Delante del Templo de los Guerreros hay dos de estas serpientes-columnas. Hincan su cornuda cabeza en el suelo, con las bocas monstruosamente abiertas e inclinando el cuerpo hacia atrás, hacia arriba mejor dicho, mientras sostienen con la cola el techo del templo. Frente a estas serpientes y al Templo de los Guerreros, y frente a la mayoría de los edificios mayas en Chichén Itzá, los investigadores se muestran convencidos de que aquí se trata de un arte propio notablemente distinto del de Copan y Palenque, del de Piedras Negras, y del Uaxactún. Y no sólo se distingue como suele hacerlo el arte de un Nuevo Imperio del Antiguo al que debe su origen. Estudiados estilos, y examinados y comparados, aquí una línea, allá un ornamento, la carátula de un dios, o un signo al parecer inerte, intercalado en las figuras, llegaron a la conclusión de que allí habían intervenido manos extranjeras y de que había ideas extrañas, conocimientos y experiencias vitales recogidas en otros lugares.
Pero ¿de dónde habrán podido venir estas ideas y experiencias extrañas? ¿Quién las habrá llevado a tales lugares? Los investigadores dirigían su mirada a México, pero no al Imperio de los aztecas, mucho menos antiguo que el de los mayas, sino a edificios que ya eran antiquísimos cuando los aztecas invadieron México.
¿Y no se disponía de la menor indicación histórica, ni siquiera de un guía, como antaño lo fuera Diego de Landa, para comprender el asombroso hecho de que la vigorosa cultura de los mayas hubiera cedido a una influencia extranjera? ¿No había nadie que hiciera, por lo menos, una alusión con respecto al misterioso pueblo de aquellas monumentales construcciones?
Lo había, sí, y era conocido desde hacía tiempo. Pero nunca fue tomado en serio. Era nada menos que un príncipe azteca, el príncipe Ixtlilxóchitl, personaje asombroso.
ESCALINATAS CUBIERTAS POR MALEZA Y LAVA
Hace unos cien años, William Prescott decía lo siguiente respecto al príncipe Ixtlilxóchitl:
«Era un descendiente de la familia real tezkukaní, que descolló en el siglo de la conquista. Aprovechaba cualquier ocasión para instruirse, y era hombre de mucha aplicación y capacidad. El relato por él escrito muestra el brillante colorido de una figura histórica, de un hombre empeñado en reanimar la desaparecida gloria de una casa ilustre venida a menos, hundida casi entre escombros; todos han alabado su sinceridad y lealtad, y los escritores españoles que pudieron estudiar sus manuscritos se han dejado guiar por él sin desconfianza».
De muy distinto modo ha juzgado a este príncipe el mundo científico en los años posteriores a Prescott. El «siglo de la crítica de las fuentes» vio en él a un romántico narrador de historia, una especie de vate épico, y lo miró con cierta comprensión y benevolencia al leer en su relato hechos sublimes de su pueblo, pero no se le creyó ni una palabra. Efectivamente, era asombroso y hasta increíble lo que contaba. Sólo dos investigadores de México, seguramente los más destacados, los alemanes Eduard Seler y Walter Lehmann, empezaron a creer muy tarde que tales relatos tenían un fondo histórico.
Muchas veces, en la historia de la arqueología, hemos dado con breves períodos en los cuales, por una serie de nuevos hechos descubiertos, un cuadro histórico logrado con la mayor dificultad se ve en peligro de ser totalmente desfigurado. Y también a menudo hemos podido observar cómo esta desfiguración se evitaba con cierto temor, y hasta se prescindía de tomar nota de nuevos hechos, y no se los estudiaba con la atención debida para que no pudieran perjudicar lo ya establecido como firme. Pequeño ardid con el que la ciencia se protege a sí misma, pues los descubrimientos arqueológicos necesitan su tiempo para ser digeridos; y en virtud del mismo, los investigadores rodearon los antiguos edificios y las ruinas de México con un cerco prohibido como si la lava que los cubría a medias fuese aún masa ardiente. Lo cierto es que no era posible ordenar aquellos edificios a cuya sombra habían vivido los aztecas dentro del cuadro trazado por los hallazgos y exploraciones de la región de los mayas. Y si alguien los veía por casualidad —ya que intencionadamente nadie los buscaba— los evitaba cuidadosamente. Las observaciones —por ejemplo, de Prescott— escritas hace unos cien años respecto a Teotihuacán, la ciudad en ruinas, donde Cortés hubo de pernoctar cuando huía en la «noche triste», no podían normalmente evitarse. Pues bien, esta táctica de eludirlas fue seguida implacablemente por casi todos los exploradores hasta fines del siglo, y aquellas ruinas antiquísimas sólo sugerían tímidas alusiones a muchos puntos de interrogación. Hasta que, de repente, uno tras otro fueron sucediéndose nuevos descubrimientos. En los últimos tres decenios vino a concentrarse de golpe todo lo que ya hubiera podido decirse hacía tiempo; pues lo asombroso era que para llegar a estas pirámides no hacía falta equipar una expedición, ni abrirse camino a través de la jungla con el machete, ni luchar con la fiebre o contra los animales peligrosos ni con una vegetación hostil. A ellas se iba —¡es increíble!— en tren; o una buena tarde de domingo, a pie, dando un grato paseo. Porque algunos de aquellos extraordinarios testimonios de la cultura de la América precolombina no distaban de la capital de México más de una hora de ferrocarril, e incluso algunos de ellos radicaban en la misma periferia de la ciudad.
Ixtlilxóchitl era un príncipe convertido al cristianismo, amigo de los españoles, muy culto y poseedor de extensos conocimientos sobre los sacerdotes. Pasada la época de las guerras, se dedicó a recopilar la historia de su pueblo. Su guía era la tradición, y su relato —que nadie quería creer— arranca de las tinieblas de la era primitiva con la fundación de la ciudad de Tula —o Toltan, hoy día, en el Estado de Hidalgo— por los toltecas.
Hace historia de las grandes hazañas de este pueblo que conoció la escritura, los números, el calendario y levantó templos y palacios. Los toltecas no solamente gobernaron como príncipes en Tula, sino que eran muy sabios, y las leyes que dictaron fueron justas para todos. Su religión era benévola y libre de las crueldades que surgieron más tarde. Cuenta que su principado, que duró unos cinco siglos, sobrellevó hambres, guerras civiles y querellas dinásticas, hasta que otro pueblo, los chichimecas, ocupó el país.
Los toltecas supervivientes emigraron y se establecieron primero en Tabasco y después en Yucatán.
Pero ¿cuándo había sucedido todo aquello? Existen algunas fechas —véase la cronología—, pero no queremos mencionarlas, por inexactas. En la descripción de los hallazgos de época preazteca —y lo mismo sucede en la pre-maya— no concedemos garantía alguna, ya que existen tantas fechas como investigadores de México, y éstos alcanzan un número muy respetable hoy día.
Fue un francés el primero en confirmar los relatos de Ixtlilxóchitl, por un hallazgo; a pesar de lo cual no consiguió que se prestara fe al relato del historiador indio. Ningún arqueólogo creía en la existencia de Tula, citada por el príncipe, ciudad que ha sido comparada con la fabulosa Tule, de la cual se dijeron cosas tan concretas. Incluso la existencia real de la villa de Tula, al norte de la capital de México, no significaba para los investigadores ningún punto de partida, ya que en sus alrededores no había ninguna ruina que confirmara las indicaciones legendarias del príncipe historiador. Cuando el francés Désiré Charnay, allá por los años ochenta del pasado siglo, empezó a excavar en una pirámide cerca de esta Tula de Allende —más en plan de quien busca tesoros que como investigador serio—, la arqueología no dedujo consecuencias de su trabajo.
Fue durante la última guerra, en los años en que medio mundo se empeñaba en destruir y enterrar más aún la cultura, cuando un grupo de investigadores mejicanos empezó a excavar su propio suelo en busca de las esculturas pretéritas de su territorio.
En 1940, los arqueólogos de todo el mundo tuvieron que dar la razón al príncipe indio, como tuvo también que hacerse antaño con Homero, cuando excavaba Schliemann, o con la Biblia, merced a los descubrimientos de Layard. Los incrédulos investigadores hubieron de rendirse a la evidencia de una antigua Tula, capital de los toltecas, cuando aparecieron, como testimonios incuestionables, las pirámides del Sol y de la Luna.
Egon Erwin Kisch, uno de los más ágiles periodistas del mundo, emigrado alemán que vivió algunos años en México, fue el primero que hizo un reportaje sobre la pirámide de la Luna. Seducido por la magia de los mundos que resurgían, anota: «Mientras el reportero y la pirámide traban conversación, en lo alto de la plataforma superior asoman los pronunciados rasgos de la cara de un indio. Es Ixtlilxóchitl, que surgido en persona de la tierra como la pirámide, reivindica su honor científico tras una condena y destierro de casi cuatrocientos años».
Una tras otra, como en una caja de sorpresas, van apareciendo culturas tras culturas, y así surge la de los legendarios toltecas, ahogada y enterrada por los aztecas.
¿Cómo justificar tal anomalía? Los habitantes de la capital de México han vivido centenares de años al lado de estos monumentos. Pasaban a su lado cuando salían a trabajar el campo y descansaban a su sombra en las horas de reposo sin interesarse por ellos; sin embargo, para su deleite tomaban un trago de pulque, ese aguardiente fortísimo de pita, que ya conocían los toltecas.
Con sólo abrir bien los ojos se les hubiera revelado aquella pirámide. Pero ha sido este siglo el de los más impresionantes hallazgos.
Al noroeste de la capital, los arqueólogos excavaron ya en 1925 la pirámide de las serpientes, comprobando que no se trataba de un monumento hecho de una sola vez, sino una original construcción a modo de una enorme cebolla de piedra, en la que se fue superponiendo una capa a otra. Por los calendarios indígenas se podía deducir que, probablemente, cada cincuenta y dos años tenía lugar la construcción de una nueva capa, de tal modo que sólo en este momento se estuvo trabajando durante más de cuatrocientos años. Para hallar algo análogo a esto hemos de pensar en la construcción de catedrales de la Europa occidental.
En el subsuelo de la ciudad de México se buscaron los restos del gran
teocalli
que Cortés hizo destruir por completo, y se hallaron, en efecto, los cimientos de piedra. Los investigadores iban y volvían constantemente una y otra vez a San Juan de Teotihuacán, que así se llama hoy día esta población situada a cincuenta kilómetros de la capital federal, al mayor campo de pirámides, al testimonio más grandioso de la antigua civilización de los toltecas, la ciudad sagrada de las plegarias —tal es el significado del nombre—. Hemos de señalar que en la antigua lengua azteca
teo
significa dios lo mismo que en griego, pero aclaremos al mismo tiempo que estas analogías fonéticas casuales nada prueban. Esta zona de ruinas se extiende nada menos que en un área de diecisiete kilómetros cuadrados, de los que hasta ahora sólo se ha descombrado y estudiado una parte más bien pequeña, pues esta ciudad fue probablemente cubierta por capas de tierra de varios metros de espesor por los propios habitantes antes de emprender la fuga, labor de protección tan gigantesca como la ciudad misma, pues las pirámides escalonadas más altas, con sus características escalinatas, alcanzan hasta sesenta metros de altura. Más tarde, los arqueólogos exploraron las provincias, y Eduard Seler fue el primero en descubrir la pirámide fortificada de Xochicalco, ochenta kilómetros al sur de la capital. También excavaron en Cholula. Allí donde antaño Cortés cometiera una de sus traiciones más vergonzosas, y en el interior de la pirámide mayor —que cubría en su tiempo un espacio más vasto que la pirámide de Keops—, los arqueólogos descubrieron ahora un laberinto de galerías que se extendían kilómetros y kilómetros y llegaban más hacia el Sur. En 1931 el mejicano Alfonso Caso excavó, por encargo de su Gobierno, el Monte Albán, cerca de Oaxaca, encontrando algo que sus antecesores probablemente no habrían sospechado jamás, aunque seguramente no dejaron de pensar en ello: el tesoro de Monte Albán. Pues, en efecto, halló un tesoro; pero de nuevo dejemos aquí la palabra a Egon Erwin Kisch, quien lo relatará mejor que nadie:
«¿Hay algún otro punto en la tierra —se preguntaba— más envuelto en una oscuridad tan absoluta sobre su pasado y que no dé la menor respuesta a nuestras preguntas ansiosas? ¿Qué pesará más en nosotros: el hechizo o la confusión?
Y como quería averiguar dónde residía tal misterio argüía:
«¿Es acaso en este complejo espacial, cuyo contorno nos dispara hacia el infinito, o es quizás en las mismas pirámides que semejan nobles escalinatas tendidas hacia las moradas del cielo? ¿O en el patio del templo que vemos en nuestra imaginación lleno de millares y millares de indios entregados a sus ritos violentos? ¿O en el gran observatorio, cuya atalaya forma azimut con el meridiano? ¿O en el estadio de proporciones tales, con sus ciento veinte filas de asientos, que no es superado por ningún otro construido hasta el siglo veinte en Europa desde los años brillantes de la antigüedad romana? ¿O en el sistema de disponer centenares de tumbas, de modo que el terreno no quede todo él convertido en osario, o sea, disponiendo las sepulturas de forma que ninguna dificulte la colocación de la otra? ¿O en los mosaicos de colores, los frescos con sus figuras, escenas, símbolos y jeroglíficos? ¿O en esos recipientes de arcilla, esos vasos de los sacrificios, de formas elegantes y nobles, o en esas urnas de líneas perfectamente rectas con sus cuatro pies, en el interior de cada uno de los cuales una campanilla llama y pide auxilio cuando algún criminal quiere llevársela? ¿O es quizás en las joyas del tesoro de Monte Albán, que en la Exposición Universal de Nueva York dejaban pálidos a todos los demás objetos de orfebrería antigua y moderna? Pero sólo una pequeña parte de este tesoro brilla en una vitrina del Museo Nacional de México.
»Nadie hubiera creído que unos salvajes pudieran pulir el cristal de roca con tal perfección técnica, que consiguieran hacer collares de veinte hileras con 854 piezas cinceladas de oro y gemas matemáticamente iguales. Uno de los broches representaba un caballero de la muerte como no lo hubiera mejorado Lucas Cranach; hebillas de liga parecidas a las de la Jarretera inglesa; pendientes que parecen formados por lágrimas y espinas; una tiara digna de un papa; dediles trenzados para adornar las uñas; brazaletes y sortijas con ornamentos de figuras ventrudas, broches para capas y prendedores de jade, de turquesa, de perlas, de ámbar, de coral, de obsidiana, de dientes de jaguar, de hueso y de concha. En una mascarilla de oro se ve sobre las mejillas y la nariz un trofeo consistente en un fragmento de piel humana. Una tabaquera con hojas de sandía y oro; abanicos hechos con plumas de pájaro de quetzal. Un conjunto tan fastuoso y joyas tan fabulosas como aquellas que muchos de estos indios llevaban aún en el sepulcro, jamás los han poseído ni una emperatriz bizantina, ni la esposa de un maharajá, ni una multimillonaria americana».