Su nombre adquirió ilustre e imperecedera fama por la fundación de una biblioteca «con el fin de leerla él mismo». El hallazgo de estas placas fue el último gran triunfo de Layard como excavador, antes de ceder su puesto a otro, de regresar a Inglaterra y de empezar su carrera de político.
Aquella biblioteca dio la clave del conocimiento de toda la civilización asiriobabilónica.
El rey adquiría una parte de las placas como propiedad particular, y la mayoría de las conservadas son reproducciones que mandó hacer en todas las comarcas de su Imperio. A Shadanu, uno de sus funcionarios, le mandó a Babilonia instruyéndole de este modo:
«El día que recibas mi carta, lleva contigo a Shuma, a su hermano Beletier, a Apia y a los artistas de Borsipa que conozcas. Trae todas las tablas que encuentres en sus casas, así como las tablas que están en el templo de Ezida».
La carta termina de este modo: «Buscad las placas de valor cuyas copias no existan en Asiria. Ahora he escrito al sacerdote supremo del templo y al alcalde de Borsipa diciéndoles que tú, Shadanu, tomarás las placas en depósito y que nadie debe ocultártelas. Si alguna placa o un texto ritual os parece conveniente para el palacio, buscadlo, tomadlo y enviádmelo».
Además, trabajan para él los sabios y toda una «asamblea de artistas y escribas». Así reunió una biblioteca que contenía todos los conocimientos de aquella época; y éstos, en gran parte, estaban determinados por la magia, las creencias oscuras y la hechicería. Ello explica que la mayor parte de los libros sean obras doctrinales sobre conjuros, presagios y ritos. Pero no faltaban muchas obras de medicina, de carácter mágico en gran parte, así como obras de filosofía, astronomía, matemáticas y filología. Layard halló en la colina de Kuyunjik aquellas placas escritas para texto de los alumnos que tanto contribuyeron a descifrar el tipo III de la escritura cuneiforme.
También se hallaron listas de reyes, anotaciones históricas, noticias políticas, sucedidos e incluso poesías, cantos épicos, leyendas mitológicas, e himnos.
Por último, entre todo aquel tesoro hallóse redactada en placas de arcilla la obra literaria más importante del antiguo mundo mesopotámico: la primera epopeya de la Historia universal, la leyenda del maravilloso y terrible Gilgamés, mítica figura que tenía dos tercios de ser divino y uno de persona humana.
Pero estas placas ya no las halló Layard, sino otro hombre ilustre, poco antes liberado por una expedición de su doloroso cautiverio de dos años en Abisinia. Si Layard las hubiera descubierto habría colmado la balanza de su gloria, pues esta epopeya de Gilgamés no tenía sólo un interés literario, lo cual ya sería mucho, sino que contenía una leyenda que arrojaba sorprendente claridad sobre nuestro pasado más remoto, una leyenda que aún hoy día aprenden en la escuela todos los niños europeos, sin que hasta el hallazgo de la colina de Kuyunjik nadie sospechara el origen de la misma.
Hormuz Rassam, ayudante de Layard, cuando éste comenzó su carrera política fue nombrado sucesor suyo por consejo del Museo Británico.
Rasam era un cristiano caldeo nacido en Mossul en 1826. En 1847 comenzó sus estudios en Oxford. En 1854 fue intérprete del Residente inglés en Aden y poco después, a los treinta años escasos, él mismo era Residente suplente. En 1864 se trasladó a Abisinia con una misión; pero Teodoro, un rey negro autoritario, le hizo prisionero. Y así, Hormuz Rassam pasó dos años en las cárceles abisinias, hasta que la expedición de Napier le pudiera liberar.Poco más tarde empezaba sus excavaciones en Nínive.
Rassam excavó con tanto éxito como Layard, aunque carecía de dos ventajas que habían contribuido en gran medida a la fama de éste: la suerte de ser el primero y aprovechar así la novedad sensacional de los hallazgos, y la capacidad fascinadora del diplomático y hombre de mundo que sabe presentar sus descubrimientos con descripciones en las que abundan expresiones brillantes y conceptos audaces sobre el mundo descubierto, con lo cual se ganaba tanto al público como al profesional. Es imaginable el gran partido que Layard habría sacado si en la colina de Nemrod, que se había removido por todas partes, aún hubiera hallado un templo de cincuenta metros de longitud por treinta de anchura. Y con brillantes colores habría descrito la acción de la revuelta de obreros que Rassam tuvo que contener con mano férrea. Hallándose a catorce kilómetros al norte de Nemrod, cerca de Balawat, no sólo descubrió un templo de Asurnasirpal, sino los restos de una ciudad de terrazas. Y también, entre muchísimos otros objetos, una puerta de bronce de dos hojas que media una altura de casi siete metros, primera y única prueba de que en los palacios del país de los dos ríos se habían conocido estas puertas. Lo mismo podríamos decir de la destreza literaria y la cautivante emoción con que Layard habría descrito el hallazgo de la epopeya de Gilgamés, aunque, lo mismo que Hormuz Rassam, no hubiera podido conocer inmediatamente la gran trascendencia del descubrimiento, cosa que sólo se supo al cabo de muchos años. Verdad es que, hoy día, toda historia de la Literatura Universal, por elemental que sea, la menciona en sus primeras páginas. Mas para los autores modernos la cosa es fácil; suelen citar diez líneas para señalar el valor literario, indican que tal es la fuente más remota de la epopeya, y no se preocupan del contenido de la obra, que se remonta a los primeros días del género humano.
Hallar las huellas de este origen es el mérito de un hombre que falleció a los cuatro años de haber realizado su descubrimiento; de un sabio cuyo nombre, por ser corriente en Inglaterra, su patria, apenas si es citado en los tratados de arqueología, aunque aparece en observaciones marginales y llamadas.
Este hombre era George Smith, otro de los «aficionados» que husmearon en el campo de la arqueología.
Smith, que nació el 26 de marzo de 1840, en Chelsea, cerca de Londres, era un autodidacta que todas las noches, en su habitación, se entregaba con aplicación sin igual al estudio de las primeras publicaciones de la asiriología. A los veintiséis años de edad escribió un breve tratado sobre caracteres cuneiformes aún dudosos. Tales estudios, que llamaron la atención del mundo profesional, le valieron, años más tarde, ser nombrado ayudante en la sección egipcio-asiria del Museo Británico de Londres. Cuando, prematuramente, falleció en el año 1876, había publicado ya una docena de libros, ligando su nombre con descubrimientos importantes.
George Smith estudió, en el año 1872, algunas placas que Hormuz Rassam había enviado al Museo, e intentó descifrarlas.
Por aquella época, nadie sospechaba que hubiera existido una literatura asiriobabilónica digna de ser comparada con las posteriores grandes obras clásicas de la literatura. No era aquello lo que fascinaba a Smith, científico en el fondo, sin ambición literaria y, probablemente, sin afición por las musas. Pero apenas hubo comenzado el desciframiento, quedó fascinado por la trama de la leyenda y la acción narrada, no por su forma. Y cuanto más progresaba en su tarea, más le entusiasmaba lo que allí se decía, sobre todo una alusión secundaria que hallaba al final…
Smith había seguido apasionadamente la narración de las grandes hazañas de Gilgamés. Había leído la leyenda del hombre del bosque, Enkidu, que fue llevado a la ciudad por una sacerdotisa prostituta del templo para vencer a Gilgamés, el presumido. Pero la terrible lucha entre los dos héroes no dio una victoria, sino que Gilgamés y Enkidu se hicieron amigos y ambos realizaron juntos nuevas hazañas portentosas: mataron a Chumbaba, el terrible dueño del bosque de los cedros, e incluso provocaron a los mismos dioses al insultar groseramente a la diosa Istar, que había ofrecido a Gilgamés su amor divino.
Y descifrando fatigosamente, Smith había leído cómo Enkidu falleció de una terrible enfermedad, cómo Gilgamés le lloraba y cómo, para no compartir igual destino, se marchó en busca de la inmortalidad. Encaminóse adonde estaba Ut-napisti, el antepasado común de todos los humanos, el único que con su familia logró eludir el gran castigo impuesto por los dioses al género humano, haciéndose así inmortal. Y Ut-napisti, el antepasado común, contó a Gilgamés la historia de su milagrosa salvación.
Smith leía aquello con ojos encendidos. Pero cuando su excitación empezaba a transformarse en la certeza de un nuevo descubrimiento, tropezaba cada vez con más lagunas en el texto de las placas enviadas por Rassam, constatando Smith que sólo poseía una parte del texto y que lo esencial, el final de la gran epopeya, con el relato de Ut-napisti, sólo restaba en fragmentos.
Pero lo descifrado hasta entonces de la epopeya de Gilgamés no le permitía callar. Al conocerse este hecho, toda Inglaterra, país muy aficionado a las lecturas bíblicas, se conmovió. Un diario muy conocido ayudó a George Smith. El
Daily Telegraph
hizo saber que pondría 1.000 guineas a disposición de quien hallara el resto de la epopeya de Gilgamés, marchando a Kuyunjik para buscarlo.
Y George Smith, el ayudante del Museo Británico, aceptó aquel desafío. Lo que le pedían no era ni más ni menos que esto: recorrer miles de kilómetros, desde Londres a Mesopotamia, para buscar allí, en una montaña de escombros que en relación con su volumen apenas estaba escarbada, determinadas placas de arcilla. Llevar a cabo tal tarea era algo así como buscar la famosa aguja en un pajar.
George Smith, repetimos, aceptó la propuesta de emprender tan audaz labor. Pero lo más sorprendente es que se repitió uno de aquellos increíbles golpes de fortuna que en el transcurso de las exploraciones arqueológicas se han dado tantas veces: ¡Smith halló inmediatamente las partes que faltaban de la epopeya de Gilgamés!
Regresó a Londres con 384 fragmentos de placas de arcilla, y entre ellas estaban las que completaban el relato de Ut-napisti, cuya primera alusión tanto le excitó. Aquella historia era la descripción del Diluvio, pero no de una de esas catástrofes acuáticas que aparecen en la mitología primitiva de casi todos los pueblos, sino la descripción de un diluvio bien determinado, exactamente igual al que mucho más tarde contaba la Biblia. Pues Ut-napisti no era sino el bíblico Noé.
Y veamos aquí el texto, que es lo que importa. El dios Ea, amigo de los hombres, revela en sueños a su protegido la intención de los dioses de imponerles un castigo, por lo que Ut-napisti construye un barco:
«Todo cuanto tenía lo llevé conmigo; todo el fruto de mi vida
lo cargué en el barco; familia y parientes todos:
animales del campo, animales de las praderas y artesanos de todos los oficios,
a todos los embarqué.
Subí al barco y cerré la puerta…
Cuando amaneció el día espléndido
en el horizonte lejano se apelotonaba una nube negra…
La claridad del día se convirtió de repente en noche:
el hermano ya no ve al hermano,
ya no puede distinguirse la tierra del cielo.
Los dioses, llenos de terror ante las aguas,
huían y se refugiaban en el cielo de Anu,
los dioses se acurrucaban como perros junto a la pared y se quedaban quietos…
Durante seis días y seis noches
aumentaron la tempestad y las olas, el huracán bramaba sobre todo el país.
Al amanecer calmóse la tempestad,
las olas se aquietaban,
aquellas enormes olas que habían causado terribles estragos,
como un ejército de guerreros;
aquellas olas se tornaban mansas,
el viento amainaba y el agua dejaba ya de subir.
Yo miré las aguas, pues no se oía su rugido:
¡los hombres todos se habían convertido en barro!
El pantano alcanzaba la altura de una casa…
Yo busqué la tierra, mirando al horizonte del mar,
y allá lejos, muy lejos, vi surgir una isla.
El barco se acercó al monte Nisir, y en el monte Nisir
se encalló, quedando como anclado…
Al amanecer del séptimo día solté una paloma y la envié lejos,
y como no hallaba sitio donde descansar, regresó.
Envié una golondrina y la dejé volar;
voló, voló la golondrina y volvió también a mí,
porque no hallaba un sitio donde descansar, por esto volvía.
Solté luego un cuervo, le dejé volar,
y él marchó volando. El cuervo vio que el nivel del agua descendía;
por eso come, vuela, grazna… y no regresa».
No cabía duda: se había hallado una forma primitiva del relato bíblico del Diluvio universal. No nos llama la atención sólo la semejanza del gran acontecimiento, sino que hallamos algunos rasgos que aparecen de nuevo en la Biblia; por ejemplo, aquí encontramos incluso la paloma y el cuervo, que también soltó Noé.
Este texto de la epopeya de Gilgamés, grabado en escritura cuneiforme, planteaba en la época de George Smith un problema crítico: la narración de la Biblia no era la más antigua que existía.
De nuevo, la investigación con la piqueta había dado otro salto inmenso en el pasado. Pero ahora se presentaron nuevos problemas. ¿La historia de Ut-napisti sería solamente la confirmación de la verdad de la leyenda bíblica por una leyenda más antigua? ¿No se había considerado hasta hacía poco corno simple leyenda todo lo que la Biblia decía de este pueblo extraño tan rico situado entre los dos ríos? ¿Y no se había visto que todas estas leyendas se basaban en un fondo auténtico, en una realidad histórica?
Quizá, también, la historia del Diluvio fuera algo más que una simple leyenda.
Y pensando en tales cosas, uno se pregunta: ¿hasta qué tiempos retrocedía, pues, la historia del país de los dos ríos?
¡Lo que hasta entonces se había interpretado como un muro infranqueable detrás del cual no había más que oscuridad por la absoluta falta de historia, se revelará pronto como simple telón que cubre el escenario de un mundo todavía más antiguo!
Pocos años después del descubrimiento de George Smith, otro agente consular francés, llamado De Sarzec, por los años 1880, encontró cerca de Tello, en Babilonia, enterrada en la arena, una figura que denotaba un estilo artístico como hasta entonces nunca se había visto en el país de los dos ríos. Tenía ciertos rasgos comunes con lo hallado hasta entonces, pero más antigua y más monumental, era una huella del arte más primitivo, de los días de infancia de la cultura humana y mucho más antiguo que el arte egipcio, hasta entonces considerado como el más remoto de la Humanidad.