Esto, a primera vista, puede parecemos extraño. La obra de Stephens produjo gran sensación; publicáronse varias ediciones en poco tiempo y casi inmediatamente después fue traducida a varios idiomas. En una palabra, todo el mundo hablaba de ella. Sin embargo, en 1838, cuando en París se publicó el relato de Von Waldeck con el título «Viaje arqueológico romántico al Yucatán», llamó poco la atención, y hoy día está casi olvidado. Evidentemente, el relato de Stephens es más detallado y está escrito tan brillantemente que, incluso en nuestros días, su lectura causa admiración. Y Waldeck no llevaba consigo un hombre de la categoría de Catherwood, cuyos dibujos reunían, con su valor artístico, tal grado de precisión científica —hasta las fotografías nos parecen inferiores a los dibujos de Catherwood—, que aún hoy día conservan un valor documental para la arqueología, pues muchas de las cosas que vio y fijó con su lápiz están de nuevo cubiertas de plantas, derruidas, corroídas por la intemperie o destruidas.
Pero la razón fundamental es seguramente ésta: cuando se publicaba el libro de Waldeck, la atención de todos los eruditos y curiosos de Francia seguía con entusiasmo los progresos en el descubrimiento y conocimiento de una cultura antigua muy distinta, con la cual se relacionaba un acontecimiento nacional reciente. Aún vivían los que habían participado en la expedición egipcia de Napoleón, y el público se emocionaba todavía con la gran obra del desciframiento de los jeroglíficos. Francia, incluso Europa entera y hasta América —pensemos en los primeros viajes de Stephens—, miraban a Egipto. Se requería una ruptura absoluta con las ideas tradicionales para aceptar los nuevos puntos de vista.
Era lógico, además, que cuando los mayas habían llamado la atención al público se ofrecieran aquellas interpretaciones aventuradas que siempre acompañaban a todo descubrimiento nuevo. Después del relato de Stephens, había ya un hecho indiscutible: los antiguos mayas eran un pueblo de una cultura que muy bien podía colocarse al lado de las grandes civilizaciones del mundo antiguo, y esta afirmación podría hacerla cualquier profesional con sólo basarse en los monumentos encontrados. En cambio, hasta mucho más tarde no se reconoció el gran progreso alcanzado por los mayas en las matemáticas.
Todo esto planteaba el siguiente problema: ¿De dónde venía este pueblo? ¿Era, efectivamente, de raza india como las restantes tribus que vivían al Norte y al Sur, y que no han llegado a salir jamás de su vida nómada? Y en tal caso, ¿cómo se explica que sean justamente los mayas los que alcanzaron aquel desarrollo? ¿Qué les dio impulso? ¿Era posible que en el continente americano, separado de la gran corriente cultural del mundo antiguo, hubiera podido surgir una cultura netamente autóctona?
Aquí es donde empiezan las primeras interpretaciones audaces. Alguien afirmó que tal cosa era completamente imposible; que, sin duda, en los tiempos primitivos tenía que haberse producido una emigración del antiguo Oriente al continente occidental. ¿Por qué camino? En el terreno de las hipótesis es fácil hallar solución a todos los enigmas. Por algún puente de tierra, existente, en tiempos del Diluvio, en el Norte. Y otros, menos audaces ante la idea de hacer marchar a habitantes de las cercanías del Ecuador por el círculo polar, decidieron ver en los mayas los supervivientes del legendario continente de la Atlántida. Como ninguna de estas interpretaciones satisfizo del todo, no faltaron voces que pretendían que los mayas eran una tribu oriunda nada menos que de Israel.
Algunas de las esculturas que el mundo entero podía contemplar ahora en los dibujos de Catherwood, ¿no tenían asombrosa semejanza con las figuras de los dioses indios? Sí, replicaban unos, pero las pirámides señalan decididamente a Egipto, mientras que otros investigadores recuerdan que ya en los relatos españoles hay claras alusiones de que en la mitología de los mayas existen elementos cristianos. Se ha hallado el símbolo de la cruz, hay indicios de que los mayas tenían una idea del Diluvio, e incluso parece ser que su dios Kukulcán tiene el papel de un Mesías, y todo ello alude a la Tierra Santa de Oriente.
Siguió discutiéndose violentamente —y diremos que tal debate no ha conducido aún a una conclusión final, aunque se desarrolle sobre bases más firmes—, y se publicó la obra de un investigador que no exploraba directamente el terreno como Stephens, sino que era un hombre de estudio. Este personaje era casi ciego cuando, desde su estudio y valiéndose únicamente de la agudeza de su inteligencia, abrió paso en la jungla dando un golpe más afortunado que todos los que diera Stephens con su machete. Éste había descubierto el antiguo reino de los mayas en Honduras, Guatemala y el Yucatán, y aquel sabio no vidente descubría el antiguo reino de los aztecas por segunda vez, el reino de Moctezuma en México. Ahora empezaba la gran confusión.
William Hickling Prescott, perteneciente a una antigua familia puritana de Nueva Inglaterra, nació el 4 de mayo de 1796 en Salem. De 1811 a 1814 estudió Leyes en la Universidad de Harvard, y pocos años después, este hombre, que como jurista hubiera podido seguir una carrera brillante, se veía ante un extraño sistema de escritura; era el llamado «noctógrafo», invento de un tal Wedgewood, semejante a una pizarra en la que las líneas para la escritura aparecían sustituidas por unas barras de latón transversales. Como estas líneas permitían llevar la mano segura, era posible escribir incluso con los ojos cerrados. Para más seguridad, en vez de pluma se empleaba un punzón y un papel de calcar ordinario transmitía los signos al papel. En suma, aquello servía para que escribieran los ciegos.
William Prescott estaba, en efecto, casi ciego. Por un accidente desdichado perdió en el College su ojo izquierdo, y los esfuerzos continuos en el estudio debilitaron tanto su ojo derecho, que ninguno de los oculistas europeos que consultó en dos años de viaje por Europa consiguió devolverle la vista. Así quedó truncada en ciernes su carrera de jurista.
Luego, con asombrosa disciplina, este hombre se esforzó en llevar a cabo determinados trabajos históricos, y en el «noctógrafo» fue apareciendo una obra titulada «La conquista de México». Es un relato de las conquistas de Cortés y aparece escrito con tal pasión que al leerlo se nos corta la respiración. Pero hay más: con aplicación sobrehumana, Prescott ha utilizado incluso el testimonio más trivial de los contemporáneos de la conquista para esbozar un panorama del Imperio azteca antes y después de su conquista por los españoles. Y así, en 1843, al publicarse la obra, se vio de pronto que, además de la civilización de los mayas recientemente descubierta por Stephens, surgía también la no menos enigmática civilización de los aztecas.
Desde luego, las relaciones entre aztecas y mayas eran evidentes. Visiblemente, su religión, por ejemplo, acusaba grandes concomitancias; sus edificios, templos y palacios parecían haber sido construidos por el mismo espíritu. Pero ¿y el idioma?; ¿y la antigüedad de ambos pueblos? Un examen superficial hizo ver que los aztecas y los mayas hablaban un idioma de familia distinta. Y mientras que la civilización azteca fue visiblemente «decapitada» por los conquistadores cuando se hallaba en su máximo esplendor, la de los mayas había conocido hacía siglos su apogeo cultural y político, y seguramente era un pueblo que se hallaba en decadencia cuando los españoles desembarcaron en sus costas.
A pesar de todo, no sería difícil una explicación a tales contradicciones contando con un método que no tenía inconveniente en aceptar incluso la presencia de los hijos de Israel en la América precolombina. Pero Prescott se permitió ciertas observaciones marginales que plantearon una docena de nuevos enigmas en torno a las civilizaciones de la América Central.
Así, por ejemplo, una vez interrumpe el relato de la «noche triste», cuando Cortés huye de México con sus huestes derrotadas, y se detiene en plena narración para describirnos unas ruinas a las que los españoles, perseguidos, seguramente prestaron poca atención. Aquellas ruinas eran las pirámides de Teotihuacán, una del Sol y otra de la Luna, monumentos ambos tan poderosos que admiten el parangón con los sepulcros de los faraones —la pirámide del Sol mide más de sesenta metros de altura y cubre una superficie de más de 200 metros de lado—.
Estos gigantescos templos distan de México una jornada —hoy día, apenas una hora de ferrocarril—; luego están en pleno corazón del reino azteca. Pero a Prescott no es la situación geográfica lo que le impresiona, sino que, según las tradiciones indias, pretende que tales ruinas fueron ya halladas por los aztecas cuando invadieron el país como conquistadores. Según tal tesis, antes de los aztecas, y aun de los mayas, ha habido en la América Central y en México otro pueblo mucho más antiguo, de cultura distinta: un tercer pueblo que no era ni el de los aztecas ni el de los mayas.
Y escribe:
«¿Qué ideas deben inspirar al viajero… al ir pisando las cenizas de las generaciones que dejaron como recuerdo estos monumentos gigantescos que ahora nos trasladan… a la Antigüedad primitiva? Pero ¿quiénes eran los constructores? ¿Acaso aquellos olmecas fabulosos, cuya historia, como la de los antiguos Titanes, se pierde en la oscuridad del mito, o, según se pretende, aquellos toltecas pacíficos, de quienes todo lo que sabemos se basa en tradiciones poco seguras? ¿Qué fue de las tribus que los construyeron? ¿Quedaron en aquel suelo, se mezclaron con los salvajes aztecas que les sucedieron, o han seguido su camino hacia el Sur, hallando un amplio campo para la propagación de su cultura, como se pone de manifiesto en el carácter más elevado de las ruinas arquitectónicas de las regiones remotas de la América Central y del Yucatán?».
Fácilmente se comprende que tales hipótesis de diversa procedencia —aunque aquí para simplificar citamos solamente las de Prescott— provocaron una confusión insuperable.
Prescott afirma: «Todo esto es un misterio que los años han envuelto con un velo imposible…». Y luego añade: «Un velo que no puede levantar la mano de ningún mortal».
Mas el historiador que, tanto como él, sacaba la oscuridad del pasado a la luz del día, se muestra aquí demasiado tímido. Manos mortales excavan aún en nuestros días y sus trabajos han permitido aclarar lo que hace cien años parecía un misterio impenetrable y prometen descubrir pronto todo lo que todavía permanece oculto para nosotros.
INTERMEDIO
Unos veinte años más tarde, en 1863, un visitante de la Biblioteca Nacional de Madrid, fisgando en los archivos históricos del Estado, halló un manuscrito amarillento, muy viejo, que probablemente no había sido leído jamás. Llevaba fecha de 1566 y su título era «Relación de las cosas del Yucatán». Contenía unos dibujos, a modo de esbozos muy raros, a primera vista inconprensibles. Como autor firmaba un tal Diego de Landa.
Cualquier lector hubiera colocado de nuevo el manuscrito en su sitio, y seguramente muchísimos lo habían hecho ya así. Mas por azar, el visitante que lo tenía en la mano había sido durante diez años capellán de la Embajada francesa en México y, desde 1855, párroco del poblado indio de Rabinal, en el distrito de Salama, en Guatemala, y se había dedicado con especial interés al estudio de los idiomas y los vestigios de las antiguas civilizaciones. Para completar con un trazo más la breve semblanza de este sabio sacerdote, diremos que además de convertir indios había escrito una serie de cuentos y novelas históricas bajo el seudónimo de Etienne Charles de Ravensberg. Su nombre era Charles Brasseur de Bourbourg y vivió de 1814 a 1874. Pues bien, cuando Brasseur tuvo en sus manos el amarillento librito de Diego de Landa, no lo colocó indolentemente en su estante, sino que lo examinó con todo detenimiento y descubrió algo importantísimo para el estudio de las culturas de la América Central.
William Prescott tenía nueve años más que Stephens; Brasseur de Bourbourg, nueve años menos. Y a pesar de que Bourbourg no hizo su importante descubrimiento hasta 1863, la obra de los tres constituye un conjunto. Stephens había descubierto los monumentos de los mayas; Prescott recopiló y redactó por vez primera un conjunto coherente de la historia azteca, aunque sólo comprendía la última parte de la misma. Brasseur de Bourbourg fue el primero en descubrir la clave para la comprensión de toda una serie de dibujos ornamentales hasta entonces incomprensibles.
Antes de exponer la importancia de este descubrimiento debemos tener en cuenta que los problemas planteados por la investigación arqueológica en América eran completamente distintos a los que solían plantearse en las demás regiones del mundo antiguo. Veamos ahora alguna de estas diferencias esenciales.
Cuando los chinos, desde el tercer milenio antes de Jesucristo —después de un gran diluvio—, empezaron a concentrarse en un reino, lo hicieron a lo largo de sus mayores ríos, el Huang-Ho y el Yang-tse-kiang; cuando los indios fundaron sus primeros poblados, los levantaron en las riberas del Indo y del Ganges; cuando los sumerios penetraron en Mesopotamia, sus colonias produjeron la civilización asirio-babilónica, asentada entre los ríos Eufrates y Tigris, y la egipcia, no solamente vivía junto al Nilo, sino del Nilo. Lo que para estos pueblos significaban las corrientes fluviales como medio de comunicación y de vida, lo significaba para los griegos el estrecho mar Egeo. En suma, las grandes civilizaciones de los tiempos pretéritos eran civilizaciones de ríos, y los exploradores estaban acostumbrados a considerar la existencia de un río como condición previa para el establecimiento y desarrollo de una civilización determinada. Pues bien, a pesar de ello, las civilizaciones americanas no eran fluviales, por así decir, y, sin embargo, no cabía duda de que habían florecido y prosperado dejando huellas patentes. Tampoco la incaica en la meseta del Perú era una civilización de ríos; de ella hablaremos más adelante, pues guarda estrecha relación con las culturas de la América Central.
Otra condición previa para el florecimiento cultural era la capacidad, la tendencia de los pueblos para la agricultura y la ganadería. Los mayas conocían la agricultura, aunque de manera un tanto especial, pero ¿y la ganadería? La civilización maya es, efectivamente, la única que carece de animales domésticos y de animales de carga, y por lo tanto también de carros.
Y no es esto sólo lo que nos hace parecer extraña la civilización de los mayas. La mayoría de los pueblos civilizados del mundo antiguo han desaparecido de la superficie de la Tierra sin dejar huellas y con ellos también su idioma, que hoy hemos de aprender como «lengua muerta», después de laboriosos trabajos de desciframiento. No ocurre así con los mayas, de los que viven aún un millón en nuestros días, sin haber cambiado lo más mínimo su constitución física, ni sufrir alteraciones su peculiar género de vida material, al tiempo que los cambios experimentados en su modo de vestir son insignificantes.