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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (24 page)

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Sistemáticamente, recorrió el camino que habían seguido los profanadores. Se veía ante los mismos obstáculos con que tropezaron ellos. Y cada vez consultaba con su propia inteligencia. Pero no era su inteligencia ni su experiencia la que le daba la solución que antes hallaron los ladrones. ¿Qué instinto misterioso les había conducido por las innumerables trampas, ardides y engaños proyectados por los arquitectos faraónicos?

Ahí había una corta escalera que terminaba en una antesala ciega. Quizá los ladrones habían supuesto que la salida era el techo mismo de la cámara, pues todo él constituía una trampa inmensa. Y ellos la habían deshecho fatigosamente, como los cacos modernos se afanan en forzar las cajas de caudales. Pero ¿dónde se hallaban entonces? En un pasillo, lleno de macizos bloques de piedra. Petrie, con su pericia, era el único que podía valorar todo el trabajo que requería el despejar simplemente esta galería. Y podía imaginarse la desilusión de los profanadores cuando, después de resuelta una gran dificultad, tropezaban de nuevo con otra estancia sin salida, y luego, eliminados los obstáculos, con una tercera cámara sin puerta también.

Por último vaciló. ¿Se vería obligado a valorar, más que su propio tesón y ciencia, el instinto de los que habían vencido todas las dificultades? No cabía duda: aquéllos habían tenido que cavar durante semanas, meses, incluso durante un año o más. Y ¿en qué circunstancia? Acaso bajo el miedo a los guardianes, a los sacerdotes, e incluso a los visitantes que constantemente traían las ofrendas y sacrificios al gran Amenemhet. ¿O acaso había sucedido de otro modo? La vanidad de Petrie, este hombre que tuvo que usar de tanto ingenio y experiencia para vencer las dificultades planteadas por los antiguos arquitectos para proteger a los reyes de los profanadores futuros, ese su ambicioso orgullo le obligaba a negar que el ingenio de unos vulgares salteadores hubiera bastado hacía siglos para descubrir tan complicados caminos. Tal vez, y de ello ofrecía indicios la literatura egipcia, los ladrones hubieran gozado, por así decir, de una complicidad profesional. Acaso los sacerdotes y los guardianes mismos les hubieran ayudado, trasmitiéndoles sus conocimientos secretos, indicaciones, datos y apoyo. Acaso se hubiese tratado de funcionarios fácilmente vulnerables al cohecho y a la corrupción. Así llegamos al gran «capítulo de bandidos» de la historia egipcia, que empezó ya en tiempos muy remotos y que halla su continuación en el Valle de los Reyes, continuación emocionante que no ha mucho alcanzó su punto culminante en un hecho criminal que, más que de la realidad, parece sacado de una moderna novela policíaca.

Capítulo XIV

LADRONES EN EL VALLE DE LOS REYES

A principios del año 1881, un americano rico, interesado por el arte, remontó las aguas del Nilo hasta Luxor, población situada frente a la antigua ciudad regia de Tebas. Pretendía comprar algunas antigüedades. Despreciaba el comercio oficial, demasiado severamente dirigido desde la influencia de Mariette, y solamente se fiaba de su instinto, que le impulsaba a buscar por la noche, en las callejuelas oscuras, las trastiendas de los bazares y donde, finalmente, se puso en contacto con un egipcio de tez oscura que le ofreció algunos objetos aparentemente auténticos y de gran valor.

Permítase un breve comentario al método del americano. Hoy, ya todos los guías del turismo previenen a sus clientes sobre la compra clandestina de antigüedades. Y con razón, ya que la mayoría de esas llamadas antigüedades son obra de la moderna industria doméstica egipcia o incluso importadas de Europa. Con gran habilidad, los comerciantes imitan la autenticidad de los objetos. Así, incluso una persona tan entendida en arte como el historiador alemán Julius Maier-Graefe fue víctima de un engaño por el año 1920. Acompañado por un guía que entendía bien el negocio, halló en la arena, como por azar, una pequeña escultura. El hecho de que fuese él mismo quien la encontrara hízole creer que, en efecto, se trataba de un auténtico objeto antiguo, y bien escondida llevó la pequeña obra de arte al hotel. Más tarde, para que le hicieran una peana donde colocarla, fue en busca de un negociante y le consultó sobre el ejemplar. Aquél sonrió. Y Julius Maier-Graefe escribe: «El comerciante me hizo pasar a la trastienda, allí abrió un armario y me enseñó cuatro o cinco ejemplares idénticos, todos ellos cubiertos de arena milenaria. Procedían de Buzlau, pero él los había comprado al representante de la casa en El Cairo, un comerciante griego».

No sabemos por qué extraño y divertido hado, además de las falsificaciones «profesionales», la ciencia ha de enfrentarse también con otras sorpresas. Veamos, por ejemplo, el relato autobiográfico del famoso autor contemporáneo francés André Malraux, antes comisario en China y después ministro de Cultura del general De Gaulle. Por no ofrecer ninguna clase de duda, aunque naturalmente no debe ser tomado como regla general, es por lo que lo contamos aquí, sólo a título de hecho curioso. En el año 1925, Malraux conoció en un bar de Singapur a un coleccionista ruso que viajaba a expensas del Museo de Boston para comprar objetos de arte. Tras la primera conversación, en la que el ruso se mostró muy locuaz, le enseñó cinco pequeños elefantes de marfil, escalonados en su tamaño, comprados a un hindú.

«—Vea usted, amigo mío: voy comprando pequeños elefantes, y cuando hacemos excavaciones los meto en los sarcófagos abiertos antes de volverlos a cubrir de nuevo con tierra. Dentro de cincuenta años, cuando otras personas vuelvan a abrir estos sarcófagos, hallarán mis elefantes patinados y roídos por la humedad y se romperán la cabeza… Me gusta gastar estas bromas a mis sucesores en la tarea investigadora. En una de las torres de Angkor-Wat he grabado en sánscrito una inscripción un tanto incidental; cuando esté bien sucia, parecerá antiquísima. Y no faltará algún listo que la descifre. Hay que reírse un poco de la gente…».

Dejemos nuestra digresión y volvamos al americano, que como egiptólogo era un simple aficionado, aunque con algunos conocimientos. Por eso, una oferta del egipcio le emocionó un tanto y, sin tomar en consideración el principio de que se debe regatear siempre que se trate de orientales, adquirió un papiro; nunca hasta entonces había visto ninguno tan bien conservado y bello. Lo guardó en la maleta y, burlando la aduana y la inspección policíaca, marchó de Egipto precipitadamente. Llegado a Europa, apresuróse a hacer examinar el papiro por un experto, y entonces supo que, en efecto, no solamente había comprado un objeto de preciosa rareza, sino que además —aunque involuntariamente— había puesto de actualidad un problema muy extraño.

Pero antes de contarlo en detalle tenemos que estudiar, siquiera sea brevemente, la rarísima historia del Valle de los Reyes.

El llamado Valle de los Reyes, o los «Sepulcros de los Reyes de Biban-el-Muluk», se halla situado en la orilla occidental del Nilo, frente a Karnak y Luxor, ciudades donde se encuentran las inmensas salas hipóstilas y los templos del Imperio Nuevo, en esa amplia comarca, ahora devastada, que antaño albergó la necrópolis tebana. Allí surgió durante el Imperio Nuevo la necrópolis para los muertos distinguidos y, junto a ella, también los templos dedicados a los faraones y al dios Amón.

Para la administración y ampliación constante de esta gigantesca ciudad de los muertos se necesitaba numeroso personal, que estaba bajo la dirección de un funcionario especial que ostentaba el pomposo título de «Príncipe del ocaso y jefe de los mercenarios de las necrópolis». Los soldados de guardia residían en cuarteles; y en bloques de casas que llegaron a ocupar la extensión de pueblos, vivían los obreros de la construcción, canteros, pintores, artistas de toda clase y embalsamadores y momificadores: en una palabra, todos cuantos guardaban la parte mortal y los que creaban la envoltura eterna del
ka
.

Esto, como se ha dicho, sucedió en la época del Imperio Nuevo, cuando reinaban los hombres más poderosos que han gobernado Egipto, los «hijos del Sol» Ramsés I y Ramsés II.Eran los años de la XVIII dinastía, y sobre todo los de la XIX, aproximadamente de 1350 a 1200 antes de Jesucristo. Fue, pensando en las analogías de Spengler, lo que podríamos llamar el dominio de la civilización casi pura, el desarrollo del «cesarismo». Lo mismo que sucedió después en la Roma de los Césares, cuando la arquitectura heredada de Grecia derivó hacia lo colosal, exactamente igual la grandeza piramidal de los antiguos egipcios desembocó posteriormente en las fastuosas y gigantescas construcciones de Karnak, de Luxor y de Abidos; así sucedió también con Senaquerib, en Nínive, la «Roma asiria», y lo mismo se repitió —según Spengler— con el César chino Hoang-ti, y hacia el año 1520 en los gigantescos edificios indios. Era la época en que la cultura egipcia experimentó lo que sucede ahora entre nosotros, en los países occidentales, en relación con el Nuevo Mundo en torno a Nueva York, la ciudad de los rascacielos.

En un principio, cuando iba creciendo, esta ciudad de los muertos —la mayor necrópolis conocida—, especialmente al comienzo de la actividad constructiva en el Valle de los Reyes, recibió el impulso del rey Tutmosis I (1545-1515 a. de J. C), que fue decisivo para la evolución posterior de la historia de Egipto y de su arte, sirviendo para fijar la fecha en la cual la primitiva cultura egipcia, tradicional, animada, se transformaba en otra forma de cultura que negaba toda tradición y carecía de alma y de forma orgánica.

Sea como fuere, Tutmosis I fue el primer rey que decidió separar su sepulcro del templo de los muertos, llevándolo a una distancia de kilómetro y medio, y ordenó que no se enterrase su cadáver en el fastuoso templo que se percibe desde muy lejos, sino en una cámara oculta en las rocas.

Quizá esto no nos parezca demasiado interesante. Pero tal decisión de Tutmosis suponía la ruptura brusca y violenta de una tradición de diecisiete siglos, ocasionando a su
ka
, y con ello a su posibilidad de supervivencia ultraterrena, unas dificultades imprevistas, al separar el sepulcro del templo donde los días de fiesta se hacían las ofrendas, tan necesarias para la existencia del
ka
. En cambio, y éste era el motivo externo de su decisión, a Tutmosis le parecía que con tales medidas ganaría una seguridad que no habían tenido sus antecesores, como lo demostraba la experiencia de los muchos sepulcros violados. Lo que le impulsaba a tal determinación y a dictar tales órdenes a su arquitecto Ineni, fue el pavoroso miedo que sentía ante el peligro de la destrucción de su momia, ante la violación de su sepulcro; miedo que existía a pesar de toda la corrupción racionalista, a pesar de que la religión se había hecho más mundana —la XXI dinastía era teocrática y la formaban sacerdotes de Amón, «reyes sacerdotes», cuyo poderío en el Estado había ido en aumento constantemente. A principios de la dinastía XVIII, de Tebas, no existía en todo Egipto casi ningún sepulcro real que no hubiera sido profanado, apenas una momia famosa que no hubiera sido despojada de parte de su «armadura mágica», con lo cual había sido violada para siempre. Y rara vez los ladrones de tumbas pudieron ser apresados, aunque sí sorprendidos y obligados a abandonar parte de su botín. Quinientos años antes de Tutmosis, un salteador que acababa de despedazar la momia de la esposa del rey Zer para poderla transportar mejor, fue sorprendido y escondió apresuradamente uno de los brazos disecados en un hueco de la pared del sepulcro, donde fue hallado por arqueólogos egipcios en el año 1900. Estaba intacto y bajo las vendas llevaba aún un precioso anillo de amatista, perlas y turquesas.

Ineni era el nombre del primer arquitecto de Tutmosis. Sólo podemos imaginarnos cómo debió de ser la emocionante escena de la entrevista entre el faraón y su arquitecto. Una vez adoptada la grave decisión de romper con la tradición milenaria, Tutmosis creería seguramente haber hallado solución para eludir el trágico destino de sus antecesores. Y esta solución debía ser guardada en el mayor secreto, y en secreto absoluto también debían mantenerse el lugar de la construcción y la disposición del sepulcro.

Por un acto de vanidad del arquitecto Ineni, sabemos hoy cómo se llevó a cabo la obra. En las paredes de su propia cámara sepulcral hizo representar la descripción detallada de su vida, relatando los pormenores sobre la construcción del primer sepulcro en forma de pozo o cisterna. Dice: «Yo solo vigilaba la construcción del sepulcro de Su Majestad. ¡Nadie lo veía, nadie lo oía!». Sin embargo, un arqueólogo moderno, uno de los hombres que mejor conocen el Valle de los Reyes y las dificultades de la construcción en este lugar, Carter, calcula que el número de obreros que sin duda empleó Ineni sobrepasaba el centenar. Y escribe con toda naturalidad: «Como es lógico, los cien o más obreros que sabían el secreto más querido del rey no podían moverse libremente, y con seguridad Ineni empleaba los medios más eficaces para mantener su silencio. Lo más probable es que las obras fuesen ejecutadas por prisioneros de guerra, que una vez acabado su trabajo fueron asesinados».

Pero, nos preguntamos, ¿acaso la radical ruptura con la tradición dio el resultado apetecido por Tutmosis? Su tumba, la primera en el Valle de los Reyes, se halla en la pendiente escarpada de un rincón solitario oscuro. Se horadó una escalera en la roca y después se hicieron otros pozos de la misma forma que, durante quinientos años, se habían construido los sepulcros de los faraones. Los griegos, por la semejanza de estos pozos con la famosa flauta alargada de los pastores, la
syring
o
sirringa
, los llamaban «siringas». Estrabón, el viajero griego del siglo I a. de J. C., describía ya cuarenta «sepulcros dignos de ser visitados».

No sabemos por cuánto tiempo Tutmosis gozó realmente de reposo. Sólo podemos decir que, calculado con los hitos de la historia egipcia, no puede haber sido demasiado. Juntamente con la momia de su hija y otras, la de Tutmosis fue secuestrada una vez, no para robarla, sino para resguardarla de los ladrones, porque su sepulcro ni siquiera en las rocas parecía seguro, por lo cual los reyes se disponían a ir juntando cada vez más los sepulcros de sus predecesores. Así, el personal de la guardia podía concentrarse y la atención no estaba repartida, a pesar de lo cual los ladrones seguían cometiendo sus fructíferas fechorías.

En la tumba de Tutankamón penetraron los profanadores a los diez o quince años de su muerte. En la tumba de Tutmosis IV, pocos años después de su fallecimiento, los ladrones dejaban incluso sus tarjetas de visita grabadas en la pared y destrozaban la tumba de tal forma que un siglo después, en el año VIII de su gobierno, el piadoso Horemheb ordenó al funcionario Kej que «restableciese el lugar de sepultura del rey Tutmosis IV, el Bienaventurado, en la preciosa morada de la Tebas occidental».

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