En el año 1802 presentaba a la Academia de Ciencias, en Gotinga, los primeros resultados de sus investigaciones, que aun hoy, entre la abundancia de tratados filológicos posteriores que desde hace mucho han perdido interés y se han olvidado, todavía destacan y que intituló: «Artículos para la interpretación de la escritura cuneiforme persepolitana».
Los datos previos que Grotefend pudo adquirir fueron los siguientes:
Las inscripciones de Persépolis revelaban características muy diversas. En algunas placas había tres tipos diferentes de escritura, paralela, en tres columnas claramente separadas. Sobre la historia de los antiguos persas y los reyes de Persépolis se sabía bastante; por lo tanto, el joven humanista Grotefend estaba bien enterado de lo que dejaron escrito los autores griegos. Se sabía que Ciro, hacia el año 540 a. de J. C., venció a los babilonios y fundó el primer gran Imperio persa, determinando así la decadencia de Babilonia. Parecía lógico, pues, que por lo menos una de aquellas inscripciones estuviera escrita en el idioma de los conquistadores. Cabía otra hipótesis también, y es que con probabilidad la columna de en medio, por la tendencia general a colocar lo más importante en el centro, fuese la escrita en el antiguo idioma persa. Además, a cuantos examinaban la escritura les había llamado la atención un grupo de signos que se repetían con mucha frecuencia. Se sospechaba que el grupo de signos podría significar la palabra «rey», conclusión que admitían los que habían adquirido conocimientos sobre las inscripciones en los monumentos —epigrafía—, mientras que el signo individual, una cuña de la parte superior izquierda a la inferior derecha, se interpretaba como el signo de separación de las palabras.
Esto era todo lo que se sabía. Muy poco, pues estas hipótesis ni siquiera indicaban con seguridad cuál era la parte superior e inferior de las placas.
Grotefend, que desde su juventud estaba acostumbrado a hacer las cosas con exactitud, dio comienzo por lo más elemental. Champollion, que veinte años después descifró los jeroglíficos, no se halló ante un problema tan complicado.
Grotefend no tenía ninguna lápida en tres idiomas que le ofreciera una clara traducción, pues desconocía los tres idiomas y escrituras que aquí aparecían. Por lo tanto, partía del simple estudio minucioso del texto.
Comenzó comprobando que los signos cuneiformes eran escrituras y no un adorno. Luego, por falta completa de toda forma redonda, dedujo que no era un procedimiento apto para la «escritura», sino que valía sólo para el grabado en materia sólida. Hoy día sabemos que las dificultades de manejo que a primera vista nos parecen tan grandes no eran obstáculo para regular las relaciones políticas y económicas del país de los dos ríos y de la antigua Persia hasta la época de Alejandro Magno. Los escribas, en vez de tomar dos cuartillas y una hoja de papel carbón, tomaban dos placas de arcilla recién fabricadas, aún blandas, y con una caña afilada grababan sus notas de pedido, conservaban un ejemplar y entregaban el otro, que era una copia exacta, después de haberlas cocido rápidamente en un horno, con lo que se endurecían al instante de tal modo que eran más resistentes que cualquier clase de papel, como lo demuestra el que al cabo de tres mil años puedan legarnos noticias exactas.
Luego demostró Grotefend que las cuñas tendían preferentemente hacia cuatro direcciones, pero siempre de tal modo que la dirección principal era de arriba abajo o de izquierda a derecha. Los ángulos formados por dos cuñas se abren siempre hacia la derecha. De estas comprobaciones, aparentemente sencillas, dedujo como primera conclusión la manera de considerar las inscripciones:
Debemos ponerlas de manera que las puntas de las cuñas verticales vayan siempre hacia abajo, las de las cuñas transversales a la derecha, y que los ángulos se abran a la derecha. Si se observan estas indicaciones, veremos que ninguna escritura cuneiforme se halla trazada en dirección perpendicular, sino siempre en dirección horizontal, y que las figuras colocadas a su lado, en las gemas y en los sellos cilíndricos, nada tienen que ver con la dirección de la escritura.
Al mismo tiempo, dedujo que la escritura debía leerse de izquierda a derecha —cosa que sólo al hombre occidental le parece lógico—, pues los idiomas orientales — árabe, hebreo—, por ejemplo, se escriben de derecha a izquierda.
Pero todo esto servía poco para el desciframiento, y Grotefend se hallaba ahora a punto de dar el paso decisivo. El hecho de que fuera capaz de darlo, demuestra su genio.
La característica principal del genio consiste, sobre todo, en la facultad de ver de manera sencilla lo que es complicado, y de reconocer al instante el principio ordenador que en el fondo posee todo problema complejo. La idea verdaderamente genial de Grotefend fue de una simplicidad asombrosa.
No es de suponer, se dijo, que hayan cambiado ciertas costumbres en el estilo epigráfico de las inscripciones en monumentos. Las copias de escrituras cuneiformes que tenía a la vista eran de inscripciones halladas en monumentos.
El «descanse en paz» de las tumbas occidentales se hallaba ya en las de nuestros abuelos y tatarabuelos, siempre invariable, y probablemente seguirá presidiendo las de nuestros hijos y nuestros nietos. ¿Por qué, pues, las invariables palabras iniciales de los actuales monumentos persas no se hallarían también en los monumentos persas más antiguos, siempre que una de las columnas tuviese su texto en antiguo persa, como se sospechaba? ¿Y por qué no empezarían también las inscripciones persepolitanas, como siempre empiezan las inscripciones más recientes que él conoce, y que dicen:
«X, gran rey, rey de reyes, reyes de A y B,
hijo de Y, gran rey, rey de reyes…».,
Es decir, con enumeración estereotipada de la sucesión de generaciones? Esta idea era la continuación genial de la hipótesis, por él expuesta, de que uno de los grupos que más se repiten podría muy bien significar las siguientes conclusiones: Si ello era justo en el sentido literal, la primera palabra tenía que corresponder al nombre rey; luego debía seguir una cuña oblicua, que separaba las palabras; después tenían que seguir dos palabras, una de las cuales debería ser la palabra «rey», y ésta se hallaría muy repetida en la primera parte de la inscripción.
Sigamos avanzando algo más con la exposición somera de las nociones siguientes que Grotefend dedujo y que fueron haciéndose cada vez más complicadas. Se requiere poca fantasía para imaginar la sensación de triunfo cuando el joven Grotefend, maestro auxiliar, en su tranquila villa de Gotinga, a millares de kilómetros del lugar donde se hallaban los originales de su escritura cuneiforme, comprobó y descubrió que sus hipótesis eran exactas. No, esto es decir demasiado. Ciertamente, él halló varias veces el orden de las palabras tal como había calculado, y también halló la palabra que debía decir «rey». Pero ¿encontraría alguna persona que admitiese como prueba aquella convicción suya? Y ¿qué se habría logrado avanzar, en rigor, con tal descubrimiento?
Resumiendo: lo conseguido hasta entonces descubría que en casi todas las lápidas de inscripciones que estaban a su disposición, hallaba sólo dos versiones distintas en los primeros grupos.
Por mucho que comparase, siempre daba con estos dos grupos, con las mismas palabras iniciales que, según su teoría, deberían representar el nombre de un rey, también halló inscripciones que contenían ambos nombres a la vez.
En la mente de Grotefend las ideas brotaron a borbotones. Siguiendo su teoría, esto sólo podía significar que todos los monumentos cuyas copias tenía delante estaban inspirados solamente por dos reyes. Y lo más probable era que, como en algunas de las planchas tales reyes aparecían citados uno después del otro, debería tratarse de padre e hijo.
Si los nombres aparecían separados, detrás del nombre de uno se hallaba el signo de rey, pero detrás del nombre del segundo, no. Por lo tanto, siguiendo tal teoría, debía tratarse de la disposición esquemática siguiente:
«X, rey, hijo de Z
Y, rey, hijo de X, rey…».
Recordemos que, hasta aquí, todo cuanto Grotefend pensaba era hipotético; sólo se basaba en la reiteración de algunos signos, en su repetición constante y en su orden. Puede uno imaginarse cuál sería la emoción febril que Grotefend sintió cuando de repente, al examinar el esquema anterior, vio ante sus ojos, clara y rotundamente, el camino para una prueba efectiva, irrefutable de sus teorías. Que el lector preste atención antes de seguir la lectura, y lo examine detenidamente. ¿Qué es lo que ahí llama la atención? ¿Cuál es la incógnita, el vacío?
Digámoslo claramente: la falta de una palabra. Precisamente la omisión de la palabra «rey» detrás del nombre que en el esquema aparece con «Z».
Si tal disposición es exacta indica una sucesión de generaciones —abuelo, padre e hijo—, de los cuales el padre y el hijo fueron reyes, pero el abuelo no. Y Grotefend, aliviado, se dijo: «Si en la serie de los más famosos reyes persas logro hallar un grupo de generaciones que coincida con este esquema tendré la prueba evidente de que mi teoría es acertada, y habré descifrado las primeras palabras de la escritura cuneiforme».
Y ha llegado el momento de dejar que el mismo Grotefend hable de aquella fase decisiva de su intento:
«Estaba completamente convencido de que tenía que buscar los nombres de dos reyes de la dinastía de los aqueménidas, porque las referencias de los griegos, contemporáneos suyos y narradores extensos, me parecían las fidedignas; así, empecé a examinar la serie de los reyes y a comprobar cuáles eran los nombres que se adaptaban con más facilidad a las características de las inscripciones. No podía tratarse de Ciro y de Cambises, porque los dos nombres de ambas inscripciones no tenían la misma letra, ni podían ser Ciro y Artajerjes, porque el primer nombre, en comparación con el segundo, era demasiado corto, y el otro demasiado largo. Por lo tanto, quedaban sólo los nombres Darío y Jerjes, ya que éstos se amoldaban tan fácilmente a los caracteres, que no podían ofrecer duda. A esto se añadía que en la inscripción del hijo se atribuía también el título del rey al padre, pero no sucedía así en la inscripción del padre con respecto al abuelo, observación que se confirmaba a través de las inscripciones persepolitanas en todas las formas de escritura».
Tal fue la prueba. Grotefend no era el único que podía creer en su teoría, sino que también el crítico más objetivo tenía que someterse al rigor de aquella lógica deducción.
Pero faltaba dar el último paso. Hasta entonces, Grotefend había partido de la grafía de los nombres de los reyes tal como la había transmitido Heródoto. Por eso sigue basándose en el nombre del abuelo que él conocía:
«Como por el desciframiento exacto de los nombres yo conocía ya más de doce letras, y entre ellas estaban todas las del título del rey menos una, hacía falta dar forma persa a aquellos nombres, conocidos sólo en su versión helénica, para descubrir, por la exacta determinación del valor de cada signo, el nombre del rey y el idioma en que las inscripciones podían estar escritas. En el Zend Avesta, título colectivo de los libros sagrados persas, aprendí que el nombre de Histaspes dado por los griegos era en persa Goschasp, Gustasp, Kistasp o Wistasp, con lo que tenía las siete primeras letras en el nombre de Histaspes, en las inscripciones de Darío, y en las últimas tres las había adivinado ya por la comparación de todos los títulos de los reyes».
Se había dado, pues, el primer paso.
Lo que siguió sólo fueron correcciones. Es extraño que pasasen más de treinta años hasta que se pudieran hacer descubrimientos verdaderamente decisivos. Tales progresos se relacionaban con los nombres del francés Émile Burnouf y del noruego Christian Lassen, cuyas investigaciones se publicaron en el año 1836.
Hay una cosa todavía más extraña. Son muchos los que conocen el nombre de Champollion, que descifró los jeroglíficos, pero muy pocos el nombre de Grotefend. No se cita, e incluso algunos diccionarios de nuestra época no lo mencionan, o hacen sólo una breve alusión en algunas bibliografías. Y sin embargo, únicamente a él le corresponde prioridad en este descubrimiento decisivo, cuya importancia histórica sólo se reveló con las magníficas excavaciones del país de los dos ríos.
Decimos la prioridad, porque con el desciframiento de la escritura cuneiforme sucedió exactamente lo mismo que con muchos otros descubrimientos o inventos del espíritu humano: que fueron hechos dos veces.
Independientemente de Grotefend, lo descubrió también un inglés. Y, cosa extraña, no solamente más tarde que Grotefend, sino también más tarde que sus correctores Burnouf y Lassen, ya que su primera interpretación fundamental se publicó en 1846. Nos referimos a Robinson.
Pero fue privilegio indiscutido de Robinson el superar todo cuanto sus predecesores habían descubierto; él logró que los conocimientos sobre escritura cuneiforme de los especialistas de las universidades saliesen de su estado de ensayo y se convirtieran en tema de enseñanza útil para el uso de los muchos hombres que trabajaban con el material de inscripciones que se presentaba cada vez más abundante. En efecto, un día se halló toda una biblioteca: ¡una biblioteca de placas de arcilla! Pero ésta es una historia que narraremos más adelante. Una idea de la riqueza de material que ocultaba el país de los dos ríos nos la da el siguiente hecho: el número de placas de escritura cuneiforme descubiertas por la expedición del americano de origen alemán V. Hilprecht de los años 1888 a 1900, en Nippur, era tan inmenso que aún hoy no han terminado su desciframiento y su publicación.
LA PRUEBA DEFINITIVA
En el año 1837, el comandante inglés Henry Creswicke Rawlinson, destacado en Persia, con ayuda de un juego de poleas se descolgó por una alta roca, situada cerca de Behistún, arriesgándose con el solo fin de copiar una inscripción grabada sobre la piedra.
Rawlinson, como Botta, supo aunar su afición por la asiriología con su vida habitual de político y hombre de mundo.
Su vida fue tan azarosa como lo fue pacífica la de Grotefend. Su interés hacia Persia surgió de un encuentro casual. A los diecisiete años de edad era cadete y se hallaba a bordo de un buque que, doblando el cabo de Buena Esperanza, iba camino de la India. Para distraer a los pasajeros en su pesado viaje de varios meses, ocurriósele publicar un periódico a bordo. A uno de los pasajeros, sir John Malcolm, gobernador de Bombay y orientalista famoso, le llamó la atención aquel joven y dinámico redactor, y pasó hablando con él muchas horas, naturalmente sobre lo que a Malcolm más le interesaba, que era la historia, el idioma y la literatura persas. Tales conversaciones determinaron la afición particular de Rawlinson hasta el fin de su vida, incluso en los momentos en que más le preocuparon las tareas políticas.