Se comenzó a quitar los ladrillos de la pared que había entre la antecámara y la cámara sepulcral. Luego se desmontó el primer féretro de oro. Éste contenía un segundo féretro, y en el segundo había un tercero.
Carter tenía motivos suficientes para creer que ahora tropezaría con el sarcófago. Describe cómo abrió el tercer féretro y cómo hizo un nuevo descubrimiento: «Con una exaltación reprimida, me dispuse a abrir el tercer féretro; nunca en mi vida olvidaré aquel momento, lleno de tensión, de nuestro fatigoso trabajo. Corté la cuerda, levanté el precioso sello, corrí los pestillos y descubrí delante de nosotros un cuarto féretro, parecido a los demás, aunque era aún más espléndido y estaba más bellamente trabajado que el tercero. ¡Qué momento tan indescriptible para un arqueólogo! De nuevo nos veíamos ante lo desconocido. ¿Qué contendría este último féretro? Con la más profunda emoción corrí los pestillos de las últimas puertas no selladas, y éstas, lentamente, se abrieron. Ante nosotros, llenando todo el féretro, apareció el inmenso sarcófago amarillo, de cuarzo; estaba intacto, como si unas manos piadosas acabaran de cerrarlo. ¡Qué aspecto tan inolvidable, tan magnífico! Era más emocionante aún que el brillo del oro en los féretros. Sobre el extremo del sarcófago correspondiente a los pies, una diosa extendía con gesto protector los brazos y las alas como si quisiera retener al intruso. Llenos de respeto, estábamos nosotros ante este signo tan claro…».
Sólo para transportar los féretros de la cámara sepulcral se necesitaron ochenta y cuatro días de pesado trabajo físico.
Los cuatro féretros comprendían, conjuntamente, unas ochenta partes, cada una de las cuales era sumamente pesada, poco manejable y de una gran fragilidad.
Entonces ocurrió algo inesperado cuando Carter encargó a un obrero especializado que uniera las piezas dispersas. Admiró entonces la maestría de los artesanos que construyeron los féretros y que antes de desmontarlos pusieron cuidadosamente en cada pieza el número y los signos correspondientes a su colocación. Sin embargo, censuró severamente el trabajo de quienes lo montaron.
«Porque sin duda —dice— lo hicieron con mucha prisa y eran personas poco cuidadosas, pues han confundido las distintas partes y las han colocado en direcciones equivocadas, de modo que, por ejemplo, las puertas del féretro en vez de abrirse hacia la derecha se abren a la izquierda. Este error se lo podemos perdonar. Pero hay otras negligencias que nos parecen imperdonables. Por ejemplo, los adornos de oro están deteriorados, se ven huellas violentas de los golpes que dieron en ellos con el mazo. En algunos lugares han roto piezas enteras, y no se cuidaron de quitar las virutas de la madera y otros desperdicios».
Por fin, el día 3 de febrero los investigadores vieron por vez primera el sarcófago completamente despejado. Era una obra de arte tallada en un monumental bloque del más noble cuarzo amarillo, de una longitud de 2,75 metros por 1,50 de anchura y una altura de 1,50. Lo cubría una losa de granito.
Cuando las grúas que tenían que levantar esta losa, cuyo peso era superior a los doce quintales, empezaron a trabajar con sus recios crujidos, muchos visitantes de categoría se habían congregado de nuevo en la tumba. «En medio de un silencio profundo, se levantó la gigantesca losa…». El primer aspecto desilusionó a todos; sólo se veía una gran cantidad de lienzos que lo cubrían todo. Más impresionados quedaron al echar una mirada sobre el rey mismo, cuando fueron quitadas una tela tras otra.
¿Era su cuerpo lo que se veía? No; era la mascarilla de oro del príncipe cuando era todavía casi un niño. El oro brillaba como si acabaran de traerlo del taller. La cabeza y las manos ofrecían formas perfectas y el cuerpo estaba trabajado en un relieve plano. En las manos, cruzadas, tenía las insignias reales: la vara curvada y el abanico de cerámica azul con incrustaciones. La cara era de oro puro; los ojos, de aragonita y de obsidiana; las cejas y los párpados, de cristal de color lapislázuli. Esta cara, de variadas tonalidades, semejaba una máscara y producía una impresión rígida y al mismo tiempo, sin embargo, daba la sensación de hallarse viva. Pero lo que impresionó más a Carter y a los demás presentes fue, como él lo describe, «…aquella pequeña corona de flores, emocionante despedida de la joven viuda. Todo el esplendor regio, toda la magnificencia, todo el brillo del oro palidecía ante aquellas flores marchitas que aún conservaban el brillo mate de sus colores originales. Ellas nos decían más claro que ninguna otra cosa que los milenios pasan». Y cuando en el invierno de 1925 a 26 Carter bajó de nuevo a la tumba, hizo esta importante observación: «Otra vez nos emociona el misterio de la tumba, el respeto y la veneración de lo que ha pasado hace muchísimo tiempo y que, sin embargo, conserva su poderío. Incluso en su trabajo puramente mecánico, el arqueólogo nunca pierde esta timidez». Esta observación hemos de interpretarla como una simple manifestación humana, lo mismo que la relativa a la corona de flores, nunca como sentimentalismo. Y siempre agrada comprobar que también en el pecho del más severo hombre de ciencia late un corazón.
No nos es posible en nuestro relato detenernos en los pequeños detalles y acontecimientos que acompañaron la apertura de los féretros. El trabajo fue lento y penoso debido a que en aquel estrecho espacio siempre se cernía la amenaza de dar involuntariamente un mal paso, de hacer un movimiento equivocado, de colocar mal los instrumentos, y por ello que una viga de soporte se rompiese causando algún desperfecto grave en los tesoros hallados. Exactamente lo mismo que en la tapa del primer féretro, en la del segundo yacía la imagen del joven faraón en pompa solemne, ricamente adornado bajo la figura de Osiris. No se ofreció nada nuevo cuando se despejó el tercer féretro. Durante todo este trabajo, los que participaban en él quedaron asombrados por el peso inexplicable. Y aquí se presentó otra sorpresa, que nunca faltaron en esta tumba.
Cuando Burton hizo sus fotografías, cuando Carter hubo quitado la pequeña guirnalda de flores y el lienzo que lo protegía, se explicó la razón de aquel enorme peso.
El tercer féretro, de una longitud de 1,85 metros, era de oro macizo con un espesor de 2,5 a 2,3 milímetros, lo que hacía que su valor material fuese incalculable.
A esta sorpresa, que verdaderamente puede calificarse de agradable, sucedió inmediatamente otra que suscitó en los investigadores los peores temores. Ya en el segundo féretro se había comprobado que los ornamentos habían sufrido los efectos de la humedad. Ahora se veía que todo el espacio comprendido entre el segundo y el tercer féretros estaba lleno de una masa negra, sólida, que llegaba casi a la tapa. Fue fácil separar de esta masa, parecida a pez, un collar con doble hilera de cuentas de oro y de cerámica; pero a renglón seguido los investigadores se preguntaban con ansiedad: «¿Qué desastre habrán provocado en la momia los ungüentos empleados con exceso?».
Lucas empezó inmediatamente a analizar los aceites. Se debía tratar de una sustancia líquida o semilíquida, cuyas materias fundamentales eran grasas y resinas. No pudo comprobarse la existencia de la pez, a la cual olía la masa después de calentada. Todos experimentaban de nuevo una tensión febril; pero ahora se hallaban realmente ante el último instante decisivo.
Se hicieron saltar algunos clavos de oro, fue levantada la tapa del último féretro con sus agarraderas de oro y se descubrió la momia. Tutankamón, a quien habían buscado durante seis años, se hallaba realmente ante ellos.
«¡En tales momentos —dice Carter— se pierde el habla!».
Se hicieron saltar algunos clavos de oro, fue levantada la tapa: ¿quién debía ser este faraón, este Tutankamón, a quien se había honrado con tal sepultura? Cosa asombrosa: fue un rey insignificante. Falleció a la edad de dieciocho años, era yerno de Amenofis IV, Eknatón, el rey hereje, y probablemente también su auténtico hijo. Su juventud transcurrió durante la reforma religiosa de su suegro, que sustituyó el culto de Amón por el de Aton, con un rito de culto al sol de carácter unitario, espiritualista e igualitario Más tarde volvió a la vieja religión, como nos lo demuestra el cambio de su nombre, Tutankatón, que se convirtió en el de Tutankamón, con el que le conocemos. Sabemos que, políticamente, la época de su gobierno fue muy turbulenta. Le vemos en los relieves cómo pisotea a los prisioneros de guerra y cómo en la batalla mata a largas filas de enemigos, en verdad regiamente. Pero no sabemos con seguridad si realmente participó en alguna campaña. No conocemos siquiera la duración exacta de su reinado (alrededor de 1350). El trono lo recibió por su esposa, Anches-en-Amón, que se había casado muy joven con él, y era una hermosa criatura, si las reproducciones no exageran.
Por los numerosos cuadros y relieves que se hallaron en su tumba y también por determinados objetos de uso, como por ejemplo el sitial, que seguramente tenía relación personal con él, conocemos muchos rasgos particulares de su carácter que le hacen agradable.
Pero no estamos enterados ni de sus actividades como rey ni de sus funciones de gobernante. Lo más seguro es que siendo una persona que murió a los dieciocho años no hiciera nada significativo. Fue un simple juguete de los sacerdotes de Amón, que al morir Amenofis IV y recobrar su pérdida influencia, le utilizaron para sus ambiciones de casta. Carter, en su resumen histórico, sin duda con razón, dice la siguiente y lacónica frase: «Hasta donde llegan nuestros conocimientos, podemos decir con seguridad que lo único notable de su vida fue su muerte y su fastuoso entierro».
Más que el homenaje a un faraón victorioso, aquel alarde de lujo fue el exultante desquite de una casta proscrita.
Esta constatación nos lleva a la conclusión de que, si realmente este faraón de dieciocho años fue enterrado con una suntuosidad que supera todas nuestras fantasías occidentales, ¿qué riquezas se habrían colocado en las tumbas de Ramsés el Grande y de Sethi I?
Berry dice de Sethi y de Ramsés: «Seguramente, en cada una de sus cámaras sepulcrales se habían amontonado tantas riquezas como en la tumba entera de Tutankamón. ¿Qué inimaginables tesoros procedentes de las tumbas de los reyes deben haber caído en manos de los ladrones en el transcurso de estos tres milenios?
El aspecto de la momia del faraón era, a la vez, magnífico y terrible. Se había vertido en ella una cantidad tan exagerada de ungüentos, que ahora todo ello se había pegado, endurecido y ennegrecido.
Diferenciándose de esta masa oscura, sin contornos, brillaba con un resplandor verdaderamente regio la mascarilla de oro que le cubría la cara. Los pies estaban igualmente libres de los oscuros ungüentos.
En un proceso lento y difícil, y tras varios intentos infructuosos, después de calentarlo a 500 grados —el sarcófago de oro estaba protegido por planchas de cinc—, se consiguió separar el féretro de madera del de oro.
Cuando se disponía a examinar el cuerpo de la momia —la única momia del Valle que durante treinta y tres siglos había quedado intacta—, se puso de manifiesto algo que Carter formula de este modo: «el destino, sonriendo irónicamente al investigador, nos demostraba que los violadores de tumbas y los sacerdotes que habían dado nuevo albergue a las momias raptadas, habían hecho el mejor trabajo de conservación. Pues las momias robadas hace siglos o secuestradas habían sido sustraídas a tiempo de los perniciosos efectos del ungüento, y aunque muchas veces quedaron deterioradas, y generalmente saqueadas, están mejor conservadas que la momia de Tutankamón, que al menos en lo que respecta a su estado constituía la única desilusión de aquella sorprendente tumba».
El día 11 de noviembre, a las diez menos cuarto de la mañana, el anatomista Dr. Derry hizo el primer corte en las primeras vendas de lino de la momia. Excepto la cara y los pies, que no habían estado en contacto con los ungüentos, la momia se hallaba en muy mal estado. La oxidación de las partículas de resina había provocado una especie de carbonización tan intensa que no sólo las partes principales del vendaje de lino, sino hasta cierto punto incluso los tejidos y los huesos de la momia estaban carbonizados. La capa de ungüento estaba en parte tan endurecida, que bajo los miembros y el tronco fue preciso quitarla con cincel.
Un descubrimiento sorprendente ocurrió cuando debajo de una almohadilla, a modo de corona, se encontró un amuleto. En sí, esto no tenía nada de extraordinario. También Tutankamón dentro de las vendas de lino estaba recubierto por la «armadura mágica» de innumerables amuletos, símbolos y signos de hechizo. Por regla general, tales amuletos eran de piedra. ¡Pero este amuleto era de hierro! Esto constituía, pues, uno de los primeros hallazgos egipcios de hierro, y hay que reconocer con cierta ironía que en una tumba donde desbordaba el oro, uno de los datos de mayor importancia para la historia de la cultura lo dio un pequeño trozo de hierro.
Soltar las últimas vendas de lino de la cabeza ya casi carbonizada del joven faraón constituyó un difícil trabajo. El ligero contacto con un pincel de pelo bastaba para destruir los restos del tejido descompuesto. Tras esta delicada labor, quedó al descubierto la faz del joven rey. Y Carter tiene la palabra: «… faz pacífica, suave, de adolescente. Era noble, de bellos rasgos y los labios dibujados con líneas muy netas».
Supera a todo cuanto podíamos imaginar la abundancia de joyas con que el rey estaba cubierto. Bajo múltiples vendas de lino había cada vez más objetos preciosos, formando ciento un grupo. Los dedos de las manos y de los pies estaban en estuches de oro. De las treinta y tres páginas que Carter necesita para exponer su escueto examen de la momia, dedica más de la mitad a los objetos hallados en el cuerpo. Este faraón de dieciocho años estaba literalmente envuelto en varias capas de oro y piedras preciosas.
Más tarde, el profesor Derry describe este examen de la momia en un trabajo especial, desde su punto de vista de anatomista. Mencionemos sólo tres de sus conclusiones:
1) Demuestra como muy probable el parentesco de padre e hijo entre Amenofis IV, Eknatón y Tutankamón, cosa que reviste extraordinaria importancia para la explicación de las circunstancias dinásticas y políticas de aquella época de la XVIII dinastía, que se extinguía.
2) Deduce algo interesantísimo para la historia del arte, coincidiendo con lo que también Carter afirma varias veces, es decir, la estrecha relación de las artes plásticas con el realismo. Carter dice: «La máscara de oro representa a Tutankamón como un joven amable y distinguido. Quienes tuvieron la suerte de ver la cara despejada de la momia pueden comprobar con cuánta habilidad, exactitud y fidelidad a la naturaleza reprodujo los rasgos el artista de la dinastía XVIII. En su obra nos ha transmitido para todos los tiempos y en un metal imperecedero un magnífico retrato del joven rey».
3) Por último, el profesor Derry nos da también un informe preciso sobre la edad del rey, que históricamente no se ha comprobado. Por la composición de los huesos en las articulaciones, cree que el faraón tenía de diecisiete a diecinueve años. Probablemente, el rey contaba dieciocho años cuando falleció.