Y con su autoridad de investigador que ha recorrido el país del Nilo, pudo afirmar que muchos monumentos de la jungla de Copan «estaban ejecutados con más gusto que los más bellos monumentos egipcios, y los demás, en cuanto a valor artístico, les igualaban».
Entonces, aquella tesis era increíble para el mundo. Cuando comunicó las primeras noticias de su hallazgo, no sólo suscitó la incredulidad, sino que incluso se burlaron de él.
¿Podría demostrar, lo que pretendía?
Y en la búsqueda de tal demostración, vista la magnitud de dichos monumentos y ante la impenetrable espesura del follaje que les rodeaba, se preguntaba: «¿Cómo empezar?».
La empresa era algo desesperada. Por todas partes del bosque se descubrían ruinas escondidas. Ciertamente, por allí pasaba un río que iba al mar, no muy lejano; pero dicha corriente tenía pasos muy estrechos. Había una solución: cortar una de aquellas esculturas y transportarla en piezas para que sirviera de prueba, y luego hacer vaciados en yeso de las mismas. Y al pensar en ello se decía:
«Los vaciados del Partenón que se conservan en el Museo Británico son considerados como monumentos preciosos».
Pero desistió de tal proyecto; allí tenía a Catherwood, que podía hacer dibujos, y le instó a que empezara inmediatamente. Pero Catherwood, que había publicado unas reproducciones maravillosas de los monumentos egipcios, no estaba muy convencido, y comenzó a tentar con las manos aquellas caras de piedra desfiguradas, aquellos jeroglíficos incomprensibles, aquellos ornamentos confusos. Examinaba una y otra vez la luz, seguía la sombra profunda de los relieves y sacudía la cabeza…
Stephens insistió, y dirigiéndose después al guía le ordenó que fuera al pueblo y preguntara a todos si sabían algo sobre aquellas esculturas. Nadie sabía nada.
Stephens, acompañado por un mestizo llamado Bruno, que, por cierto, era el sastre del pueblo, se adentró cada vez más en la jungla. Y pronto encontró otras esculturas, nuevas murallas, más escaleras y terrazas. Uno de los monumentos estaba desplazado de su pedestal por las enormes raíces de un árbol, otro aparecía abrazado por las ramas de los árboles que casi lo levantaban de la tierra; un tercero yacía en el suelo cubierto por espesas plantas trepadoras; otro, finalmente, tenía un ara delante y aparecía protegido por un grupo de árboles que parecían darle sombra, como si fuese un santuario. En la tranquilidad solemne del bosque semejaba una divinidad llorando a un pueblo hundido y olvidado.
Volvió Stephens adonde estaba Catherwood y le mandó copiar
cincuenta objetos
. Pero Catherwood, dibujante experto, movió de nuevo la cabeza y afirmó que allí no era posible dibujar si antes no se conseguía más luz; pues en aquella espesura desaparecían las sombras y se confundían los contornos.
En vista de ello aplazaron su trabajo hasta la mañana siguiente. Se requirió del pueblo la ayuda que necesitaban, y cuando aguardaban la llegada de obreros, se acercó a ellos un mestizo algo mejor vestido que los indígenas que habían visto hasta entonces. Creyeron que aquel personaje les prestaría ayuda como los otros; pero el hombre se acercó con ademán orgulloso, y presentándose como don José María, exhibió documentos que le acreditaban como propietario de los terrenos donde se hallaban aquellos monumentos.
Stephens se echó a reír. Le parecía absurda la idea de que aquellas ruinas en plena selva pudieran «pertenecer» a alguien. Mas don José María, al ser interrogado, confesó «que en cierta ocasión había oído hablar de la existencia de tales monumentos, pero que…». Pero Stephens, ante tales vaguedades e insistencia, le cortó la palabra.
Por la noche, sin embargo, cuando Stephens se acostó en su tienda pensó de nuevo en aquel incidente. ¿A quién pertenecerían efectivamente las ruinas? Él nos cuenta: «Y, ya medio dormido, concluí categóricamente: por derecho nos pertenecen a nosotros, por lo cual, aunque no sabía lo pronto que podrían echarnos de aquellos lugares, decidí que serían nuestras; y soñando en confusas fantásticas ilusiones de satisfacción y triunfo, me envolví en mis mantas y me dormí».
A intervalos, por el día, se oían los golpes de los machetes en la jungla. Los indios abatieron una docena de árboles; uno de ellos arrastró en su caída otros y con ellos el follaje y las enredaderas.
Stephens observaba a los indios. Siempre buscaba en sus rostros la huella de aquella fuerza creadora capaz de ejecutar tales obras; debía ser una fuerza extraña, con matiz cruel y grotesco a la vez, que se manifestaba en forma magistral tal como no puede surgir repentinamente de la nada, sino reflejando una técnica lentamente desarrollada. Mas, a pesar de todo, las caras de los indios le parecían inexpresivas.
Mientras Catherwood hacía los preparativos para empezar los dibujos, a fin de aprovechar la primera luz que surgiera, Stephens se dirigió de nuevo a la jungla, y llegó al muro de la orilla del río. En realidad, era mucho más alto de lo que había calculado a primera vista y alcanzaba una extensión mucho mayor. Sin embargo estaba tan cubierto de maleza que parecía un gigantesco sombrero de retama. Cuando Stephens y el mestizo se adentraron por aquella maraña se oía el chillido de unos monos. «Viéndolos por vez primera brincando por aquellos maravillosos monumentos, nos parecían espíritus errantes de la tribu desaparecida que velaban las ruinas de sus antiguas moradas».
Más tarde, Stephens divisó un edificio en forma de pirámide. Descubrió con dificultad los escalones de una amplia escalinata, destruida por el empuje de los retoños de árboles, que conducían de la oscuridad que envolvía el suelo a la claridad luminosa que reinaba en las copas más altas de aquellos gigantescos árboles; e incluso, superando su cima, terminaba en una terraza situada a una altura de treinta metros. A Stephens le daba vértigo. ¿Qué pueblo había creado tal obra? ¿Cuándo se había extinguido? ¿Cuántos siglos hacía que se había construido aquella pirámide? ¿En cuánto tiempo y con qué herramientas, por encargo de quién, y en honor a quién se habían erigido tan numerosas esculturas?
Había una cosa clara: tales obras y edificios no podían ser fruto de una sola ciudad, pues allí se reflejaba la potencia de un pueblo grande y poderoso. Y cuando pensaba en cuántas ciudades de tal índole podrían estar aún escondidas e ignoradas en las vastas selvas vírgenes de Honduras, Guatemala y el Yucatán, se estremecía ante la magnitud e importancia de su tarea. Mil preguntas le asaltaban y no podía contestar ninguna. Miraba por encima de las copas de los árboles, sobre los cuales veía la mole de aquellos monumentos grises.
Al contemplar los primeros resultados del trabajo de su amigo Catherwood, tuvo una pequeña sorpresa. El dibujante estaba ante la primera estela que había descubierto y muchísimas hojas de papel estaban esparcidas por el suelo. Catherwood tenía los pies hundidos en el fango, y estaba todo salpicado de barro; para evitar los mosquitos, que le molestaban terriblemente, se había puesto unos guantes, y tenía la cara tapada de tal modo que sólo le quedaban libres los ojos. Así trabajaba con tenaz decisión, como quien trata de vencer a toda costa una dificultad insuperable que se le presenta. Catherwood era uno de los últimos grandes dibujantes cuya tradición se mantuvo sólo por algunos grabados en cobre ingleses hasta fines de siglo, y había cosechado grandes éxitos en su copia de monumentos; pero ahora se veía ante una tarea para la cual no parecían bastarle sus habituales recursos.
El mundo de las formas que allí se le ofrecía tenía características completamente diferentes de lo conocido hasta entonces, y se salía tanto de toda concepción formal europea que el lápiz no le obedecía, no lograba distinguir las proporciones; y ni siquiera con ayuda de la
camera lucida
, el medio auxiliar que por entonces se empleaba, lograba un resultado que satisfaciera a sus pretensiones. ¿Era aquello un ornamento o un miembro humano? ¿Era un ojo, un sol o un símbolo? ¿Sería la cabeza de un animal? Y si lo era, ¿dónde había tales animales, de qué fantasía podían brotar cabezas tan monstruosas? Las piedras estaban transformadas en formas tan extrañas que en ninguna parte del mundo tenían modelo. Stephens decía: «¡Era como si el ídolo se resistiese a la obra del artista, mientras dos monos parecían burlarse de él desde un árbol!».
Pero Catherwood trabajaba de la mañana a la noche, y así llegó el día en que logró terminar el primer dibujo que tanto llamaría la atención.
De nuevo surgió un extraño incidente. Como Stephens necesitaba de la ayuda de los habitantes del pueblo, había entrado en relación más estrecha con ellos. Aquellas relaciones eran amistosas, porque Stephens —los exploradores se ven frecuentemente en tal situación— tenía ocasión de ayudarles, a su vez, con algunas medicinas y buenos consejos. Todo iba bien a este respecto; pero siempre se presentaba a turbar aquella placidez, con renovada insistencia, al famoso don José María, exhibiendo sus documentos de propiedad. Tras detenida conversación, se vio que el campo de ruinas no tenía para él valor alguno, que nunca le interesaría, y que todos aquellos ídolos le eran indiferentes; pero su dignidad de propietario se sentía ofendida ante aquella invasión, y esto era lo que le impulsaba a molestar continuamente a los intrusos.
Y como Stephens era diplomático y se hallaba en un país en plena revolución, quiso guardar a toda costa las buenas relaciones con todos los habitantes de la comarca, para lo cual adoptó una determinación fantástica. Rotundamente preguntó al mestizo: «¿Cuánto quiere usted por su ciudad en ruinas?».
Stephens escribe: «Creo que no hubiera quedado más sorprendido y confuso si yo le hubiera querido comprar a su pobre mujer, vieja clienta nuestra a quien curábamos el reuma… Se quedó como si no comprendiera quién de los dos había perdido el sentido común. La propiedad era tan desprovista de valor que mi pretensión le parecía sospechosa».
Por eso, Stephens tuvo que apelar, para insistir en la seriedad de su oferta, a extender ante don José María, hombre bastante sucio, todos los documentos que probaban su intachable conducta, su condición de hombre de ciencia y su cargo de Encargado de Negocios, en América Central, de los grandes y poderosos Estados Unidos de Norteamérica. Miguel, un chico del pueblo que sabía leer y escribir y hasta conocía idiomas, leyó en voz alta los papeles de Stephens. El bueno de don José María, ante aquello, no hacía más que frotarse un pie con otro en ingenuo gesto de desconcierto, contestando finalmente que lo pensaría y volvería con la respuesta.
La escena se repitió, y Miguel leyó por segunda vez los documentos. Pero ello no bastó tampoco y Stephens comprendió que para conseguir la tranquilidad no podía hacer otra cosa sino comprar la antigua ciudad de Copan, valorándola según la mentalidad de los pueblos de la jungla, por lo que decidió representar una escena que parece tomada de un sainete.
Rebuscó en su baúl de viaje y sacó del fondo su levita de diplomático. Hacía mucho que veía que sus tareas diplomáticas en la América Central estaban condenadas al fracaso; pero el uniforme aún le serviría de algo. Y el Encargado de Negocios de los Estados Unidos de Norteamérica, con ademán solemne, se puso su levita de gala ante el mestizo José, que le contemplaba lleno de asombro. Bien es verdad que llevaba un sombrero de panamá ablandado por la lluvia, una nada diplomática camisa de cuadros y pantalones blancos, amarillos de barro hasta las rodillas. La lluvia había caído durante todo el día y aún goteaba de los árboles, y en el suelo había abundantes charcos fangosos. Pero algunos rayos de sol se reflejaban en las águilas de los botones dorados y hacían brillar los entorchados de oro y vivos colores con aquella fuerza de convicción autoritaria que al parecer surte también sus efectos en las más apartadas e ignoradas latitudes de nuestra tierra.
¿Y cómo no iba a impresionar a don José María? El mestizo no pudo resistirse. John Lloyd Stephens decía de sí mismo que tenía un aspecto tan extraño como aquel rey negro que recibió a un grupo de oficiales británicos con el sombrero torcido y una guerrera de soldado.
Pues bien, con tal atuendo compró solemnemente la antigua ciudad de Copan.
Más tarde añade:
«Acaso el lector tenga curiosidad por saber cómo se compran en la América Central las ciudades antiguas. Pues lo mismo que todos los artículos del comercio, o sea a un precio que depende de su abundancia en el mercado y la proporción entre la oferta y la demanda; pero como no son ninguna mercancía de almacén como el algodón o el índigo, sus precios eran un tanto arbitrarios y en aquellos días constituían un artículo poco solicitado. Así, pues, sepa el lector que por Copan pagué yo cincuenta dólares. En el precio no hubo dificultades; yo ofrecí aquella suma y don José María la creyó excesivamente alta; yo le parecí un loco; y si hubiera ofrecido más, seguramente me habría tomado por algo peor».
Es evidente que un acontecimiento tan importante y maravilloso, aunque todo el pueblo no pudiera comprenderlo, debía ser festejado convenientemente. Por lo cual, Stephens organizó una recepción oficial a la que el pueblo entero, en solemne cortejo, acudió entusiasmado. Las mujeres se presentaron en gran número, y se repartió tabaco: cigarrillos para las mujeres, cigarros puros para los hombres. «Todos admiraron los dibujos de Catherwood y, por último, contemplaron también las ruinas y los monumentos. Todos quedaron asombrados, pues, efectivamente, ninguno de los que allí vivían había visto jamás tales esculturas. Nunca sintieron la curiosidad de penetrar en la jungla, donde se cogían fiebres; ni siquiera los hijos de don Gregorio, el hombre más importante del pueblo, que tenían fama de atrevidos y eran los que mejor conocían la selva».
Sin embargo, los indios de pura sangre eran de la misma tribu y hablaban exactamente el mismo lenguaje que los autores de aquellas remotas esculturas de piedra, los constructores de aquellas gigantescas pirámides, escalonadas y con enormes terrazas.
En 1842, cuando se publicó en Nueva York el libro de Stephens
Incidents of travel in Central America, Chiapas and Yucatán
, y poco después los dibujos de Catherwood, se produjo gran revuelo en los periódicos. Se sucedían las discusiones, los historiadores veían cómo un mundo hasta entonces sólido se derrumbaba, y los profanos llegaban a las conclusiones más audaces.
Stephens y Catherwood sufrieron fatigas de toda clase; siguieron su camino desde Copan, penetraron en Guatemala y, atravesando Chiapas, llegaron al Yucatán. En varios puntos de su camino hallaron monumentos mayas. Y lo que ahora planteaban en sus libros y dibujos no era un problema determinado, sino mil problemas a la vez. Y volviendo a los documentos españoles se descubrió la relación de muchas cosas con lo revelado por los primeros descubridores y conquistadores del Yucatán, y con las hazañas de Hernández de Córdoba y de Francisco de Montejo, que fueron los primeros en hacer alusiones a este extraño pueblo. Entonces salió a pública discusión un libro, publicado hacía cuatro años en París, que decía exactamente lo mismo que las «Impresiones de viaje» de Stephens, pero que hasta tal fecha no había llamado la atención de nadie.