«La imagen, llevada en procesión entre un solemne cortejo acompañado con ruidosa música y vehementes oraciones de la multitud, sobresalía por encima de las cabezas del pueblo turbulento. Así me figuro yo la procesión del dios Marduk cuando, saliendo de E-sagila, acaso por el
períbolos
, iniciaba su marcha triunfal por la vía procesional de Babilonia».
Pero esta comparación es una pálida imagen de aquella otra procesión que sería mucho más poderosa, más suntuosa y bárbara —conocemos bastante bien sus ritos—; y mucho más que el habitual traslado de los dioses secundarios desde «la estancia del destino», del templo de E-sagila, hasta la orilla del Eufrates, lo sería su adoración, que tenía lugar tres veces al día, y su triunfal regreso.
Bajo el gobierno parto empezó el abandono de Babilonia. Los edificios se derrumbaban. En la época de los sasánidas (226-636) se conservaban aún algunas viviendas esparcidas allí donde antaño se erguían los orgullosos palacios; en la Edad Media árabe ya no había más que chozas, hasta el siglo XII.
Hoy día, la mirada vaga sobre la Babilonia en ruinas de fragmentos brillantes y restos de un esplendor pasado, resurgida por Koldewey. Recordemos las palabras del profeta Jeremías:
«¡Por eso vivirán en ella los animales del desierto, perros salvajes y avestruces pequeños; y nunca será habitada de nuevo y jamás vivirá nadie en ella!».
LOS REYES MILENARIOS Y EL DILUVIO
Si en nuestros días un gato negro cruza nuestro camino y por superstición nos volvemos atrás, no pensamos para nada en los antiguos babilonios. Tampoco nos acordamos de este pueblo cuando miramos la esfera de nuestros relojes dividida en doce partes, a pesar de que, por costumbre, pensamos y calculamos según el sistema decimal; lo mismo sucede cuando compramos los huevos por docenas o cuando al mirar al cielo estrellado relacionamos nuestro destino con el curso de los planetas.
Sin embargo, deberíamos ser más agradecidos y justos, ya que parte de nuestros pensamientos y conceptos actuales tiene su origen quizás en Babilonia, aunque no en los babilonios.
Profundizando en el estudio de la historia de la Humanidad, hay un momento en que sentimos el aliento de la eternidad porque vemos la prueba patente de ella en el hecho de que en cinco mil años de historia humana es poco lo que se ha perdido; a menudo, lo bueno se convirtió en malo, lo justo en falso, pero siguió actuando aunque ya no viviera en la claridad de nuestra conciencia. Y en tal momento uno siente repentinamente lo que significa ser hombre: estar colocado en esa corriente creada por innumerables generaciones cuyas ideas y sentimientos llevamos en nuestro seno como herencia inalienable, aunque generalmente no nos demos cuenta de su importancia.
La gran sorpresa de los arqueólogos ha sido siempre que a cada golpe de pico han recibido una confirmación de lo mucho que sobrevivía en nuestra conciencia y en nuestro subconsciente, en nuestros sentimientos, de cuanto miles de años atrás se había pensado y sentido en Babilonia. Pero no quedaron ahí las cosas; pronto los investigadores tuvieron indicios claros de que la cultura babilónica había sido también heredada de otro pueblo mucho más antiguo que los babilonios semitas, más antiguo que los egipcios.
En 1946 el sabio americano Samuel Noah Kramer comenzó a dar a conocer documentos de este pueblo escritos en tablillas de barro. En 1956, después de veintiséis años de trabajar dura e intensamente para descifrarlos, publicó un libro que lleva el atrevido título de «History begins at Sumer» («La historia empieza en Sumer»). En esta obra, abandonando todo lastre científico, se limitó a relatar sus investigaciones, lo que hizo con indudable ingenio. Estableció nada menos que veintisiete «firsts» («primeras veces»), es decir, cosas, experiencias y acontecimientos registrados por aquel pueblo por primera vez en la historia de la Humanidad. No temió denominarlos con los términos más modernos. Pasaríamos por alto algo de gran importancia si no los transcribiésemos todos:
1. Las primeras escuelas. — 2. El primer caso de soborno. — 3. El primer caso de delincuencia juvenil, — 4. La primera «guerra de nervios». — 5. El primer «congreso bicameral». — 6. El primer historiador. — 7. El primer caso de «reducción de impuestos». — 8. Libros de leyes: el primer «Moisés». — 9. El primer precedente jurídico. — 10. La primera farmacopea (libro de recetas médicas). — 11. El primer calendario de labrador. — 12. El primer experimento de jardinería. — 13. Las primeras cosmogonía y cosmología de la Humanidad. — 14. Las primeras leyes morales. — 15. El primer «Job».— 16. Los primeros refranes. — 17. Las primeras fábulas de animales. — 18. El primer «verbalismo filosófico». — 19. El primer «Paraíso». — 20. El primer «Noé». — 21. La primera historia de una «resurrección». — 22. El primer «San Jorge». — 23. Gilgamés fue un héroe sumerio. — 24. La primera «literatura épica». — 25. La primera canción de amor. — 26. El primer catálogo de libros. — 27. La primera «edad de oro de la paz».
Al leer esto se concibe la sospecha de que el autor, llevado de su entusiasmo, ha aplicado con demasiada largueza la moderna terminología a unos fenómenos sociales que tuvieron lugar bajo un cielo muy lejano hace miles de años, algunos de ellos hace más de cuatro mil. Pero cuando se leen las espléndidas traducciones de Kramer se experimenta una gran sorpresa. Las quejas de un padre por la rebeldía de su hijo y por la corrupción de la juventud en general escritas en diecisiete tablas de arcilla tres mil setecientos años atrás (y que se remontan, en su forma original a muchos siglos antes) podrían ser las de cualquier vecino nuestro hablando de su hijo. El texto comienza con la pregunta del padre «¿De dónde vienes?», a lo que aquél responde: «¡De ninguna parte!».
La existencia de dicho pueblo se ha descubierto del modo más extraño que uno pueda imaginarse, y es uno de los frutos más brillantes del espíritu humano. Es una conclusión a la que llegaron quienes estudiaban las características de la escritura cuneiforme, quienes han calculado la existencia de este pueblo con la exactitud y el rigor matemáticos que hoy caracterizan a muchas ramas del saber, lo cual constituye uno de los progresos científicos más notables de nuestro tiempo.
Fue un gran éxito de la Astronomía cuando por primera vez se anunció la aparición de un astro por medio de cálculos muy complicados, señalándose su órbita y paso a hora determinada por su punto preciso del cielo. Y a la hora y lugar previstos, el astro que por vez primera veían ojos humanos se presentó a la cita con puntualidad rigurosa.
En un proceso parecido, un hombre de ciencia ruso, Mendeleief, descubrió el orden que presidía la clasificación de los elementos simples que se conocían hasta aquella época, y tan seguro estaba en tal orden que no dudó en predecir la existencia de otros elementos simples cuyo sitio quedaba en un lugar vacío de su famosa tabla, con las características que debían tener. Y, en efecto, la tabla de Mendeleief ha visto cómo se llenaban poco a poco todos sus vacíos. De modo idéntico sucedió en la Antropología, cuando Haeckel construyó teóricamente las características anatómicas del hombre primitivo, que denominó
Pithecanthropus erectus
, y Eugenio Dubois, en el año 1892, halló en la isla de Java restos de un esqueleto que correspondía exactamente a la conformación ideal anunciada por Haeckel.
Cuando los especialistas en escritura cuneiforme pudieron dedicarse a estudios específicos, una vez eliminadas todas las dificultades del desciframiento por los sucesores de Rawlinson, analizaron el origen de los signos, las relaciones lingüísticas y otros problemas análogos. Sometiendo a examen muchos hechos extraños, hallaron la teoría siguiente, cuya conclusión era una tesis sorprendente y análoga a las anteriormente citadas y que afirmaba,
a priori
, la existencia de otro idioma del que no se conocía la menor huella.
El hecho de que los signos asirio-babilónicos se interpretasen de distintas maneras no se explica por sí solo. Un sistema de escritura tan complicado, esta mezcla de signos que corresponden a una escritura de letras, otra de sílabas y otra de imágenes, no pudo surgir repentinamente cuando los babilonios aparecieron a la luz de la Historia, sino que supone, forzosamente, una larga evolución. Planteado este problema, unieron y compararon centenares de trabajos filológicos individuales que se completaron, dando como consecuencia la tesis según la cual los babilonios semitas y los asirios no podían ser los inventores de la escritura cuneiforme, sino que debían haberla recibido de otro pueblo, probablemente no semita, procedente de los países del Oriente, cuya existencia real no se podía demostrar aún con el menor hallazgo.
La hipótesis era sumamente audaz. Pero en el transcurso de los años, los investigadores estaban tan seguros de su afirmación que no vacilaron incluso en dar su nombre a dicho pueblo. Unos hablaron de los acadios, y el germano-francés Jules Oppert aludió a los sumerios, siendo éste el nombre que prevaleció; ambos eran tomados del título que se daban los reyes más remotos de la parte meridional del país de los dos ríos, «reyes de Sumer y Acad».
Tal fue el problema, la lógica deducción y la hipótesis consiguiente expuestos someramente. Y con la misma exactitud que se cumplió el cálculo del planeta cuya aparición se había anunciado de antemano, y el anuncio de los elementos simples a los que el ruso Mendeleief reservara un puesto en su tabla, y el
Pithecanthropus
imaginariamente construido, exactamente igual se hallaron también un día las primeras huellas de aquel misterioso pueblo que dio su escritura a Babilonia y Asiria. ¿Sólo la escritura? No tardó mucho en descubrirse que casi toda la cultura de Babilonia y Nínive se hallaba basada en la civilización anterior del ignorado pueblo de los sumerios.
Hemos citado ya a Ernest de Sarzec, otro agente consular francés, profano en arqueología, que antes de pisar el territorio mesopotámico no había sospechado siquiera las tareas arqueológicas que allí le estaban reservadas. Pero las ruinas y las colinas artificiales del país de los dos ríos despertaron su curiosidad, exactamente igual que antaño, cuarenta años antes, habían llamado la atención de Paul Emile Botta. Y en sus investigaciones, al principio más bien propias de un curioso aficionado, le acompañó de tal modo la suerte que, en Tello, al pie de una colina, halló una estatua de aspecto hasta entonces nunca visto. Siguió excavando, se animó y encontró inscripciones extrañas: había hallado las primeras huellas visibles del «anunciado» pueblo de los sumerios.
Era la estatua del príncipe o rey-sacerdote Gudea, esculpida en diorita y maravillosamente pulida. El ejemplar más precioso de cuantos restos —todos ellos valiosos— fueron entonces enviados a París, al Louvre. ¡Qué emoción causó aquello entre los hombres de ciencia! Hasta los más expertos asiriólogos, que no se dejaban llevar fácilmente por audaces fantasías, tuvieron que reconocer, por las condiciones del hallazgo y las inscripciones de uno de estos fragmentos, que tenía que ser de 3.000 a 4.000 años antes de Jesucristo, es decir, que eran testimonios de una cultura más antigua aún que la egipcia.
De Sarzec excavó durante cuatro años, de 1877 a 1881. De 1888 a 1900 prosiguieron su labor los americanos Hilprecht, Peters, Hayne y Fisher, en Nippur y en Fara. De 1912 a 1913 continuó las excavaciones la Deutsche Orient-Gesellschaft en Erec; y en noviembre de 1929 se inició otra excavación. En 1931, bajo la dirección de Erich F. Schmidt, una expedición de la American School of Oriental Research se dirigió de nuevo a Fara.
El resultado de todos estos trabajos fue el descubrimiento de grandes edificios, pirámides escalonadas,
zigurats
que para cada ciudad eran lo que el minarete a la mezquita,
el campanile a la chiesa
, la torre a la iglesia. También surgieron inscripciones que permitían remontar la historia de los pueblos mesopotámicos hasta el alba confusa de los principios humanos. Y en relación a aquellas civilizaciones, el último descubrimiento significaba la aparición de un mundo anterior, tan importante para la comprensión de la civilización de Babilonia como lo fue el descubrimiento de la cretomicénica para la comprensión de la antigüedad griega.
Pero esta civilización sumeria retrocedía más, mucho más aún. Casi parecía que sus principios se unían efectivamente con los del Génesis, como nos dice la Biblia; al menos con los primeros hombres posteriores al gran diluvio, mandado por Dios, después del cual un solo hombre, Noé, sobrevivió en la Tierra.
¿No aludía a tal diluvio la epopeya del semidiós Gilgamés, cuyos fragmentos completó George Smith, del Museo Británico, con su hallazgo de miles de trozos en la colina de Kuyunjik?
Por el año veinte de nuestro siglo, el arqueólogo inglés Leonard Woolley empezó a excavar en Ur, el Ur bíblico de Caldea, la patria de Abraham, y comprobó, no sólo la identidad de los diluvios, el bíblico y el sumerio, sino la autenticidad histórica de tal fenómeno.
No es posible resumir en unas páginas la historia asirio-babilónica sin exponernos a caer en un extracto excesivamente árido. Mas, a pesar de ello, esperamos que esto será útil para quienes no sólo buscan anécdota, sino que también desean conocer la historia. La historia del país de los dos ríos no es uniforme, como, por ejemplo, la de Egipto. En cambio existen ciertos puntos de coincidencia entre aquélla y la evolución de la civilización grecorromana. Lo mismo que, en los albores de ésta, un pueblo extraño procedente de lejanas tierras se asentó en Tirinto y Micenas, y luego aqueos y dorios hacían su irrupción desde el Norte y ambas ramas se unieron al correr de los siglos hasta formar una unidad griega; igualmente el pueblo extranjero de los sumerios llegó al delta del Eufrates y del Tigris trayendo como bagaje una cultura propia, un sistema de escritura y una legislación completa. Este pueblo fue exterminado al cabo de algunos siglos por otros pueblos bárbaros; pero en aquel suelo por los sumerios abonado, del antiguo reino de Sumer y Acad surgió Babilonia.
¿No nos cuenta la Biblia la confusión lingüística que se produjo en la construcción de la torre de Babel? Pues bien, efectivamente, en Babilonia se hablan oficialmente dos idiomas, el sumerio y el semita —el primero reducido en el transcurso de los tiempos a lenguaje de sacerdotes y juristas—; pero, además de esos dos idiomas, los invasores ameritas, arameos, elamitas y coseos y, más tarde, en Asiria, los lilibeos, mitanes e hititas, traían sus propios dialectos.