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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (43 page)

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Pero Koldewey también se veía mezclado en estas escaramuzas:

«Para los hijos del desierto, la escopeta sirve sobre todo para hacer ruido, cosa que les produce una alegría desbordante». He aquí lo que sucedió en una noche bochornosa, yendo a caballo hacia Babilonia, cuando regresaba del lugar de la excavación, esta vez en Fara…

»Apenas a dos horas de camino de Muradieh, recibimos unos disparos de un pueblo situado a nuestra derecha. Aquellos buenos habitantes seguramente nos consideraban árabes Montefik que volvían de alguna correría, y en tales casos no se suele discutir. Para convencerles de su error, nos dirigimos lentamente hacia el lugar de donde venían los disparos, hasta que los perdigones rebotaban en la silla y el silbido de las balas que pasaban zumbando nos indicaba la violencia del fuego.

»Los dos soldados que nos protegían no hacían más que gritar
Asker, asker
! (¡soldados, soldados!) para justificarse ingenuamente. Pero tal exclamación se perdía entre el ruido de los disparos, el griterío de los hombres y los chillidos de las mujeres, que así animaban a sus hombres.

»El "enemigo" estaba en la oscuridad, y estaba constituido por una larga hilera de tiradores situados a unos cien metros delante de nosotros; los relámpagos de fuego aumentaban con la oscuridad de la noche. Nuestro cocinero, Abdullah, que regresaba de un viaje de recreo a Hilleh, intentó buscar protección detrás de su caballo y extendía desesperado la mano, levantando con ella un extremo de la capa, mientras gritaba:
Cher Alah
!, actitud que sirvió de tema de burla para todos los demás, que no dejaron de reírse de él en todo el resto del viaje.

»Por fin, los árabes perdieron su temor y recobraron su sangre fría, dejaron de disparar y acudieron a nosotros. Unos doscientos muchachos de tez oscura, semidesnudos, bailaban alrededor de nosotros levantando sus escopetas como salvajes y no se molestaban por nuestras imprecaciones: "¿Sois unos búhos, o qué sois? ¿Sois chacales, acaso? ¿No veíais que vienen soldados y el bey de Fara y el postadschi? ¿A qué viene esa impertinencia de disparar, como si todo el desierto fuera vuestro? ¡Sois capaces en esta región de meterle a uno un perdigón en el ojo!". Estas escaramuzas son una verdadera plaga».

Capítulo XXV

ETEMENANKI, LA TORRE DE BABEL

Cuando Nínive ascendió de simple ciudad provinciana al rango de residencia real y empezó a hacer historia, Babilonia había sido ya capital durante trece siglos, y desde la época de su máximo esplendor, en tiempos de Hamurabi, el gran legislador, habían transcurrido 1250 años.

Y cuando Nínive fue destruida, no lo fue como Babilonia, que después de arrasada surgió de nuevo, sino de modo tan absoluto que Luciano pudo hacer decir a Mercurio, hablando con Caronte: «Pero Nínive, mi buen barquero, está ya destruida, y no ha quedado de ella huella alguna; ni siquiera es posible asegurar dónde estaba». El general Nabopolasar fundó en Babilonia el nuevo Imperio babilónico y su hijo Nabucodonosor II lo elevó otra vez al máximo esplendor y poderío. Pasaron setenta y tres años desde la destrucción de Nínive hasta que el persa Ciro conquistó Babilonia.

El día 26 de marzo de 1899, Koldewey mandó excavar el lado oriental del
Kasr
, el castillo de Babilonia; pero, a diferencia de Botta y de Layard, él conocía a grandes rasgos la historia que ocultaban estos escombros. Las excavaciones de Korsabad, de Nemrod y de Kuyunjik, y sobre todo la monumental biblioteca de Asurbanipal, que en su mayor parte contenía copias de originales babilónicos mucho más antiguos, le habían informado también sobre la región de la desembocadura de los grandes ríos, de su historia, de sus pueblos y de sus gobernantes. Pero ¿qué Babilonia surgiría ahora al conjuro de su pico? ¿La antiquísima Babel de Hamurabi y de los once reyes de la dinastía de Amurru? ¿O una Babilonia más reciente, reconstruida después de la terrible destrucción de Senaquerib?

Koldewey sospechaba esto último en enero de 1898, cuando aún no era seguro que le encargaran de las excavaciones y sólo había examinado superficialmente los distintos lugares de exploración y mandado un informe a la dirección de los museos de Berlín. «Bien es verdad —decía en esta época desde Bagdad, respecto a Babilonia— que allí se hallarán principalmente obras de la época de Nabucodonosor».

Parecía no esperar gran cosa. Pero su gran alegría al recibir tal encargo demuestra lo contrario, pues los últimos hallazgos no dejaban lugar a dudas. El 5 de abril de 1890, escribe: «Llevo trabajando dos semanas, ¡y ya he triunfado!».

La primera cosa que halló fueron las inmensas murallas babilónicas. A lo largo de ellas encontró restos de relieves, aunque por el momento no eran más que fragmentos, trozos de piel y dientes de león, colas, garras, patas delgadas de aves, ojos, pies humanos, barbas, ojos humanos, algo semejante a gacelas, y dientes de jabalí. Todo esto se veía en los fragmentos hallados. En un lienzo de muro, de unos ocho metros, encontró cerca de mil fragmentos, por lo que calculó la longitud del relieve completo en unos trescientos metros, y dice en la misma carta: «¡Por eso calculo que haya unos 37.000 fragmentos!».

Tal era el balance a los quince días.

Las descripciones antiguas más claras que tenemos de Babilonia son debidas a Heródoto, el viajero griego, y a Ctesias, médico de cabecera de Artajerjes II. La mayor maravilla de que hablan era la muralla de la ciudad, de la cual Heródoto da unas medidas que durante dos mil años se han considerado exageradas y propias de un simple viajero. La tradición pretende que dicha muralla era tan ancha que por encima podían cruzarse dos carros tirados por cuatro caballos.

Koldewey dio inmediatamente con esta muralla, aunque su trabajo se veía dificultado constantemente y era mucho más duro que en cualquier otro lugar. En casi todas partes los escombros alcanzaban unos dos o tres metros de altura, y máximo seis, sobre las capas de los hallazgos. Aquí, en cambio, se encontraban masas de tierra de doce metros de profundidad y frecuentemente era preciso levantar incluso masas de hasta veinticuatro metros de profundidad. Durante más de quince años, en verano y en invierno, Koldewey estuvo trabajando con más de doscientos obreros.

Celebró su primer triunfo al demostrar que las noticias de Heródoto apenas si habían sido exageradas. ¿No es esta la conclusión a que han llegado todos los arqueólogos después de su trabajo? Schliemann demostró bien claramente la exactitud de los datos de Homero y de Pausanias; Evans comprobó el fondo cierto de la leyenda del Minotauro; Layard, la autenticidad de ciertos párrafos de la Biblia.

Koldewey descubrió un muro de ladrillos secos de siete metros de anchura. Delante del mismo, a unos doce metros de distancia, se elevaba otra muralla de ladrillos cocidos de siete metros ochenta centímetros, acompañada por la muralla de la escarpa, que medía tres metros treinta, y era también de ladrillo cocido. Probablemente, debajo de la escarpa que formaban estos muros estaba el foso lleno de amarillentas aguas cuando amenazaba algún peligro exterior.

El espacio entre murallas estaba lleno de tierra, probablemente hasta la altura de las almenas de la muralla exterior, que era la de circunvalación, permitía el paso de un carro de cuatro caballos, y tenía varias torres para la guardia situadas a unos cincuenta metros de distancia una de otra. En la muralla interior, Koldewey calcula que había unas trescientas sesenta torres, mientras que Ctesias cita para la exterior el número de doscientas cincuenta, cosa admisible.

Al liberar esta muralla, Koldewey había descubierto la mayor fortificación urbana que jamás se había visto, y esto permitía afirmar que Babilonia había sido la ciudad más grande de todo el Oriente, incluso mayor que Nínive. Y dando a la palabra ciudad la significación medieval, considerándola como «conjunto de viviendas circundado por una muralla», Babilonia, hasta hoy, ha sido la mayor de todas las ciudades construidas por los hombres.

Así lo escribió el mismo Nabucodonosor: «…Hice cercar a Babilonia con una muralla gigantesca, cavé un foso y las pendientes las recubrí con ladrillos y pez; construí en su orilla interior, alta como una montaña, un muro poderoso; hice unas puertas anchas, cuyos batientes eran de madera de cedro, recubiertas con planchas de cobre, y, por si el enemigo mal intencionado quería atacar por los costados, llené el foso con aguas tan potentes por su abundancia como las olas del mar. Y como el agua del gran mar, era salada. Para que nadie pudiera perforar las defensas, amontoné tierra ante ellas y las circundé con diques de ladrillos. Hice bastiones trazados con arte y así convertí a la ciudad de Babilonia en una fortaleza».

Era, en efecto, una fortaleza inexpugnable para los medios ofensivos de aquella época. Mas, a pesar de todo, Babilonia fue expugnada. No quedaba más que un recurso, y fue empleado: el enemigo triunfó primero en el interior, pues entonces, como siempre, cuando el enemigo se establece ante las murallas, la política interior de la ciudad se torna confusa y surgen los bandos que —un día con razón, otro sin ella— desean que acuda el enemigo como liberador. De este modo, cayó también un día la más poderosa fortaleza de la tierra.

Así, pues, Koldewey descubrió, en efecto, la Babilonia de Nabucodonosor, al que Daniel apostrofaba «rey de todos los reyes» y «cabeza de oro». Nabucodonosor había empezado la monumental reconstrucción de la ciudad y la de los templos de Emac, en el palacio de E-sagíla, de Ninurta y del más antiguo de Istar en Merkes. Reconstruyó también la muralla de Arachtu, hizo el primer puente de piedra sobre el Eufrates, el canal de Libil-higalla, terminó la parte meridional de su palacio, y adornó la puerta de Istar con bellos relieves de cerámica barnizados en brillantes colores.

Mientras que los antecesores de Nabucodonosor habían construido los edificios con ladrillos simplemente secos, que pronto quedaron deshechos por el viento y la intemperie, él empleó, sobre todo en las fortificaciones, ladrillos auténticos. El hecho de que hayan quedado tan pocas huellas de los edificios más antiguos en el país de los dos ríos, y que pronto se redujeran a montañas de escombros, es debido a que los materiales empleados no resistían. En cambio, si los edificios de Nabucodonosor, a pesar de su material mucho más reciente, han dejado pocos restos completos a la posteridad, es porque durante siglos enteros la población los arrancaba empleándolos para nuevas construcciones, así como más tarde, en la Edad Media cristiana, fueron saqueados los templos de la Roma pagana. La moderna ciudad de Hilleh y varios pueblos más de los alrededores de la antigua Babilonia, se han construido con ladrillos de la época de Nabucodonosor, como nos consta exactamente por llevar sus sellos. Incluso un dique moderno que retiene las aguas del Eufrates, desviándolas hacia el canal de Hindije, está en su mayor parte hecho con ladrillos que antaño cobijaron a los antiguos babilonios, de tal modo que cuando este dique haya desaparecido otros excavadores podrán pensar muy bien que se hallan ante una fortaleza de Nabucodonosor.

El palacio, mejor dicho, el conjunto de palacios, esa ciudad-fortaleza de extensión inmensa que Nabucodonosor, siempre descontento, estaba ampliando constantemente porque lo construido «no bastaba a la alta dignidad de Su Majestad real», este palacio, con sus ricos adornos, sus relieves de cerámica maravillosamente vidriada, brillante, de vivos colores, puede considerarse como un milagro; un milagro de un esplendor bárbaro, extraño. (Nabucodonosor pretendía haberlo construido en quince días; noticia que se creyó durante varios siglos y así fue transmitida).

Pero eran tres, sobre todo, las construcciones cuyo descubrimiento tanto sorprendió al mundo. Se trataba de un jardín, una torre y una carretera, ninguno de los cuales tenía igual en toda la tierra.

Un día, Koldewey halló en el ángulo nordeste del palacio meridional una construcción abovedada que tuvo que registrar como muy extraña, incluso como única en su género por varios motivos. Primero, porque era la única construcción con sótano que se había descubierto hasta entonces en Babilonia; segundo, por no haberse visto en todo el país de los dos ríos ninguna obra semejante, de bóveda; tercero, por existir allí una fuente que consistía en tres pozos dispuestos de forma muy extraña; y porque después de reflexionar mucho, y no con gran seguridad, Koldewey adivinó que aquello podía ser un pozo de noria que debía haber servido para asegurar un riego continuo; y cuarto, porque en esta bóveda se habían empleado, no solamente ladrillos, sino también piedra sillar. Esta clase de piedra sólo se había encontrado en otro lugar de Babilonia, en la muralla norte del
Kasr
.

Estudiando todas las características de tan extraño edificio, resaltaba la notable perfección técnica y arquitectónica de su construcción, sobre todo habida cuenta de la época en que fue erigido. De todo ello se deduce que debía haber servido para una finalidad especialísima.

En un minuto feliz se le ocurrió la solución a Koldewey. En toda la literatura respecto a Babilonia, en Josefo, en Diodoro, en Ctesias, en Estrabón y en todas las escrituras cuneiformes que se habían descifrado hasta entonces referentes a la ciudad «pecadora», sólo se citan dos párrafos, que destacan notablemente, en los que se alude al empleo de la piedra sillar: se trata de la muralla septentrional del
Kasr
(donde Koldewey la había encontrado ya) y los legendarios «jardines colgantes de Semíramis».

¿Acaso Koldewey había descubierto aquellos jardines espléndidos, de cuya belleza se hablaba en todo el mundo antiguo considerándolos como una de las siete maravillas del mundo y relacionándolos con el nombre de la Semíramis legendaria?

Tal hallazgo, tal hipótesis, nacida de una intuición feliz, provocó una tensión febril en cuantos removían la tierra, una excitación sin límites en todos los que participaban en la excavación. Las discusiones de los entendidos se hacían interminables, y tanto en el lugar de las excavaciones como ante las tiendas o en las viviendas, se sucedían los debates violentos de los profesionales de poder asistir al momento en que se iba a aclarar lo que durante miles de años había sido un enigma.

Koldewey examinaba constantemente las noticias de los escritores antiguos. Cotejaba cada frase, cada línea, cada palabra; estudió incluso filología comparada, que hasta entonces desconocía, y cada vez se afirmaba más en su hipótesis. Sí, aquello no podía ser otra cosa sino la bóveda que sostenía los «pensiles», regándolos con una perfección entonces desconocida y casi inconcebible, lo cual les daba florecimiento constante.

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