves. De pronto, el misterioso pueblo de los asirios surgía de la noche de los tiempos. Aquí se hallaban sus imágenes, sus enseres, sus armas; aquí se les veía en sus trabajos domésticos, en la guerra, en la caza.
Sin embargo, las esculturas, a menudo de frágil alabastro, al verse de pronto desprovistas de su capa de escombros protectora, se deshacían al contacto con el soplo ardiente del desierto. Eugéne Napoleón Flandin, dibujante famoso que había viajado por Persia y había publicado varias obras ilustradas sobre antigüedades, acudía de París, por encargo del Gobierno, siendo para Botta lo que Vivant Denon había sido para la «Comisión Egipcia» de Napoleón. Pero Denon había dibujado lo que se conservaba, mientras que Flandin tenía la delicada misión de conservar en el papel aquellas obras frágiles que se deshacían a su vista.
Botta consiguió cargar una serie de esculturas en almadías para su transporte fluvial. Pero el Tigris, cuya corriente era en la parte alta muy salvaje, un río de montaña completamente indómito, no toleró aquel peso desacostumbrado. Los troncos de la balsa se desprendían, perdían estabilidad, se deshizo el equilibrio y los dioses y reyes de Asiria, surgidos de las sombras, se sumergieron nuevamente en las del lecho del río.
Pero Botta no se desanimó. Mandó un nuevo cargamento río abajo. Tomadas todas las medidas de precaución imaginables, esta vez tuvo éxito. Un buque recogió las valiosas piedras y poco después las primeras esculturas asirias eran desembarcadas en territorio europeo. Algunos meses más tarde se hallaban expuestas en el Museo del Louvre, de París.
Botta se ocupó entonces de elaborar y ordenar el extenso material gráfico y una comisión de nueve hombres de ciencia se encargó de publicarlo. En ella figuraba Burnouf, llamado a ser uno de los arqueólogos franceses más destacados, y al que veinticinco años más tarde Heinrich Schliemann citaría frecuentemente llamándole «sabio amigo». También figuraba un inglés llamado Layard, cuya fama superaría poco después a la de Botta, cuyos pasos seguía ya, y que había de convertirse en uno de los arqueólogos más afortunados que hundieron sus picos en los escombros milenarios.
Pero jamás podrá ser olvidado el adelantado en suelo asirio, Botta, que significó para este país lo que Belzoni para Egipto, el excavador sin escrúpulos, el hombre que buscaba botín para el Louvre. Otro cónsul francés, Víctor Place, se encargó luego de la misión de coleccionista en Nínive, papel que Mariette desempeñara en El Cairo.
Pero el gran libro de Botta cuenta entre las obras clásicas de la arqueología. Su título es:
Monuments de Ninive découverts et décrits par Botta, mesures et dessinés par Flandin
. En dos años, 1849-1850, aparecieron cinco tomos. Los dos primeros contienen tablas sobre la arquitectura y la escultura; el tercero y el cuarto, las inscripciones coleccionadas, y el quinto, las descripciones.
EL DESCIFRAMIENTO DE LA ESCRITURA CUNEIFORME
¿En qué manos cayó dicha obra? ¿Quién leyó sus tomos tercero y cuarto? ¿Quién comprendía las inscripciones en ella coleccionadas?
La historia de todas las obras científicas demuestra que desde el descubrimiento hasta la utilización práctica de sus resultados puede pasar mucho tiempo.
Mas cuando Botta, además de las esculturas, coleccionaba también ladrillos cubiertos de aquellos extraños signos cuneiformes; cuando ordenó sacar copia en dibujo y mandar estos dibujos a París, sin tener él mismo idea de cómo podrían leerse tales signos, ya había en toda Europa y el Próximo Oriente gran número de sabios que tenían, desde hacía años, la clave de su lectura. Exactamente cuarenta y siete años. Y para avanzar en el desciframiento sólo necesitaban abundantes inscripciones nuevas, auténticas y más variadas de las que hasta entonces habían estudiado. Pero ya se habían marcado los hitos fundamentales para el desciframiento de los sistemas de la escritura cuneiforme antes de descubrirse el primer muro del palacio de Sargón, antes de saberse nada de Nínive, donde Layard trabajaba ahora, cuando no se sabía más que lo contado por la Biblia. Después de los trabajos iniciales de Botta, seguidos por los descubrimientos de Layard y enriquecidos por los conocimientos de un inglés audaz que tan sólo para copiar una inscripción se arriesgó a descender por las rocas colgado de una cuerda sujeta a un juego de poleas, los resultados de aquella excavación, los descubrimientos, los desciframientos, las correcciones y los conocimientos filosóficos e históricos sobre los pueblos antiguos en general confluyeron, en sólo diez años, en un material arqueológico tan sólido, que a mediados del siglo pasado los medios científicos podían ya sacar inmediatamente todas las consecuencias de cada descubrimiento que se hiciera.
Es curioso que el primer hombre que dio un paso decisivo para el desciframiento de las escrituras cuneiformes no estuviera impulsado por la curiosidad científica, sino por una razón muy trivial.
Fue un alemán, en 1802, maestro auxiliar de la escuela
comunal
de Gotinga, un esperanzado joven de veintisiete años, quien descifró con método, que bien merece la calificación de genial, las primeras diez letras de una escritura cuneiforme. ¡Y lo hizo por una apuesta!
Desde el siglo XVII tenemos noticias de la existencia de las escrituras cuneiformes. El viajero italiano Pietro della Valle envió las primeras copias a Europa; Aston comunicó, en 1693, en las
Philosophical Transactions
, dos líneas reproducidas por cierto Flower, agente de la East Indian Company de Persia. Las noticias más sensacionales no solamente sobre escrituras y monumentos, sino también sobre el país y los habitantes de aquellas regiones, las transmitió Karsten Niebuhr. Este ciudadano de Hannover, al servicio de Federico V de Dinamarca, entre 1760 y 1767 viajó con otros investigadores por Oriente. Pero pasado el primer año, todos cuantos participaban en la expedición habían fallecido, excepto Niebuhr, hombre intrépido, que siguió solo el viaje, regresó sano y salvo, y con su «Descripción de viaje de Arabia y de los países limítrofes», publicó el libro que Napoleón llevaba siempre consigo en su viaje a Egipto.
Las primeras copias de escritura cuneiforme que después de muchos rodeos llegaron a Europa, no solían proceder del territorio asirio-babilónico, interpretando esta denominación en el sentido geográfico más estricto. Incluso en el siglo XVIII, el famoso orientalista inglés Hyde declaraba que se trataba de adornos en piedra, no escritura; casi todos estos ejemplares procedían de unas ruinas situadas a siete millas al nordeste de Schiras, gigantesco montón de escombros que ya Niebuhr había considerado con razón como restos de la vieja Persépolis.
Estas ruinas de Persépolis pertenecen a una cultura más reciente que la sacada a la luz por la pala de Botta en el año 1840. Son los restos de la residencia de Darío y de Jerjes, del inmenso palacio que destruyó Alejandro Magno durante una bacanal, «cuando ya había perdido el dominio de sus sentidos», según dice Diodoro. Y Clitarco nos cuenta la misma bacanal, pero añade que fue la bailarina ateniense Tais la que, en la embriaguez de la danza, arrancó una antorcha del altar y la arrojó entre las columnas de madera del palacio, y que luego Alejandro, que estaba bebido, la imitó. (Droysen, en su Historia del Helenismo, dice de estos relatos que en ellos «se han inventado leyendas con gran ingenio, pero a costa de la Historia»). Los príncipes medievales del islamismo residían aún en tal palacio; pero después las ovejas pacían entre sus ruinas. Los primeros viajeros lo saquearon, y no hay apenas ningún gran museo que no pueda presentar fragmentos de relieves persepolitanos.
Flandin y Coste dibujaron estas ruinas; Andreas y Stolze las fotografiaron en 1882. El palacio de Darío sirvió de cantera, exactamente lo mismo que en el Coliseo de Roma. En el siglo pasado, de decenio a decenio, se pudo seguir la progresiva desaparición de las ruinas. De 1931 a 1934, Ernst Herzfeld, por encargo del «Oriental Institut» de la Universidad de Chicago, dirigió las primeras investigaciones verdaderamente metódicas de este campo de ruinas, que al mismo tiempo sirvieron para ensayar unos métodos eficaces para su conservación.
En esta comarca, las culturas se sobreponen como en ninguna otra parte; sirva como ejemplo de ello lo siguiente: un árabe lleva a un arqueólogo algunas placas de arcilla, acaso procedentes de la región de Behistún, cubiertas de escritura cuneiforme, en las que se habla de Darío, el rey persa. El arqueólogo, que tiene siempre a mano su Heródoto, busca datos del historiador griego y de las nuevas exploraciones, y sabe que Darío estaba en el apogeo de su poderío alrededor de 500 años a. de J. C., época en que formó el centro de un gigantesco imperio. Examinando otras placas, halla alusiones sobre la sucesión de las antiguas generaciones, sobre la guerra, las devastaciones y empresas mortíferas.
Puede hallar también alusiones a Hamurabi, por ejemplo; a otro imperio gigantesco que estaba en su más alto esplendor hacia 1700 a. de J. C., o al rey Senaquerib, que, a fines del siglo VII, creó también un tercer imperio gigantesco. Y para terminar el ciclo de los imperios, el arqueólogo no tiene más que seguir a su árabe. En la próxima esquina, éste se acurruca junto a un corro de personas y, fascinado, sigue el relato de un hombre que explica cuentos, y con voz monótona y largas pausas habla de Harum, el califa maravilloso que hacia el año 800, cuando el Occidente se hallaba ya gobernado por Carlomagno, alcanzó la cumbre de su poderío y de su máxima sabiduría. Si añadimos a ello nuestros conocimientos más recientes sobre el país de los dos ríos, podremos afirmar que entre Damasco y Schiras florecieron en la antigüedad grandes centros de cultura que dominaban sobre extenso ámbito y siempre ejercieron una influencia muy poderosa sobre el mundo antiguo. Estas culturas, desarrolladas en tan reducido ámbito, pero entrelazándose y fecundándose mutuamente aunque independientes una de otra, dieron sus frutos por espacio de más de cinco milenios.
Cinco milenios de historia de la Humanidad, a menudo terrible, pero también frecuentemente sublime. Comparada con esta riqueza que se presentaba ante el arqueólogo en el país de los dos ríos, las nueve capas que Schliemann halló en su excavación de las ruinas de Troya constituían un problema elemental, pues de aquéllas solamente una tenía verdadero valor histórico. Las capas de civilización de escaso valor son innumerables en Mesopotamia; únicamente una ciudad de la época acadia del siglo III a. de J. C. presentaba cinco capas diferentes de civilización y por aquella época no existía aún Babilonia.
Los inmensos períodos de tiempo que ello supone hicieron que evolucionasen no sólo los idiomas, sino también las escrituras. Al igual que los jeroglíficos, no eran todos idénticos. La escritura cuneiforme tampoco lo fue. Los documentos que Botta enviaba a París tenían un aspecto completamente distinto a los que Niebuhr había traído de Persépolis. Por eso, en las primeras publicaciones sobre el desciframiento de la escritura cuneiforme no se habla de inscripciones asirias o babilónicas, sino tan sólo de persepolitanas. Aquellas placas, que cuentan dos milenios y medio, habrían de convertirse en la clave de todas las que después surgirían de las ruinas de los valles del Eufrates y el Tigris.
Su desciframiento es genial. Es una de las obras maestras del cerebro humano y debe parangonarse con las mayores realizaciones científicas y técnicas del espíritu.
El 9 de junio de 1775 nació en Münden (Alemania) Georg Friedrich Grotefend. Primero en su pueblo natal y luego en Ilefeld, se preparó para la enseñanza y luego estudió Filología en Gotinga; en 1797 era maestro auxiliar en una escuela comunal; en 1803, pro-rector; luego co-rector en el Instituto, en Francfort del Main; en 1817 fundó una sociedad de filólogos; en 1821 fue nombrado director del Liceo en Hannover; en 1849 fue jubilado como correspondía a un funcionario oficial y falleció el 15 de diciembre de 1853.
A los veintisiete años de edad, ese hombre, cuya vida es la de un ciudadano honrado, de costumbres moderadas y libre de extravagancias, hallándose en una reunión entre amigos donde se había bebido algo, tuvo la idea de hacer la apuesta verdaderamente absurda de comprometerse a hallar la clave para descifrar la escritura cuneiforme. Lo único que tenía a su disposición eran algunas malas copias de inscripciones persepolitanas. Pero afrontó el problema con despreocupación juvenil y logró lo que los mejores especialistas de la época habían considerado imposible.