Belzoni no fue el primero que excavó en el Valle de los Reyes, ni tampoco el primero en buscar la puerta de entrada de una pirámide. Sin embargo, aunque le guiaba más el interés del oro que el de la ciencia, fue el primero que en los dos lugares, ante la cámara mortuoria y la pirámide, se preocupó de los problemas arqueológicos que aún hoy día, en los mismos lugares, se mantienen en pie sin resolver.
Belzoni se trasladó en 1820 a Inglaterra y organizó una exposición en Londres, en el Egipcius Hall de Piccadilly, construido ocho años antes.
El sarcófago de alabastro y un modelo de la tumba de Sethi I fueron los ejemplos de más categoría. Pocos años después, en un viaje de exploración a Tombuctú, falleció. Por su labor realizada, sin merecer que se le perdone la infantil tontería de perpetuar su nombre en el «Ramesseum» de Tebas, en el propio trono de Ramsés II, tontería que imitaron tantos otros Mr. Brown, Herrn Schmidt y Messieurs Blanc, «coleccionistas», para gran disgusto de los arqueólogos.
Belzoni no fue más que un gran coleccionista. Para coronar su labor hacía falta un ordenador y clasificador. Y éste fue Lepsius.
Alexander von Humboldt, viajero e investigador, fue quien sugirió al rey Federico Guillermo IV de Prusia —más fecundo en planes que en hazañas— que concediese los medios necesarios para una expedición cuyo director fue Richard Lepsius, que entonces contaba solamente treinta y tres años. La elección no podía ser más acertada.
Lepsius, nacido en Naumburg en 1810, había estudiado Filología y se graduó a los veintitrés años. A los treinta y dos consiguió un puesto como profesor supernumerario en Berlín. Un año después, tras una preparación de dos años, emprendió el viaje.
Se había calculado que la expedición duraría tres años, de 1843 a 1846, ya que para ello se contaba con lo que hasta entonces no había dispuesto ninguna otra expedición: ¡tiempo! No era la única preocupación el lograr un botín rápido, sino también explorar, comprobar e iniciar excavaciones allí donde se atisbara el éxito. Así, sólo en Menfis se ocuparon seis meses, y en Tebas siete. Si pensamos que en nuestro siglo se emplearon en una sola tumba, la de Tutankamón, varios años, nos parece escaso el tiempo que Lepsius destinaba a unas zonas tan enormes de ruinas; pero entonces el tiempo contaba mucho.
Los primeros éxitos que Lepsius logró tuvieron como consecuencia el descubrimiento del Imperio Antiguo en numerosos monumentos. (Llámase Imperio Antiguo al período primitivo de Egipto que se extiende aproximadamente desde el año 2900 hasta el 2270 a. de J. C., época de los faraones constructores de pirámides). Lepsius halló huellas y restos de treinta pirámides hasta entonces desconocidas, con lo cual el número de ellas se elevó a sesenta y siete. A ello se debe añadir una clase de tumbas hasta entonces completamente ignoradas, las llamadas
mastabas
(cámaras mortuorias en forma de diván,
mastaba
) de los nobles del Imperio Antiguo, ciento treinta de las cuales fueron examinadas y reconocidas por Lepsius. En Tell-el-Amarna dio con la figura del gran reformador religioso Amenofis IV. Y fue el primero en efectuar mediciones en el famoso Valle de los Reyes. Los relieves de las paredes de los templos, las innumerables inscripciones, en especial los abundantes
cartouches
con nombres de reyes, fueron calcados o copiados. Investigó en las fechas y llegó a calcular hasta el cuarto milenio antes de Jesucristo, según él creía, pues hoy sabemos que era hasta el tercero. Fue también el primero que ordenó cuanto veía y el que vio la historia egipcia, con clara sinopsis de su evolución, allí donde otros investigadores sólo habían visto confusos campos de ruinas.
Fruto de tal expedición fueron los tesoros del Museo Egipcio de Berlín; así como resultado del estudio de sus notas fue el gran número de publicaciones que aparecieron y que dieron principio con la lujosa obra en doce tomos —nieta de la famosa
Description
— sobre los «Monumentos de Egipto y Etiopía» e incluso unos estudios especiales sobre los problemas más dispares. Cuando falleció, en 1884, a los setenta y cuatro años de edad, su biógrafo, el alemán Georg Ebers, egiptólogo tan excelente como mal escritor, cuyas obras sobre el reino de los faraones, «Uarda» y «Una princesa egipcia», eran, todavía a fines de siglo, imprescindibles en toda biblioteca colectiva o juvenil, podía decir muy justamente que Richard Lepsius había sido el verdadero fundador de la moderna egiptología científica.
Dos publicaciones suyas son las que más aseguran este puesto al gran coordinador ante la posteridad. Se trata de la «Cronología de Egipto», publicada en Berlín en 1849, y «El libro de los reyes egipcios», que apareció un año después, también en Berlín.
Egipto no tenía, en la forma que nosotros poseemos, un punto de partida del cual arrancara su cronología, y también carecía de un sentido histórico como el nuestro. Únicamente la creencia en el progreso indefinido, propia del siglo pasado, que se creía en la cúspide de todos los tiempos, podía ver en ello la prueba de un primitivo sentido histórico. Oswald Spengler fue quien primero vio en aquella «falta» una característica concepción del mundo, un concepto del tiempo propio de los pueblos primitivos, que únicamente era «distinta» de la nuestra.
Donde falta la cronología, falta la Historia. Por eso no hay historiadores egipcios propiamente dichos, sino sólo cronistas, autores de anales incompletos con alusiones al pasado, pero en cuanto a rigor histórico no mucho más fieles a la verdad que los juglares que transmitían en sus cantares nuestras leyendas y tradiciones. Imaginemos por un instante que hemos de restablecer la cronología de la historia occidental por las inscripciones de nuestros edificios públicos, por los textos de los Padres de la Iglesia y por los cuentos de los hermanos Grimm. Pues bien, análoga era la tarea con que se enfrentaban los arqueólogos en sus primeros ensayos de reconstruir la cronología egipcia. Veamos, con algún detalle breve y ameno, esta labor de reconstrucción cronológica, pues nos da ejemplo de la inteligencia con que se aprovecharon todos los puntos de referencia suministrados por la arqueología y cómo se consiguió desentrañar la maraña de los cuatro mil años. Gracias a lo cual hoy la conocemos más exactamente que los griegos, por ejemplo; mucho más, desde luego, que Heródoto, que recorrió Egipto hace casi dos mil quinientos años. Para no insistir en la cuestión, digamos de una vez que hoy ya conocemos las fechas con más certeza que Lepsius en el año 1849 y, naturalmente, mejor que sus antecesores.
Aunque todas las fuentes egipcias debían ser recogidas con prudencia, fue, no obstante, el escrito de un sacerdote egipcio el que sirvió para fijar los primeros puntos de referencia: Manetón de Sebennytos, que alrededor del año 300 a. de J. C., bajo el reinado de los primeros Ptolomeos —es decir, poco después de la muerte de Alejandro Magno—, redactó ya en lengua griega una historia de su país titulada «Los hechos memorables de los egipcios».
Tal obra no se ha conservado en su totalidad y la conocemos sólo por los resúmenes de Julio Africano, Eusebio y Flavio Josefo. Manetón dividía la larga lista de los faraones por él conocidos en treinta dinastías, división que nosotros hemos seguido y que hoy día aún se emplea, aunque se saben las causas de los errores de Manetón. Un moderno historiador de Egipto, el americano J. H. Breasted, dice del libro de Manetón que «dicha obra no es más que una colección de cuentos populares infantiles».
Para enjuiciar opinión tan severa hemos de pensar que Manetón, a falta de todo precedente, y al enfrentarse con tres mil años, se halla aproximadamente en la misma situación que cualquier historiador moderno griego que hoy día, y sirviéndose sólo de las tradiciones nacionales, tuviese que esbozar la historia de la antigua Grecia y de la guerra de Troya. La lista de Manetón fue durante muchos años el único punto de referencia para los arqueólogos. Digamos incidentalmente que el término
Arqueología
engloba genéricamente a todas las ciencias que se ocupan en lo antiguo. Pues bien, la riqueza de los monumentos e inscripciones egipcios pronto hizo necesario un estudio especial, motivo por el cual desde Lepsius se habla de
Egiptología
, exactamente igual que más recientemente nos hemos acostumbrado a emplear el término
Asiriología
para referirnos al estudio arqueológico dedicado al país de los asirios.
Hasta qué punto los eruditos occidentales, en el transcurso del tiempo, se fueron alejando de Manetón y de sus cronologías nos lo revela el párrafo siguiente, donde se intenta precisar la fecha en que el rey Menes efectuó la primera unión de Egipto, es decir, la fecha dinástica más antigua con que empieza la historia de Egipto propiamente dicha.
Para Champollion dicha fecha es 5867, naturalmente, antes de Jesucristo; Lesueur, 5770; Bökh, 5702; Unger, 5613; Mariette, 5004; Brugsch, 4455; Lauth, 4157; Chabas 4000; Lepsius, 3892; Bunsen, 3623; Ed. Meyer, 3180; Wilkinson, 2320, y para Palmer, 2225. En los tiempos más recientes se retrocede un tanto en el pasado. Breasted señala la fecha de Menes en 3400; el alemán Georg Steindorff, en 3200, y las investigaciones más modernas hacia el año 2900. Evidentemente, cuanto más se retrocedía en el pasado tanto más difícil era señalar fechas. Para el período histórico reciente, es decir, para el denominado Imperio Nuevo y la llamada «época tardía», que ya había terminado en tiempos de César y Cleopatra, se podían aprovechar fechas comparativas con otras de la historia asiriobabilónica, de la persa, la hebrea y la griega. En 1859, Lepsius ya habló «sobre algunos puntos de contacto de las cronologías egipcia, griega y romana».
Para un pasado más lejano se hallaron de repente nuevas posibilidades de comparación y comprobación cuando en 1843 se pudo trasladar la llamada «placa real de Karnak» a la Biblioteca Nacional de París; dicha placa contiene un lista de los reyes egipcios desde la época más antigua hasta la XVIII dinastía. Y en el Museo Egipcio de El Cairo podemos contemplar hoy día las «placas reales de Sakara» encontradas en una tumba, las cuales en una parte contienen un himno a Osiris, el dios de los infiernos, y en la otra la oración del escriba Tunri dirigida a cincuenta y ocho reyes enumerados en dos columnas, encabezadas por Miebis y terminadas por Ramsés el Grande.
Más famosa y más importante aún para la egiptología es, sin embargo, la «lista real de Ábidos». En una galería del templo de Sethi I vemos a este faraón y, junto a él, aún como príncipe heredero, a Ramsés II. Ambos se hallan en actitud de venerar a sus antepasados y el primero mueve un incensario. Pues bien, de estos antepasados reales se citan setenta y seis nombres, en dos columnas. Se ven también dibujados gran cantidad de panes, cerveza, terneras, carne de oca, incienso y objetos rituales indispensables en la ceremonia de los sacrificios. Naturalmente, esta relación ofrecía grandes posibilidades de comparación, ya que era posible comparar el orden de la serie. Pero los datos no quedaban aún establecidos por orden cronológico.
A pesar de ello, diseminadas por varias partes, llegaban indicaciones concretas sobre la duración del reinado de ciertos faraones; otras, sobre la duración de tal o cual campaña bélica o sobre el tiempo empleado en la construcción de un templo; esto y la llamada «adición de la duración mínima» del gobierno de cada uno de los reyes, daba la armazón de la Historia egipcia.
Las primeras fechas indiscutibles, sin embargo, se obtuvieron con algo más viejo que el remotísimo Egipto, más antiguo que la historia humana, más antiguo que el hombre: el curso de los astros.
Los egipcios compusieron un calendario anual que desde la más remota antigüedad emplearon para calcular de antemano las crecidas del Nilo, de las cuales dependía la existencia del país, único calendario algo aprovechable de la Antigüedad, pero no el primero como veremos más tarde, aunque fue introducido ya en el año 4241 a. de J. C., según ha comprobado el alemán Eduard Meyer. Este calendario sirvió de base para el calendario juliano, introducido en Roma en el año 46 a. de J. C. y por el que se rigió todo el Occidente hasta el año 1582 de nuestra era, en que fue substituido por el gregoriano.
Los arqueólogos pedían ayuda a los matemáticos y a los astrónomos. Les dieron textos antiguos, inscripciones traducidas, alusiones jeroglíficas a los fenómenos del cielo y al curso de los astros, que, afortunadamente, no faltaban. Y según los datos sobre la salida de Sirio —el día primero del mes
thout
, o sea el 19 de julio, en que empezaba el año, coincidía con la salida de Sirio—, se logró fijar el comienzo de la XVIII dinastía con bastante exactitud, dándole la fecha de 1580 a. de J. C., e igualmente el principio de la XII, que coincidía con el año 2000, con un error posible no mayor de tres o cuatro años.
Ya se tenían algunos puntos fijos en los que era posible apoyar las cifras de los años de reinado de gran número de faraones. Entonces se advirtió que la duración atribuida por Manetón a ciertas dinastías era excesivamente larga; y hoy día sabemos de fijo que con frecuencia se equivocó en cantidad doble de la realidad. Y así, esta columna vertebral de los tres milenios y con la cronología de este modo lograda por Lepsius, ya podía intentarse el esbozo de la historia de Egipto.
Para mejor comprender las cosas damos un breve resumen de la historia del país del Nilo. Añadamos incidentalmente que la mejor historia de Egipto es aún hoy día
A History of Egypt
, del americano J. H. Breasted.
La civilización egipcia es la civilización del río. Cuando aparecieron las primeras manifestaciones de vida política surgió, en el delta del Nilo, el Reino del Norte, y entre Menfis (El Cairo) y la primera catarata del río, el Reino del Sur.
La historia de Egipto propiamente dicha empieza con la unión de ambos reinos, que tuvo efecto aproximadamente en 2900 a. de J. C. bajo el rey Menes, con el cual comienza la primera dinastía.
La serie de dinastías que se sucedieron, para que podamos tener una visión más clara, se han reunido en tres grupos mayores, denominados Imperios. Las fechas, sobre todo las que se refieren a la primera época, son todavía hoy inexactas y al principio de la historia egipcia pueden tener un error de hasta un siglo. En las fechas y en la división hasta el Imperio Nuevo seguimos a Georg Steindorff. Luego seguimos una división adaptada a la finalidad de esta obra, pero en las fechas de las dinastías seguimos al mismo autor.