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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (22 page)

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Todo el mundo sabía que las pirámides eran tumbas, panteones, sarcófagos gigantescos. Pero ¿qué es, válgannos los dioses, lo que había inducido a los faraones a edificar sus tumbas en unas proporciones sin igual en el mundo? Así se opinaba entonces, al menos. Hoy día se conoce América Central y se sabe que en la jungla del país de los toltecas sucedía algo por el estilo. ¿Qué es lo que les había impelido a convertir su panteón en una fortaleza de accesos ocultos, puertas disimuladas y falsos pasillos que terminaban de modo insospechado ante un bloque de granito? ¿Qué había inducido a Keops a levantar sobre su sarcófago aquella mole pétrea de dos millones y medio de metros cúbicos de piedra caliza? El inglés que, noche tras noche, medio ciego, respirando con dificultad en el aire reseco de aquellos pasillos medio derruidos, iba trabajando penosamente, estaba decidido a resolver el enigma de la pirámide con los métodos científicos propios de su siglo, los secretos de su construcción y su forma arquitectónica, y todo lo que surgía como problema para él, que constantemente la contemplaba. Muchos de estos resultados han ido hallando su confirmación, y otros han sido rechazados después por nuevas investigaciones. Cuando ahora hablamos de las pirámides, no aprovechamos solamente lo que antaño descubriera Petrie, sino que al indicar las cifras nos servimos de los resultados de investigaciones más modernas. Pero si queremos seguir paso a paso las huellas de los que se han interesado por el trabajo de aquellos faraones, incluso las huellas de los ladrones que sólo anhelaban el tesoro escondido, tendremos que seguir los pasos de Petrie.

Nos hallamos en una época separada de la nuestra por más de cuatro milenios y medio. Del Nilo se va acercando una masa de esclavos desnudos, de tez blanca y morena, narices chatas y labios gruesos, todos con el pelo cortado al rape. Exhalando un olor a aceite malo y sudor, a cebollas y ajos —según Heródoto, se pagó únicamente para alimentar a todos los que trabajaron en la pirámide de Keops una suma equivalente a setenta millones de pesetas actuales—, gritando y gimiendo bajo el látigo de los capataces, caminaban sobre las losas pulidas de la carretera que se extendían desde el Nilo hasta el lugar de la construcción; gemían por el roce de las sogas que laceraban sus hombros al arrastrar los pesados bloques que se deslizaban lentamente sobre rodillos. Cada una de aquellas piedras medía más de un metro cúbico. Por encima de sus lamentos, sus aullidos, su agonía, la pirámide iba creciendo. Creció durante veinte años. Cada vez que el Nilo desencadenaba sus oleadas de fango, que era cuando no se podía trabajar, se aprovechaba la ocasión para reunir de nuevo a centenares de miles de hombres para Keops, para la construcción de su sepulcro, que se llamaba «Echet Chufu»: horizonte de Keops.

La pirámide iba tomando altura. Fueron transportados 2.300.000 bloques de piedra que fueron amontonados a fuerza de energías humanas. Cada uno de los cuatro lados medía más de 230 metros. La tumba de un faraón tiene casi la misma altura de la catedral de Colonia, más que la de San Esteban, de Viena, y mucha más que la basílica de San Pedro, de Roma, la mayor iglesia de la cristiandad, que juntamente con la catedral de San Pablo, de Londres, podría colocarse holgadamente dentro de la tumba del faraón egipcio. Todos los muros, construidos con roca y piedra caliza extraída de las márgenes del Nilo, comprenden 2.521.000 metros cúbicos, levantados en una superficie básica de casi 54.300 metros cuadrados.

Hoy día se va a aquellos parajes con el tranvía del disco 14, que deja muy cerca del campo de las pirámides, y allí los visitantes son recibidos por dragomanes, acemileros y camelleros vocingleros que les piden hachich. Ya se han extinguido los rumorosos lamentos de los esclavos, el viento del Nilo se ha tragado el restallido de los látigos y ha aventado el tufo de sudor. De todo aquello ha quedado la obra, esa inmensa construcción. ¿Una? No, muchas; pues hoy día, si subís a la pirámide de Keops, que es la mayor y más alta, y miráis el Sur, a la izquierda veréis la Esfinge; a la derecha, la segunda y tercera pirámides, la de Kefrén y de Micerino, las dos de gran tamaño, y, en la lejanía, otro grupo de monumentos gigantescos de los faraones, que son las pirámides de Abusir, de Sakkara y de Dachur. Las ruinas dan testimonio de muchas otras que existieron. La pirámide de Abu Roach ha sido explorada de tal modo que, desde arriba, se pueden ver las cámaras mortuorias que antaño estuvieron cubiertas por mil toneladas de pesadas piedras. La pirámide de Hauwara —en cuyos pasillos llenos de fango, Petrie siguió, en 1889, las huellas de los ladrones— y la de Illahum, construida de ladrillos sin cocer, han sido corroídas por el tiempo. Y la «falsa pirámide», «el Haram el Kaddab», como la denominaron los árabes, porque les parecía completamente distinta de todas las demás, situada cerca de Medum, ofrecía menor resistencia a la destrucción, a los embates del tiempo y de la arena. Y así, aunque quedó sin terminar, mide cuarenta metros de altura. Pirámides más antiguas, hasta la era de los faraones etíopes de Meroe. Son cuarenta y una pirámides las que forman el grupo septentrional del campo de Meroe y en ellas yacen treinta y cuatro reyes, cinco reinas y dos príncipes herederos. Pirámides construidas con sangre, sudor y lágrimas de multitudes esclavizadas. Sepulcros para unos pocos, que eran los únicos que contaban y que hicieron escribir para la eternidad su nombre, por centenares de millares de hombres sin nombre, en orgullosa piedra dirigida al cielo, ¿sólo para su gloria? ¿Por una voluntad de expresión monumental únicamente? ¿Nada más por la embriaguez del poderoso que ha perdido la medida de los demás mortales?

La intención que inspira la construcción de pirámides se halla en la especial fe religiosa de los egipcios. No en su creencia en los dioses —el número de dioses egipcios era inmenso—; tampoco en la sabiduría de sus sacerdotes, pues los ritos y los dogmas sufrieron alteraciones en su forma, lo mismo que los templos de los Imperios Antiguo, Medio y Nuevo; sino en el concepto fundamental de su idea religiosa, según la cual el camino del hombre seguiría más allá de su muerte corporal, hasta la eternidad. El más allá no es el cielo ni la tierra, y se halla poblado por los muertos, siempre que éstos se lleven todos los medios de vida que necesitan para su existencia, que es lo esencial. A esta existencia corresponde todo lo que antes les había acompañado en su vida terrenal. Un edificio sólido y alimentos para satisfacer el hambre y la sed; criados, esclavos y empleados; todos los objetos de uso diario. Pero lo más necesario era la conservación del cuerpo con una protección completamente segura ante toda influencia nociva. Sólo así era posible conseguir que el «alma», en egipcio
baj
, al volar libremente después de la muerte, pudiese volver a hallar en todo momento el cuerpo al cual pertenecía, así como su espíritu protector, el
ka
, personificación de su fuerza vital, nacido con él, pero que no perecía con la muerte del cuerpo, sino que seguía viviendo, para dar al ser fallecido la fuerza necesaria en el más allá. En aquel más allá donde el trigo alcanza alturas de siete varas, pero que debe ser igualmente cultivado.

Esta idea se manifiesta en dos hechos: en la momificación del cuerpo muerto —que conocemos también en los incas, los maoríes, los jívaros y otros, aunque no en forma tan desarrollada ni mucho menos— y en la constricción de tumbas en forma de fortificaciones. Cada pirámide era una fortaleza destinada únicamente a proteger la momia en ella depositada y asegurada dos, o cinco, o diez veces contra todo enemigo, contra cada crimen posible y contra todo aquel que pretendiera perturbar la paz.

Millares de seres vivos eran sacrificados en aquellos trabajos forzados para dar perenne seguridad a un muerto en la vida eterna. El faraón que hacía construir su tumba durante diez, quince o veinte años, derrochaba las energías del pueblo, y además se arruinaba él mismo, así como también a sus hijos y descendientes. También debilitaba la economía del Imperio por muchos años después de su muerte, pues su
ka
exigía unos sacrificios constantes y un servicio permanente de sacerdotes —un faraón previsor prescribía ya de antemano que se reservaran los ingresos de doce pueblos para los sacerdotes que tenían que celebrar los sacrificios por su
ka
,

La fuerza de la fe vencía todos los embates y resistencias de las razones políticas y morales. La obra de los faraones —y no solamente la de ellos, pues el de menos poder se contentaba con la
mastaba
, tipo de panteón también caro, mientras la gente del pueblo era enterrada en la arena— era el fruto de un egocentrismo inmensamente exagerado que desconocía toda preocupación por la comunidad. Las pirámides no tenían la utilidad colectiva de los edificios enormes de la cristiandad, las catedrales y basílicas, ni servían para la piadosa reunión de los fieles; ni como las torres babilónicas, los
zigurats
, que eran sede de los dioses y santuario para todos. Las pirámides servían, esencialmente, sólo a uno: el faraón allí enterrado. Sólo a su cuerpo muerto, a su alma, a su
ka
.

No obstante, hay un hecho que llama la atención: el tamaño de los monumentos que mandaron construir los reyes de la IV dinastía, hace cuarenta y siete siglos, sobrepasa las medidas que prescribía la fe, la religión y hasta la seguridad. Posteriormente, observamos que muy pronto la construcción de pirámides perdió tal importancia, y esto en épocas en las que gobernaban faraones tan absolutos como Sethi I y Ramsés II, que incluso se identificaban con Dios más que los gobernantes anteriores y distaban más aún de la masa de los súbditos que los antiguos Keops, Kefrén y Micerino. Hay un motivo, bien es verdad que demasiado materialista para que pudiera satisfacernos del todo, que podría darnos la explicación de por qué cesaron los faraones de construir grandes pirámides. Es el hecho de que la audacia de los violadores de sepulturas para robar los objetos preciosos aumentó y de que en ciertos pueblos el robo se desarrolló durante unos siglos como una profesión de gran rendimiento; la compensación social que así buscaba el necesitado, frente a los siempre satisfechos, ya no garantizaba la seguridad de las momias en las pirámides, y esta evolución obligó a tomar medidas de protección completamente nuevas, por lo que construyeron tumbas de distinta forma.

La otra razón seguramente reside en la manera de enfocar morfológicamente la historia; viendo las culturas colocadas en una sinopsis de analogías cronológicas o, mejor dicho, de paralelismo entre los distintos estadios por ellas recorridos: un ascenso análogo y análoga decadencia. Y así, se registra siempre el fenómeno de que después del despertar de la conciencia cultural de un pueblo se propende a la monumentalidad ilimitada. Así, por ejemplo, a pesar de todas las diferencias, hay una relación indiscutible entre el zigurat babilónico, las monumentales construcciones románico-góticas de las catedrales de Occidente y las pirámides de Egipto. Todos ellos surgen en un punto análogo en el comienzo de una evolución cultural en la cual, con fuerza desmedida, se tiende a lo inmenso. No olvidemos que las catedrales góticas primitivas se hacían tan grandes que en ellas cabían holgadamente todos los habitantes de la ciudad donde eran erigidas. Con fuerza arrolladora no se detiene ante el abismo que plantean los cálculos más elementales de la estática, con absoluto desprecio de las leyes más someras de la mecánica.

En el siglo XIX, era del progreso técnico, no se podía creer que esto hubiera sido posible. El científico occidental no podía afirmar que tales edificios pudieran haber sido construidos sin «máquinas», ni poleas, y probablemente sin cabrestantes ni grúas. Pero el irresistible impulso hacia la monumentalidad había vencido todas las dificultades, y la fuerza cuantitativa, multitudinaria, de la cultura primitiva, equivalía a la fuerza de calidad de la civilización posterior.

Las pirámides fueron edificadas por la fuerza de innumerables músculos humanos. En las canteras se practicaban, con un torno, unos agujeros y en ellos se colocaban unos tacos de madera mojados para que se hincharan y de este modo hacer saltar como si se emplease pólvora, los bloques de granito de los montes de Mokatam. Luego, por medio de rodillos, se los arrastraba y transportaba. Una hilera de piedra tras otra iban formando la pirámide. Uno de los más difíciles problemas arqueológicos ha sido el hecho de saber si se seguía un plan de construcción único o varios —Lepsius y Petrie sostenían dos opiniones contrarias—; pero las investigaciones más recientes se inclinan a favor de Lepsius, y se supone que había varios proyectos. El trabajo realizado por estas personas hace 4.700 años era tal que, como dice Petrie, se podían cubrir con el pulgar los errores en las medidas de longitud y en las junturas de las piedras de la Gran Pirámide. Disponían los bloques de piedra de tal manera, que, hace ochocientos años, el escritor árabe Abd-el-Latif observaba lleno de admiración lo que aún hoy todo viajero, acompañado por un guía de agencia, puede comprobar en la gran sala de la pirámide de Keops, a la luz de magnesio y por medio de la cámara fotográfica: que allí se ejecutaba un trabajo maestro, ya que ni por las rendijas de unión de los bloques se podía «introducir ni una aguja ni un pelo». Y los antiguos constructores variaban esta técnica cuando en la cámara mortuoria propiamente dicha, para descargar el peso del enorme techo de granito, proyectaban encima cinco espacios vacíos. Aunque —como dijo un crítico erróneamente—, según cálculos modernos, con uno habría bastado, no debe olvidarse que en nuestra época de las vigas de doble T y soportes analizados por rayos infrarrojos, no sólo se construyen nuestros puentes con un incremento de seguridad de cinco, sino de hasta ocho o doce veces sobre lo previsto.

Las pirámides seguirán en pie aún por mucho tiempo. De la de Keops tan sólo ha desaparecido el pico, formándose una meseta de unos diez metros cuadrados en su altiva cima. En la parte exterior se ha desprendido el revestimiento liso consistente en una capa externa de fina piedra caliza de Mokatam, con lo cual queda al descubierto la piedra amarillenta de la obra maciza. Pero la pirámide sigue desafiando los siglos. Y, lo mismo que ella, muchas otras. Ahora bien, ¿dónde están los reyes que buscaron dentro de ellas la seguridad, el refugio libre de angustias para su cuerpo y su
ka
?

Aquí, el orgullo de los faraones se vio castigado por una trágica justicia, bien merecida. Los que no reposaban en fortalezas de piedra, sino en las mastabas, simples panteones bajo la tierra, o se tostaban en sencillas tumbas de arena, gozaban de más protección que los altos gobernantes. Los salteadores han burlado la ilimitada previsión de muchos de ellos. El sarcófago de granito de Keops fue violado y está vacío, no sabemos desde cuándo. El sarcófago lo halló ya Belzoni, en 1818, con la tapa rota y lleno de piedras. La tapa del sarcófago de basalto de Micerino, tan ricamente ornamentada, faltaba ya por el año 30 del siglo pasado, cuando el coronel Vyse encontró la cámara mortuoria del sepulcro; algunas partes del féretro interior de madera aparecían esparcidas por la estancia superior, y con ellas algunas partes de la propia momia real. El barco que transportaba el sarcófago a Inglaterra se hundió después ante las costas españolas.

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