El sarcófago del rico Ti era antiquísimo y estaba ya terminado cuando en 2600 a. de J. C. los reyes Keops, Kefrén y Micerino acabaron de construir sus pirámides. Esta tumba, residencia de la muerte, tenía una variedad de decoración de que carecían los demás monumentos anteriores. Mariette, que ya sabía bastante sobre las costumbres funerarias de los antiguos egipcios, esperaba hallar también en ésta, además de joyas y toda clase de objetos de uso cotidiano, muchas esculturas y relieves narrativos. Pero cuanto vio en las salas y pasillos superaba con mucho a todo lo que hasta entonces había encontrado respecto a representación detallada de la vida cotidiana.
Al opulento señor Ti le interesaba mucho saberse rodeado, incluso después de la muerte, de todo lo que realmente le acompañaba en su vida, en el trato comercial y en el ajetreo cotidiano. Bien es verdad que él mismo se ve, en el centro de todas las representaciones, tres o cuatro veces más grande que sus esclavos y el pueblo, haciendo destacar así en proporciones físicas, su gran poder y significación respecto a los inferiores y desheredados de la fortuna.
Pero en las primeras pinturas murales tan estilizadas y lineales lo que interesa son los detalles, y así, en los relieves, no solamente vemos el ocio de los ricos, sino la preparación del lino, la actividad de los segadores, gentes que conducen asnos; trilladores y demás trabajadores en las faenas de la recolección; vemos también una representación de todas las fases de la construcción de barcos, hace cuatro milenios y medio; la tala de los árboles, el trabajo de las planchas, el manejo de la azuela, de la apisonadora y de la palanca. Distinguimos muy claramente las herramientas, y vemos que conocían la sierra, el hacha e incluso el taladro. Vemos también a fundidores de oro, y sabemos del trabajo en los hornos, donde a temperaturas muy altas se soplaba el vidrio; también vemos a escultores y a picapedreros, y a curtidores trabajando las pieles.
Pero también hallamos, y esta escena se repite siempre, el gran poder que ejercía un funcionario de la importancia del señor Ti. Los alcaldes de los pueblos, que vienen a liquidar con él las cuentas, son arrastrados y, ante su casa, les aprietan el cuello de manera violenta y terrible. Interminables filas de campesinos le traen donativos; muchos criados le llevan animales para el sacrificio y vemos cómo los matan. Tales pinturas entran de tal modo en todos los detalles que nos permiten reconocer la habilidad del jifero para sacrificar los toros hace cuarenta y cinco siglos. Y sobre todo, podemos estudiar la vida particular del señor Ti como si por una ventana contemplásemos su propia casa. El señor Ti en la mesa, el señor Ti con su esposa, con su familia, el señor Ti cuando va a cazar aves, el señor Ti de viaje por el Delta, el señor Ti —y éste es uno de los relieves más hermosos— en una excursión por la espesura de un bosque de papiros.
El señor Ti está de pie, en una barca que se desliza por el agua, mientras los remeros atados se inclinan sudorosos. Arriba, en la espesura de las copas, vuelan los pájaros. El agua en la cual se boga está llena de peces y otros animales del Nilo. Una barca se adelanta. La tripulación lanza arpones contra las nucas grasientas de los rinocerontes, uno de los cuales muerde a un cocodrilo. Esta representación, a pesar de lo cerrado de la composición y de la claridad y seguridad de sus líneas, oculta un hecho terrible para nosotros, hombres del siglo XX: el señor Ti no solamente anda por la espesura de los bosques de papiros, sino que continúa abriéndose paso por la más cruda realidad de la vida.
En la época de Mariette, el valor inestimable de estas pinturas no residía en lo artístico, sino en el hecho de consistir en trabajos que delataban los detalles más íntimos de la vida cotidiana de los antiguos egipcios, porque no solamente nos enseñan lo que hacían, sino también cómo lo hacían. Gracias a ellas conocemos la característica de tales trabajos cuidadosamente ejecutados, aunque con medios muy elementales y rudimentarios en cuanto al procedimiento técnico empleado para vencer las dificultades materiales. Allí todo se hacía recurriendo a ingente cantidad de esclavos, y así, teniendo en cuenta estos métodos, nos parece más sorprendente que aquellos hombres llegaran a construir las pirámides. Pero en la época de Mariette aquello parecía sumamente enigmático. Estos métodos de trabajo son los que vemos no solamente en la tumba de Ti, sino también en la de Ptahhotep, alto dignatario, e igualmente en la de Mereruka, descubierta cuarenta años después, todas ellas situadas cerca del
Serapeum
. Algunos decenios más tarde aún se exponían en las columnas de la Prensa, en la literatura profesional y en los relatos de viajes, las más fantásticas hipótesis imaginadas por Mariette sobre los procedimientos secretos que los egipcios podrían haber empleado para construir sus ciclópeos edificios. Este enigma, que no encerraba ningún misterio, lo resolvería definitivamente un hombre que, cuando Mariette excavaba en el
Serapeum
, acababa de nacer en Londres.
Ocho años después de aquel día en que Mariette echó su primera mirada, desde la ciudadela de El Cairo, sobre el antiguo Egipto, ocho años en que viera por todas partes durante sus excavaciones la gran liquidación de antigüedades egipcias que se practicaba, aquel hombre llegado al país del Nilo para comprar papiros logró lo que parecía su tarea fundamental: fundó en Bulak el Museo Egipcio, y, poco después, el virrey le nombró director de la «Administración de Antigüedades egipcias» e inspector supremo de todas las excavaciones.
El museo fue trasladado en 1891 a Gizeh, y en 1902 asentaba su sede definitiva en El Cairo, cerca del gran puente del Nilo, construido por Dourgnon a fines de siglo en un estilo arcaizante muy bien logrado. El museo no era sólo una colección; era también un departamento de intervención. Todo cuanto a partir de entonces se descubría en Egipto, se encontraba por azar, o como resultado de excavaciones realizadas según un plan, pertenecía al Museo, a excepción de algunos ejemplares sueltos que se cedían a los excavadores serios, arqueólogos y hombres de ciencia de toda clase, a manera de gratificación honorífica. Así, Mariette logró interrumpir aquella almoneda, aquel saqueo de antigüedades, y él, francés de nacionalidad, conservó para Egipto lo que según la ley natural tenía que pertenecerle. Egipto, agradecido, le erigió un monumento en los jardines que se hallan ante el Museo, llevó allí su cadáver y lo enterró en un bello sarcófago de mármol.
Su obra creció al cundir su ejemplo. Sus sucesores, los directores Grébaut, Morgan Loret y especialmente Gastón Maspero, organizaron todos los años expediciones arqueológicas. Con Maspero, el Museo se vio envuelto de un incidente criminal muy comentado; mas esto pertenece al capítulo que dedicamos a las tumbas reales. Antes hablaremos en otro capítulo del hombre que hace el número cuatro en la lista de los grandes egiptólogos que crearon los cimientos de esta ciencia, un famoso arqueólogo inglés que se trasladó a Egipto cuando Mariette estaba próximo a la muerte.
PETRIE Y LA TUMBA DE AMENEMHET
Asombra la abundancia con que se han dado en la arqueología los talentos precoces. Schliemann, simple chico de una tienda de ultramarinos, habla media docena de idiomas; Champollion, a los doce años de edad, da su opinión en cuestiones políticas; Rich llamaba ya la atención a la edad de nueve años. Y de William Matthew Flinders Petrie, el gran medidor e intérprete de este grupo de arqueólogos, nos refiere una noticia biográfica que a la edad de diez años se interesaba extraordinariamente por las excavaciones egipcias, y que entonces pronunció la frase que durante toda su vida había de tener por lema: ponderando bien la veneración de lo antiguo y la curiosidad de saber, había que «rascar» la tierra egipcia grano a grano, no solamente para ver lo que escondía en sus profundidades, sino también para reconocer cómo había sido antaño lo ahora oculto, cuando vivió a la luz del sol. Tal dato, que no ha podido ser comprobado, pero que yo divulgo por ser curioso, apareció en Londres en el año 1892, cuando Flinders Petrie fue elegido profesor del University College, a la no muy temprana edad de treinta y nueve años.
Lo cierto es que, ya en su juventud, iban ligadas a su interés por las antigüedades una serie de aficiones que hasta entonces raras veces se habían dado unidas y que más tarde le serían de suma utilidad. Le entusiasmaban los experimentos propios de las ciencias naturales, se interesaba por la química y rendía un verdadero culto a lo que, desde Galileo, constituía el fundamento de las ciencias exactas, es decir, la matemática métrica. Al mismo tiempo, recorría las tiendas de antigüedades de Londres, examinaba las menores huellas del trabajo que ofrecía el objeto, y, aún alumno, se quejaba de que en el terreno de la arqueología, especialmente en el ámbito de la egiptología, todavía faltaran trabajos fundamentales, básicos.
Lo que Petrie echaba de menos siendo alumno, lo realizó él cuando fue mayor. Sus publicaciones científicas comprenden noventa tomos. Su «Historia de Egipto», en tres volúmenes (1894-1905), es la obra precursora de todos sus trabajos posteriores, llevados a cabo con una riqueza de exploración extraordinaria. Su gran relato «Diez años de actividad de investigador en Egipto, 1881-1891», publicado en 1892, constituye aún hoy día una lectura emocionante
Petrie, nacido el 3 de junio de 1853 en Londres, empezó su actividad de explorador de antigüedades en Inglaterra, publicando primero unos trabajos sobre Stonehenge, la famosa estación neolítica. Pero ya en 1880 marchó a Egipto. Contaba entonces veintisiete años; con algunas interrupciones, estuvo excavando durante cuarenta y seis años, o sea hasta el año 1926.
Halló la ciudad griega de Naucratis. De los montones de escombros de Nebesche, liberó uno de los templos de Ramsés. Cerca de Kantara, adonde antaño conducía la gran calzada estratégica de Egipto a Siria, y hoy aterrizan en una gran explanada los aviones, arañando en la arena extrajo de las «colinas de los enterradores» un campamento de mercenarios de Psamético I, e identificó el lugar que los griegos denominaban Dafne y los hebreos Tachpanches. Por último, se trasladó donde doscientos años antes, en 1672, el primer occidental curioso, el padre Vansleb, de Erfurt, ya había investigado: ante las ruinas de las dos colosales estatuas del rey Amenofis III, ya citado por Heródoto.
Los griegos las llamaban «columnas de Memnón». Cuando la madre Eos surgía del horizonte, su hijo Memnón gemía y se quejaba en un tono nada humano, pero que emocionaba a cuantos lo oían. Estrabón y Pausanias hablaban de ello. Mucho más tarde aún, Adriano (130 de nuestra era) visitó Egipto en compañía de su esposa para oír los lamentos de Memnón; y, en efecto, fueron recompensados, pues pudieron oír un sonido que les emocionó como ninguna otra cosa hasta entonces en su vida. Septimio Severo mandó restaurar la parte superior de las estatuas con bloques de asperón y el sonido desapareció. Hoy día, aún no podemos dar una explicación exacta de tal fenómeno, pero no hay duda de que se producía.
Era labor del viento y de los siglos. Vansleb vio todavía por lo menos la parte inferior de una estatua. Petrie solamente ruinas, por lo que no pudo más que valorar la altura de cada una de las figuras reales que allí habían asombrado al mundo antiguo con su gigantesco tamaño y su fenómeno acústico. Eran de unos doce metros. En el coloso meridional, la longitud del dedo corazón de una de las manos es de 1,38 metros.
Finalmente, no muy lejos de allí, Petrie encontró la entrada de la tumba de la Pirámide de Hauwara y también el sepulcro perdido de Amenemhet y de su hija Ptah-Nofru. También este hallazgo merece, aún hoy, la pena de ser narrado detenidamente.
En este libro no destinado a la biografía de Petrie, no podemos extendernos en la enumeración detallada de todas sus excavaciones. Petrie estuvo excavando durante toda su vida. No se especializó como Evans, que dedicó veinticinco años exclusivamente al estudio del palacio de Cnosos, sino que removió todo el suelo de Egipto y se asomó a tres milenios de historia humana desaparecida. Y lo característico de él es que se convirtió en el mejor conocedor de los detalles más insignificantes e íntimos que podía ofrecer la investigación en Egipto, es decir, de la cerámica y de la escultura menor, con lo cual trazó una nueva orientación, siendo el primero en aplicar el estudio de las artes menores para las determinaciones cronológicas, a la vez que conoció lo más grande y sublime que ha sobrevivido hasta nuestros días: esos sepulcros inmensos que son las pirámides.
El lector que ha conocido, en estos últimos párrafos, más bien la anécdota que la historia, más la narración que la descripción científica de los acontecimientos, puede sentirse impaciente. Espero que los capítulos siguientes satisfagan su justo anhelo.
En el año 1880 se presentó un extraño europeo en el campo de pirámides de Gizeh. Después de explorar el terreno, halló una tumba abandonada, con evidentes señales de que alguien antes que él ya había practicado una entrada en su puerta —acaso, incluso, hubiera utilizado aquel lugar como depósito—. Este hombre extraño comunicó al servidor que le llevaba el equipaje que pensaba instalarse y vivir en tal tumba. Al día siguiente, ya estaba acomodado. Sobre un cajón montó una lámpara, y en un rincón colocó un hornillo. William Flinders Petrie estaba en su casa; y por la noche, a la hora de las sombras azules, el inglés, casi desnudo, trepaba por los escombros amontonados al pie de la gran pirámide, llegaba a la entrada y, cual un espectro más en aquellos espacios muertos, desaparecía en su extraño refugio, en un sepulcro ardiente. Pasada la medianoche, salía de nuevo de su guarida; con los ojos irritados, torturado por el dolor de cabeza, bañado en sudor, como hombre que salía de un horno encendido, se sentaba ante un cajón y copiaba los datos tomados en las pirámides, las medidas, los cortes transversales y longitudinales, los desniveles de los pasillos… Y con todo ello planteaba las primeras hipótesis.
¿Qué hipótesis? ¿Había algún secreto en aquella pirámide que aparecía abierta a la vista de todos desde hacía milenios? Ya Heródoto la había admirado —sin mencionar la Esfinge— y los antiguos habían dicho de ella que era una de las siete maravillas del mundo. Maravilla es, literalmente, algo inexplicable. Para el hombre del siglo XIX, el siglo de la ciencia, racionalizado, mecanizado, carente de fe y sin sentido de lo sublime y de todo lo que no tiene utilidad material, ¿no había de plantearle problemas asombrosos la simple existencia de las pirámides?