En la tumba de la reina Shub-ad encontró Woolley los restos mortales de las damas de la corte, asesinadas y tumbadas en dos hileras. El último de los cadáveres era el de un hombre tañendo el arpa, cuyos huesos del brazo seguían encima del precioso instrumento, ricamente adornado con incrustaciones. Probablemente estaba tocando en el mismo momento en que el golpe mortífero le alcanzó. Incluso, inmediatos al féretro de la reina, se veían los esqueletos de dos hombres acurrucados, tal como los dejó el golpe mortal que recibieron en la horrible matanza.
¿Qué significación tenía este hallazgo?
Admitía sólo una explicación: el sacrificio más grande que puede concebirse entre seres humanos, el derramamiento ritual de sangre humana en honor de simples mortales, probablemente ofrecido por sacerdotes fanáticos que querían elevar a su rey a la categoría de dios. La posición de los cadáveres, así como todas las circunstancias del hallazgo, nos permiten deducir que estos cortesanos, soldados y criados, no han seguido voluntariamente a sus reyes a la muerte, como hacían las viudas indias que se arrojaban a la hoguera junto al cadáver del esposo. Aquí, el sacrificio consistía en una matanza, una ejecución en masa en honor de los reyes fallecidos.
La ciencia se hallaba perpleja ante tal hecho. «No se conocen relatos —dice Woolley— que aludan a sacrificios humanos de tal índole, ni la arqueología ha descubierto huella alguna de tal costumbre, ni restos análogos en épocas posteriores. Si aceptamos la hipótesis de que estos sacrificios son debidos al endiosamiento de los primeros reyes, pensemos que en la época histórica ni siquiera los dioses mayores exigían tal rito;
de donde se deduce la fecha extraordinariamente remota de las tumbas de Ur
».
A esta remotísima antigüedad de la civilización sumeria, Woolley se aproximará aún más dando un nuevo paso. Cuando alcanzó mayores profundidades, doce metros bajo la superficie, hallóse ante una capa de arcilla completamente limpia que no presentaba la menor huella de restos de utensilios ni de basura; esta arcilla limpia y uniforme formaba una capa de por lo menos dos metros y medio.
Para explicar la formación de tal capa de aluvión natural no había más que una hipótesis, y ésta es más propia del geólogo que del arqueólogo. El país de Sumer debió haber conocido una enorme inundación. Pero un aluvión capaz de depositar una capa de arcilla de dos metros y medio sólo podía haber venido del mar y el cielo a un mismo tiempo. Para emplear las palabras que se citan en el capítulo VII del libro de Moisés, de la Biblia, el agua debe haberse vertido sobre los valles y las colinas «por abrirse las fuentes de las grandes profundidades y las ventanas del cielo, de tal modo cayó sobre la tierra una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches… y las aguas siguieron sobre la tierra durante ciento cincuenta días».
Woolley se hallaba ante una conclusión de trascendencia increíble.
Recordando la concordancia del relato bíblico con la epopeya mucho más antigua de Gilgamés y el diluvio sumerio, sirviéndose de las llamadas listas sumerias de reyes —«luego vino el diluvio y después del diluvio el rey descendió de nuevo del cielo»—, y teniendo en cuenta que todas las excavaciones habían confirmado en el país de los dos ríos la autenticidad de las antiguas leyendas, y en especial de las Sagradas Escrituras, no podía caber duda de que esta gran inundación, irrecusablemente comprobada, era el Diluvio.
Woolley cree que sus hallazgos en las tumbas de los reyes de Ur corresponden al cuarto milenio a. de J. C. Hasta el día en que se hicieron estos hallazgos, nuestros conocimientos de tal época estaban limitados a la leyenda y a la mitología. Woolley ha incluido en la Historia esta era legendaria. Pero su triunfo no acaba ahí, sino que después de dar tan gigantesco paso logrará verlo confirmado con la existencia histórica de un rey de aquellos tiempos, uno de los soberanos más antiguos de la Humanidad.
Alguien afirmó, como hemos visto, la existencia del pueblo sumerio a base de indicios puramente científicos. Hoy día, ya nadie pone en duda su existencia ante los muchos testimonios de su arte y sus ocupaciones depositados en nuestros museos. Pero sobre el origen del pueblo no sabemos casi nada.
Para estas afirmaciones sólo podemos basarnos en indicios.
No cabe duda de que los sumerios, gente no semita, de cabello oscuro, llamados en las inscripciones «cabezas negras», fueron los últimos en llegar al gran delta del Eufrates y el Tigris. Anteriormente, el país estaba poblado probablemente por dos clases de tribus semitas.
Pero los sumerios llevaban consigo una cultura superior, ya perfeccionada en sus puntos esenciales, y la impusieron a los semitas semibárbaros.
¿Dónde perfeccionaron su cultura? Esta cuestión roza uno de los mayores problemas relacionados aún con la investigación consiguiente a las excavaciones.
Su idioma es análogo al turco antiguo, y por su constitución anatómica pertenecen a la raza indoeuropea. Esto es todo lo que sabemos; y a partir de aquí empiezan las hipótesis. Aquellos hombres veían siempre a sus dioses en las cumbres de las montañas, y así los adoraban; por eso, cuando se encontraban en llanuras extranjeras, construían en su honor montañas artificiales, los zigurats, tipo de construcción que no puede tener en ningún modo su origen en las grandes llanuras. ¿Querrá esto decir que proceden de la parte alta del Irán, o incluso de más lejos, de los países montañosos de Asia? Tal conclusión se ve apoyada por el hecho de que la más antigua arquitectura sumeria descubierta en el país de los dos ríos se basa probablemente en una tradición de construcciones de madera como sólo podían surgir en regiones montañosas ricas en bosques.
Pero en esto no hay nada seguro; pues a tal teoría se opone una parte de la antigua leyenda sumeria que nos habla de un pueblo que llegó por el mar al país de los dos ríos; de lo cual también hay indicios en las excavaciones.
Un día, el inglés Arthur Keith observó: «Los rasgos de los viejos sumerios se pueden ver aún en los países situados más al Este, en los habitantes de Afganistán y del Beluchistán, hasta el valle del Indo, situado unos 2.400 kilómetros más a Oriente».
Apenas se había apuntado tal hipótesis cuando en las excavaciones del valle del Indo, investigando sobre una cultura antigua muy desarrollada, se hallaron sellos de ángulos rectos, de forma muy especial, que por el estilo de sus grabados y por la inscripción se parecen a los encontrados en Sumer.
Todavía queda en pie el problema del origen de este pueblo misterioso. Pero en esto no podemos mostrarnos impacientes; hemos de pensar en lo remoto de aquellos tiempos, sumidos en un pasado nebuloso, de los que estos hallazgos sólo nos demuestran la existencia de aquella gente, de los «cabezas negras». Cuando examinamos las llamadas «listas de los reyes» descubrimos que el pasado retrocede mucho más aún.
Las fechas solían fijarse en la antigua Babilonia con relación a un acontecimiento destacado sucedido el año anterior. Pero en la época de la primera dinastía de Isin, aproximadamente 2100 años a. de J. C., por primera vez se fijó cronológicamente el pasado, y así se conservan estas copias de las llamadas «listas de los reyes», que son unas tablas esquemáticas muy valiosas para nosotros y que fueron transcritas en épocas más recientes (siglos III y IV antes de J. C.) por el sacerdote babilónico Beroso, que escribió en griego.
Según dichas listas, la historia de los sumerios retrocede hasta la creación del hombre. La Biblia cita a diez «primeros padres», desde Adán, el primer hombre, hasta el Diluvio. Los sumerios los llaman «primeros reyes», igualmente en número de diez. Los primeros padres israelitas vivieron muchos años; se les atribuye una edad inverosímil. Dícese que Adán, que tuvo a los ciento treinta años su primer hijo, vivió después otros ochocientos años. La vejez de Matusalem es proverbial, hasta en nuestros tiempos. Pero la duración que los antiguos sumerios dan a la vida de sus «primeros reyes» es algo fabulosamente exagerado. Según un relato que enumera solamente ocho reyes, estos primitivos gobernaron 241.200 años, en sucesión directa y continua; y cuando se citan los diez se llega al total de ¡456.000 años!
Después vino el Diluvio y, tras él, la reaparición del género humano sobre la Tierra por la proliferación de la tribu de Ut-napisti. Los reyes que ahora se citan son considerados por los sabios babilónicos de las épocas posteriores como rigurosamente históricos, y sus crónicas se escribieron alrededor del año 2100 a. de J. C. Pero como entre estos reyes figuran varios a los que se atribuye carácter legendario de dioses y semidioses, y también se pretende de la primera dinastía después del Diluvio que sus veintitrés reyes han vivido «24.510 años, tres meses y tres días y medio», no es de extrañar que los investigadores occidentales, al principio, no diesen fe alguna a tales listas de los reyes.
Y no es de extrañar, porque incluso en nuestro siglo los arqueólogos no han logrado hallar un solo documento que garantizase el nombre de un rey anterior a la octava dinastía después del Diluvio.
Pero cuando Woolley con sus propios ojos vio surgir a la luz del día capas de cultura cada vez más antiguas, comenzó a dar crédito a las antiguas listas. Y armado ya de tal confianza, se veía en una situación análoga a la de Schliemann cuando confiaba en su Homero y en su Pausanias. Y, exactamente igual que aquel gran aficionado, también él, con su destacada personalidad profesional, verá confirmada su confianza por un hallazgo feliz.
En la colina El-Obeid, cerca de Ur, en Caldea, Leonard Woolley hallaba un templo de la diosa madre Nin-Chursag, con profusa ornamentación de escaleras, terrazas, vestíbulos, columnas de madera con incrustaciones de cobre, ricos mosaicos, esculturas de leones y ciervos, etc. Era el edificio más antiguo del mundo, y en él se unían la grandiosidad y un delicado trabajo ornamental. Además de muchos otros objetos preciosos de escaso valor, halló en este templo una minúscula cuenta de un collar de oro.
Dicha cuenta tenía una inscripción que dio a Leonard Woolley la primera noticia del constructor de este templo; en ella aparecía claramente descifrable el nombre de ¡A-anni-padda!
Y después, Woolley halló una losa de piedra caliza que decía aún más que la cuenta de oro, pues aparecía confirmada en escritura cuneiforme, ya bien desarrollada, la consagración del edificio por «A-anni-padda, rey de Ur, hijo de Mes-anni-padda, rey de Ur».
El nombre de Mes-anni-padda estaba inscrito en las listas de los reyes como fundador de la tercera dinastía después del Diluvio, la llamada primera dinastía de Ur, y era uno de los reyes cuya existencia histórica hasta entonces se había puesto en duda.
Dimos comienzo a este capítulo, dedicado a la excavación de las huellas del pueblo de los sumerios, con una divagación sobre la superstición del gato negro, las docenas de huevos y la esfera dividida en doce partes, y volvemos al mismo tema para terminar.
Desde los sumerios hasta nosotros va una línea recta y ésta se halla tan sólo interrumpida por ciertas culturas que vivieron y desaparecieron en épocas intermedias. La fuerza creadora de la civilización sumeria era extraordinaria, y su influjo se extendió a todos los territorios de aquel espacio geográfico. Las ricas culturas de Babilonia y Nínive crecieron sobre el fondo sumerio. Y para demostrarlo daremos algunos ejemplos que nos permitirán comprender hasta qué punto la cultura babilónica, en su conjunto, depende de la sumeria.
La gran estela hallada en Susa reproduciendo el código de Hamurabi, por su contenido, no es más que una compilación de los principios legislativos y costumbres de los antiguos sumerios. Lo más asombroso es el «moderno» concepto de fijar una noción clara de culpabilidad y el de acentuar netamente ciertos puntos de vista simplemente jurídicos, limitando las leyes religiosas. La venganza, por ejemplo, que sobrevivió como costumbre legalmente reconocida en todas las civilizaciones posteriores, y que incluso en algunos puntos de Europa ha ejercido su nefasta influencia hasta nuestro siglo, es casi eliminada en las leyes de Hamurabi. El
Estado
, y esto es lo «más moderno» del código esculpido en la estela de Susa, sustituye al
individuo
como poder encargado de administrar justicia, el único «vengador» legal. La justicia era dura, y la abundancia de los castigos corporales reflejó la característica del despotismo oriental. Pero en sus líneas generales, las leyes de Hamurabi conservan su valor hasta el
Codex Justinianus
, y el
Code Napoleón
.
La ciencia de los babilonios, estrechamente ligada con la magia, procede de Sumer. La magia estaba tan extendida entre los babilonios que, para los romanos, babilonio o caldeo era sinónimo de mago. Babilonia poseía escuelas médicas subvencionadas por el Estado. En muchos casos, el arte de la Medicina estaba regulado por prescripciones religiosas; en otros se respondía ante el Estado del ejercicio de la profesión, incluso hasta el punto de que, por ejemplo, el artículo 218 del Código de Hamurabi castigaba la ignorancia profesional de este modo: «Si un médico realiza una intervención grave en una persona por medio del cuchillo de bronce, causando la muerte del enfermo, u opera su catarata con el cuchillo de bronce y lo deja sin vista, se le cortará la mano». Los dioses y la religión de los sumerios adeptos al culto de los astros reaparecen con otros nombres, a veces con pocas diferencias, en Babilonia y Asiria, y después, incluso en tiempos más recientes, en Atenas y Roma. Ya hemos visto, por lo demás, la coincidencia de la historia y la leyenda sumeria con la Biblia.
Los conocimientos del cielo y de los movimientos de los astros alcanzaban en Sumer el grado de ciencias exactas, y en ellos se fundaban para la confección del calendario y la división y medida del tiempo. Las torres de los
zigurats
eran observatorios donde los sacerdotes babilónicos calculaban los movimientos del planeta Mercurio con más exactitud que Hiparco y Ptolomeo, logrando incluso determinar el tiempo del recorrido de la Luna con una diferencia de 0,4 segundos sobre la cifra dada por nuestros astrónomos, provistos de los excelentes equipos técnicos auxiliares de nuestros días.
En Babilonia, las matemáticas se basaban en el sistema sexagesimal sumerio, que los semitas mezclaban con un sistema decimal. La dificultad de los cálculos debida a tal mezcla se resolvía recurriendo a unas escalas aritméticas ya establecidas de antemano, auténticas reglas de cálculo como las usadas en nuestros días para simplificar operaciones de conversión.