Hoy día, el Valle de los Reyes es la meta de innumerables extranjeros del mundo entero. Uno de los tesoros más ricos extraídos de su seno, descubierto hace tan sólo unos treinta años, ha dado nueva vida a la comarca. Ante el lugar del hallazgo se ven ahora unos «dragomanes» chillones que fustigan sus burros; a la hostería de Cook, cerca de Der-el-Bahari, llegan los turistas, y los árabes invitan, en su mejor inglés, a visitar
de Kingses tombes
. Teniendo presente la historia del valle del Nilo, de sus reyes y de sus pueblos, nos parece a la vez triste y divertido leer:
«Las tumbas más importantes, y sobre todo la de Tutankamón, se iluminan eléctricamente por la mañana tres veces por semana».
El hallazgo más notable efectuado en el Valle, que interesó y emocionó al público europeo tanto como el descubrimiento de Troya por Schliemann, tuvo lugar en el año 1922.
Algunos decenios antes, sin embargo, hubo un hallazgo casi tan asombroso, pero en circunstancias mucho más raras, en Der-el-Bahari.
Y ahora es cuando viene a cuento recordar a aquel americano que había logrado adquirir en las tortuosas callejuelas de Luxor un precioso papiro egipcio. Cuando el experto europeo hubo reconocido la indudable autenticidad y el valor del papiro, interrogó al americano. El coleccionista, convencido de que por hallarse en territorio europeo nadie podría disputarle el botín, lo contó gustosamente todo y dando toda clase de detalles. Entonces el entendido escribió una extensa carta a El Cairo, iniciando así el descubrimiento de una de las más extraordinarias violaciones de tumbas.
Cuando el profesor Gastón Maspero recibió, en el Museo de El Cairo, aquella carta de Europa, fijó su atención en dos extremos, lamentando primero que a su Museo se le hubiera escapado otra vez un hallazgo precioso. Y decimos otra vez porque desde hacía unos seis años venían apareciendo antigüedades muy raras que se vendían clandestinamente y que constituían para la ciencia joyas extraordinariamente preciosas cuya procedencia tampoco había manera de adivinar. Cuando los compradores estaban dispuestos a describir las circunstancias de la compra, la mercancía se hallaba ya lejos de Egipto. En general se hablaba entonces de un famoso desconocido; pero tan pronto este desconocido era un árabe, como un negro, como un
fellah
harapiento o un jeque rico. Mas el segundo punto que intrigaba a Maspero era el hecho de que la pieza más reciente, de la cual se les escribía, correspondía a la tumba de un rey de la XI dinastía, y sobre estas tumbas se desconocía todo en absoluto. ¿Quién había encontrado esas tumbas? ¿Era la tumba de un
solo rey
, o era una tumba colectiva?
Cuando el profesor Maspero examinaba los objetos de cuya aparición él se había enterado, le bastaba el más superficial examen para poder constatar que tales ejemplares correspondían a reyes distintos. ¿Era posible que unos modernos profanadores de sepulcros hubieran descubierto varias tumbas antiguas a la vez? Lo más lógico era deducir que se había hallado una de las grandes tumbas colectivas.
Las posibilidades que de tal conclusión se deducían llenaban de emoción a un sabio como Maspero. Era preciso obrar. Si la policía había fallado, él tenía que descubrir por sus propios medios a los ladrones. Consultó el asunto con sus colaboradores más íntimos y decidieron enviar a un joven ayudante a Luxor.
Este ayudante, desde el momento en que abandonó el barco en el Nilo, se comportó de modo muy distinto al habitual en un arqueólogo. Se alojó en el mismo hotel en que paró el americano que comprara el papiro. Y luego, día y noche, recorría todas las callejuelas, rincones y tiendas haciendo sonar su dinero, comprando alguna que otra pequeñez y pagando generosamente. Cuando hablaba con los comerciantes, les daba buenas propinas, pero dosificadas para no despertar sospechas. Cada vez iban entrando más en confianza y le hacían más ofertas de «antigüedades» de la moderna industria casera. Pero el joven que aquella primavera del año 1881 recorría las calles de Luxor no se dejaba engañar. Los comerciantes profesionales se enteraron de ello tan pronto como los clandestinos, apreciaban al extranjero y éste apreció a su vez tal confianza. Un día, un mercader le hizo señas para que entrase en su tienda y poco después el ayudante del Museo Egipcio veía en sus manos una pequeña estatua. Pudo dominarse y su rostro no delató más que indiferencia. Se sentó en la alfombra y empezó a regatear con el comerciante, a la vez que seguía dando vueltas y examinando la pequeña estatua, descubriendo al punto, no solamente que se trataba de una pieza auténtica, de casi tres mil años, sino que la inscripción delataba un objeto procedente de una tumba de la XXI dinastía.
Regateó durante largo rato, y terminó comprando el objeto, mientras seguía hablando del mismo con desprecio, y antes de marcharse dio a entender que buscaba algo más importante, más valioso. Aquel mismo día conoció a un árabe, hombre alto, todavía joven, llamado Abd-el-Rasul. Era jefe de una familia muy numerosa y extendida. Después de varias conversaciones sostenidas con él, y cuando el árabe le había enseñado otros objetos de las tumbas, esta vez de las dinastías XIX y XX, ordenó que se le detuviera. Estaba convencido de haber hallado al ladrón de las tumbas.
¿Lo era realmente?
Abd-el-Rasul, con otros parientes, fue conducido ante el Mudir de Kenel. Da'ud Pacha hizo personalmente el interrogatorio, pero se presentaron un sinnúmero de testigos de descargo. Todos los habitantes del pueblo de Abd-el-Rasul juraban que éste era completamente inocente, incluso juraban que toda la familia era inocente, ya que pertenecía a una de las tribus más antiguas y respetadas del lugar. El ayudante, completamente convencido de la exactitud de su acusación, había telegrafiado ya a El Cairo, comunicando que había tenido éxito. Y ahora tenía que presenciar cómo Abd-el-Rasul y su familia eran puestos en libertad por falta de pruebas. Suplicó a los funcionarios, pero éstos se encogieron de hombros; acudió al Mudir, mas éste le miraba con asombro y, extrañado, le decía que esperase.
El ayudante aguardó un día, dos. Después envió otro telegrama a El Cairo, atenuando el optimismo del primero. Cayó enfermo, devorado por la inquietud y desesperado ante la pasividad oriental del Mudir. Pero éste conocía mejor que él a su gente.
Howard Carter relata la historia de uno de sus servidores más antiguos.
En su juventud fue detenido por ladrón, siendo arrastrado ante el Mudir. Tenía un miedo terrible de verse ante el severo Da'ud Pacha, miedo emparejado con el terror ante su inseguridad, al notar que en vez de llevarle ante un tribunal era conducido a las habitaciones particulares del Pacha, el cual, como era un día muy caluroso, estaba bañándose tranquilamente en un recipiente de barro lleno de agua fría.
Da'ud Pacha no hacía más que contemplarle; pero el reo decía, aun después de muchos años: «…y cuando sus ojos se clavaron en mí sentí que mis huesos se convertían en agua. Por último, me dijo muy lentamente: "Ésta es la primera vez que te presentas ante mí; vete, pero ten mucho, muchísimo cuidado, de no volver la segunda vez". Y esto me aterrorizó de tal modo que cambié de profesión y no tuve que volver allí jamás».
Esta autoridad de Da'ud, seguramente apoyada por medidas terribles, cuando la simple mirada no bastaba, se reflejaba también en el joven ayudante, que toda aquella temporada la pasó enfermo, devorado por la fiebre.
Al cabo de un mes, uno de los parientes y cómplices de Abd-el-Rasul fue a visitar a Da'ud e hizo una confesión amplia. El Mudir se lo comunicó inmediatamente al joven sabio, que aún se hallaba en Luxor. De nuevo comenzaron los interrogatorios. Y resultó que Kurna entera, el pueblo natal de Abd-el-Rasul, era un pueblo de apasionados profanadores de sepulcros. El oficio lo habían heredado de padres a hijos y lo ejercían desde tiempo inmemorial, probablemente en una cadena continua desde el siglo XIII a. de J. C. Tan prolongada dinastía de ladrones no se ha conocido en ningún otro lugar del mundo, siendo de destacar que ejercían su tradicional profesión con el celo ritual de un derecho solemne.
El más importante hallazgo hecho por esta singular dinastía, más larga que la de los faraones, fue la tumba colectiva de Der-el-Bahari. En el descubrimiento y despojo de esta tumba se emparejaron el azar y el trabajo sistemático. Seis años antes, en 1875, Abd-el-Rasul había descubierto por casualidad, en las rocas que se elevan entre el Valle de los Reyes y Der-el-Bahari, una oculta abertura. Cuando con mucha dificultad la examinó vio que aquello era una amplia cámara sepulcral, con momias. El primer reconocimiento del lugar le anunció que allí había un tesoro que podía producirle a él y a su familia una cuantiosa renta vitalicia, siempre que fuera posible guardar el secreto.
Sólo a los miembros más destacados de la familia les fue comunicada la noticia, jurando solemnemente no descubrirlo jamás, dejar el hallazgo donde estaba desde hacía tres mil años y considerar la tumba como un depósito bancario, patrimonio exclusivo de la familia Abd-el-Rasul, del que sólo se pudiera tomar algo cuando las necesidades de la familia lo precisaran. Parece increíble que, efectivamente, durante seis años aquellos ladrones habituales lograran guardar el secreto. Durante este tiempo, la familia se fue enriqueciendo. El 5 de julio de 1888, sin embargo, el encargado del Museo de El Cairo, conducido por el propio Abd-el-Rasul, se presentaba ante el hueco de entrada de la tumba.
Por una de esas pequeñas ironías del destino, tan corrientes, este encargado no era ni el joven ayudante al que debemos el descubrimiento de los ladrones, ni el profesor Maspero, que lo había sugerido. Un nuevo telegrama llegó a El Cairo, esta vez con indicaciones clarísimas, pero no lo recibió Maspero, que se hallaba de viaje. Y como era asunto urgente, fue preciso enviar un representante, y éste fue Emil Brugsch-Bey, hermano del famoso egiptólogo Heinrich Brugsch, entonces conservador del Museo. Cuando llegó a Luxor, su joven compañero en funciones de detective, que desempeñó con tanto éxito, seguía con fiebre. Hizo una visita protocolaria al Mudir y se enteró de que todos los interesados estaban de acuerdo en no perder tiempo para así evitar que los ladrones siguieran lucrándose y tomar posesión de la tumba cuanto antes. Por eso Emil Brugsch, acompañado sólo por Abd-el-Rasul y su ayudante árabe, partió hacia el lugar donde se hallaba la tumba en las primeras horas del día 5 de julio. Abd-el-Rasul, después de escalar audazmente las rocas, se detuvo señalando una grieta que de la manera más natural aparecía cubierta con piedras. Era casi impracticable y estaba oculta a toda mirada directa.
No era de extrañar que durante tres milenios nadie la hubiera percibido. Abd-el-Rasul desenrolló una cuerda que llevaba echada en los hombros y dio a entender a Brugsch que aquel era el único medio de bajar por el agujero. Brugsch, dejando al sospechoso guía bajo la vigilancia del ayudante árabe, persona de su entera confianza, no vaciló en aceptar la invitación. Con prudencia, no exenta del temor de ser víctima de un ardid del astuto ladrón, descendió poco a poco. Aunque tenía la leve esperanza de hallar algo, no podía sospechar, ni mucho menos, lo que realmente le aguardaba.
Después de descender a una profundidad de unos once metros, y cuando hubo llegado al fondo, encendió una antorcha y se adentró a pocos pasos; después de una curva muy pronunciada, se hallaba ante los primeros gigantescos sarcófagos.
Uno de los más grandes, situado inmediatamente detrás de la entrada, rezaba en su inscripción que allí se conservaba la momia de Sethi I, aquella que Belzoni buscara en vano, en octubre de 1817, en el sepulcro original del faraón, en el Valle de los Reyes. El resplandor de su antorcha iluminaba, además, otros féretros e innumerables objetos preciosos del culto egipcio a los muertos que descuidadamente se veían esparcidos por el suelo y sobre los ataúdes. Brugsch seguía su exploración y frecuentemente tenía que abrirse paso con dificultad. De pronto se vio ante la verdadera cámara sepulcral, que parecía enormemente amplia a la luz mortecina de la antorcha. Los féretros estaban todos revueltos, en parte abiertos, en parte aún cerrados, y algunas momias yacían entre innumerables enseres y joyas. A Brugsch se le cortaba la respiración. ¿Sabía realmente que se le ofrecía un espectáculo como jamás antes lo hubiera contemplado ningún europeo?
Se hallaba ante los cuerpos auténticos de los príncipes más poderosos del mundo antiguo. Unas veces trepando, otras caminando libremente, constató que allí yacía Amosis I (1580-1555 a. de J. C.), que añadió a su gloria la expulsión definitiva de los «reyes pastores», aquellos bárbaros hicsos, con lo cual, sin embargo, según los estudios modernos, no coincide la marcha de los israelitas de Egipto; estaba la momia de Amenofis I (1555-1545 a. de J. C.), quien más tarde se convertía en el santo protector de la necrópolis tebana. Y, entre los innumerables féretros de gobernantes egipcios menos conocidos, halló por último —y entonces, emocionado por lo que veía, tuvo que sentarse durante un momento— las momias de las dos figuras reales más poderosas, el reflejo de cuya gloria ha llegado a nosotros sin los estudios de los arqueólogos, sin necesidad de ciencia histórica alguna a través de los milenios, sino de generación en generación, por los conductos más diversos, relatos y leyendas. Halló los cuerpos de Tutmosis II (1501-1447 a. de J. C). y de Ramsés II (1298-1232 a. de J. C.), llamado el Grande —en cuya corte se creía que se había educado Moisés, el legislador del pueblo judío y de Occidente—, los soberanos que gobernaron durante cincuenta y cuatro y sesenta y seis años, respectivamente, y que no sólo crearon sus Imperios con la sangre y las armas de sus súbditos, sino que supieron conservarlos mucho tiempo.
Cuando Brugsch, lleno de emoción, examinaba ávidamente las inscripciones de los féretros, sin saber apenas por dónde empezar, dio de pronto con la historia de las «momias ambulantes». Y delante de él surgió el macabro cuadro de aquellas noches en las que los sacerdotes habían sacado de sus tumbas a los faraones para protegerlos del robo y de la profanación y, después de varias estaciones, los habían colocado en nuevos sarcófagos, aquí en Der-el-Bahari, uno junto a otro. Con una mirada comprendió cómo entonces los había impulsado el miedo y la prisa, ya que algunas de las momias habían quedado sólo apoyadas, oblicuamente, en la pared. Y con verdadera emoción leyó más tarde, en El Cairo, lo que los sacerdotes habían confiado a los costados de los féretros: la odisea de los faraones muertos.