Era de creer que el hallazgo de la piedra trilingüe de Rosetta acabaría con todas las hipótesis fantásticas, pero sucedió lo contrario. El camino de la solución presentábase ahora de manera tan manifiesta, que hasta los menos entendidos se atrevían a enfrentarse con este problema.
Un anónimo de Dresde señalaba todas las letras del corto fragmento jeroglífico de la piedra de Rosetta según el texto griego. Un árabe, Ahmed ben Abubeker, «revelaba» un texto que el orientalista Hammer Purgstall, hombre serio, incluso traducía. Un anónimo de París veía en la inscripción del templo de Dendera nada menos que el texto del salmo 100, y en Ginebra se publicó la traducción de las inscripciones del llamado «obelisco de Panfilia», que debía ser «un relato escrito cuatro mil años antes de Jesucristo acerca de la victoria de los fieles sobre los infieles».
La fantasía entraba en juego unida con la arrogancia y necedad extraordinarias del conde Palin, que pretendía haber reconocido al primer vistazo lo que significaba la piedra de Rosetta. Basándose en Horapolo y en doctrinas pitagóricas de la Cábala, interpretó su simbolismo tan rápidamente que en una noche consiguió el resultado, dándolo a conocer ocho días más tarde al público, y, según propia afirmación, «sólo por esta rapidez se veía libre de los sistemáticos errores a que uno se expone con largas reflexiones».
En medio de estos fuegos artificiales en torno a los desciframientos, se veía a Champollion ordenando, comparando, examinando, ganando paso a paso la cima de una penosa labor; y en su ruta no le faltaron contratiempos y desalentadoras sorpresas. El abate Tandeau de Saint-Nicolas, por ejemplo, redactó un folleto donde demostraba con la mayor claridad que los jeroglíficos no eran ninguna clase de escritura, sino un simple medio de decoración.
Sin inmutarse, Champollion escribe en 1815, en una carta sobre Horapolo, lo siguiente: «Su obra se titula
Hieroglyphica
, pero no interpreta lo que llamamos jeroglíficos, sino sólo el valor simbólico de las esculturas sagradas, es decir, los símbolos que aparecen en escultura y que se distinguen de los jeroglíficos propiamente dichos. Esto es contrario a la opinión general; pero la prueba de lo que digo se halla en los mismos monumentos egipcios. En las representaciones escultóricas vemos éstos de que habla Horapolo, como la serpiente mordiéndose la cola, el buitre en la posición por él descrita, la lluvia celeste, el hombre sin cabeza, la paloma con la hoja de laurel, etc.; pero nada de esto se ve en los jeroglíficos propiamente dichos».
En aquellos años solía verse en los jeroglíficos un valor sistemático análogo a una especie de epicureísmo místico, doctrinas secretas cabalísticas, astrológicas y gnósticas, alusiones a la agricultura, el comercio, la administración y la vida práctica; se leían en ellos párrafos de la Biblia e incluso textos de la literatura anterior al Diluvio, tratados caldeos, hebreos y también chinos: «algo así como si los egipcios no hubieran tenido su propio idioma para expresarse», comenta Champollion.
Todos estos intentos de interpretación se basaban más o menos en Horapolo. Mas quedaba un camino para el desciframiento, y éste iba contra Horapolo. Tal fue el camino que emprendió Champollion.
Pocas veces se puede fijar fecha a los grandes descubrimientos del espíritu humano, ya que generalmente son el resultado de innumerables y lentos procesos de la reflexión, de un trabajo de muchos años sobre el mismo problema hasta llegar a ese punto crucial de lo consciente y de lo inconsciente, de una atención constantemente dirigida a una meta y un sueño feliz. Y raras veces se produce la solución de manera fulminante, como el resplandor de un relámpago.
Por eso parece que todos los grandes descubrimientos pierden su habitual grandeza cuando nos ocupamos en su historia previa, cuando seguimos paso a paso el lento y fatigoso camino que para ellos se ha recorrido. Y cuando se conoce el principio anhelado, las equivocaciones parecen absurdas; todas las ideas falsas, una obcecación; los mayores problemas, cuestiones sencillas. Difícilmente puede imaginarse hoy día lo que significa que Champollion defendiera uno tras otro los puntos de sus tesis contra la opinión del mundo culto, que creía a pies juntillas a Horopolo, cuando los eruditos y el público eran partidarios de éste, no porque vieran en él una autoridad —como los hombres de la Edad Media en Aristóteles o los teólogos posteriores en los primitivos Padres de la Iglesia—, sino porque, por rudimentaria convicción, aunque con escepticismo, no veían más que esta posibilidad: ¡los jeroglíficos son una escritura de imágenes! Y aquí, para desgracia de la investigación, la opinión autorizada se unía con las apariencias. Horapolo no era solamente considerado como el que todavía estaba más cerca, en milenio y medio, de los últimos jeroglíficos escritos, sino que manifestaba lo que todos podían ver: allí había imágenes, imágenes y más imágenes.
Y en un momento que no podemos determinar con exactitud, Champollion tuvo la ocurrencia feliz de que las imágenes jeroglíficas eran «letras», mejor dicho, signos representativos de sonidos; su fórmula más antigua dice: «…sin ser estrictamente alfabéticos, son, sin embargo, expresión gráfica de los sonidos».
En aquel instante se produjo el gran cambio: apartarse del camino trazado por Horapolo. Y este desvío le llevó a la lectura de los jeroglíficos. Después de tal vida de trabajo, de tantos esfuerzos, ¿puede hablarse de una ocurrencia? ¿Ha sido una casualidad? Cuando Champollion tuvo por primera vez esta idea, él mismo la rechazó. Cierto día en que identificaba con la letra «f» el signo de la serpiente echada, la supuso inexacta. Y cuando los escandinavos Zoëga y Akerblad, el francés De Sacy, y, sobre todo, Thomas Young reconocieron la parte demótica de la piedra de Rosetta como «escritura de letras», lograron también soluciones parciales. Pero no adelantaron más, y De Sacy declaró que capitulaba ante el enigma de los escritos jeroglíficos, que seguían «intactos» como el Arca Sagrada de la Alianza.
E incluso Thomas Young, que logró excelentes resultados en el desciframiento de la parte demótica al leerla por los sonidos, rectificóse a sí mismo en 1818, de modo que cuando descifraba el nombre Ptolomeo descomponía arbitrariamente los signos en letras, o sea en valores la mayoría monosilábicos y otros bisilábicos.
Y aquí se manifiesta la diferencia entre ambos métodos y resultados. Young, hombre de ciencia, genial sin duda, pero filológicamente poco versado, trabajaba superficialmente por simple comparación, por interpolación aguda, y, sin embargo, descifró algunas palabras, siendo prueba maravillosa de su intuición el hecho de que más tarde Champollion confirmase que de la lista de sus 221 símbolos, 76 habían sido bien interpuestos. Pero Champollion, que dominaba más de una docena de idiomas antiguos, entre ellos el copto, idioma más cercano al espíritu lingüístico del antiguo Egipto que todos los demás, no adivinó, como Young, unas cuantas palabras sueltas o letras, sino que reconoció el sistema de escritura. Él no sólo interpretaba, sino que hacía legible y apto para la enseñanza el texto escrito. Y en el momento en que reconoció dicho sistema en sus rasgos fundamentales pudo volver a la idea fecunda que había atisbado desde hacía mucho: que se debería empezar por descifrar los nombres de los reyes.
¿Por qué los nombres de los reyes? También esta idea era lógica, y hoy nos parece la cosa más sencilla. La inscripción de Rosetta, como ya hemos dicho, contenía la noticia de unos sacerdotes que habían hecho ciertas manifestaciones especialmente dedicadas al rey Ptolomeo Epífanes. El texto griego que se podía leer presentaba una claridad meridiana. Pues bien, en el lugar de la inscripción jeroglífica donde se podía suponer que estaba el nombre del rey había un grupo de signos encerrados en un anillo algo ovalado que los entendidos acostumbran denominar
cartouche
.
¿No era lógico sospechar que este
cartouche
, único signo destacado, era la palabra más digna de ser subrayada, es decir, el nombre del rey?
¿No parece propio de un alumno inteligente el ordenar las letras del nombre de Ptolomeo con los signos jeroglíficos correspondientes, y así identificar en el antiguo modo de escribir ocho signos jeroglíficos en correspondencia con ocho letras?
Todas las grandes ideas que representan grandes problemas ya esclarecidos nos parecen muy sencillas. Es como el huevo de Colón.
Pero lo que hizo Champollion fue romper con la tradición
horapolónica
que durante catorce siglos había embrollado las cabezas de los eruditos. Nada mengua el triunfo del descubridor, a quien la investigación posterior dio una confirmación brillante. En el año 1815 había sido hallado el llamado obelisco de Filé, que el arqueólogo Banks llevó en 1821 a Inglaterra, y que también presentaba una inscripción jeroglífica y helénica paralela; una segunda piedra de Rosetta, en suma. Y de nuevo aparece allí, encerrado en su
cartouche
, el nombre de Ptolomeo. Pero también se hallaba nimbado un segundo grupo de inscripciones. Y Champollion, guiado por este nuevo grupo de inscripciones que aparece al pie del obelisco, supuso que contenía el nombre de Cleopatra.
Otra vez la cosa nos parece muy sencilla. Mas cuando Champollion escribió, uno debajo del otro, los dos grupos de inscripciones según los nombres supuestos y siguiendo nuestra manera de escribir y comprobó que en el nombre de Cleopatra los signos 2, 4 y 5 concordaban con el 4, 3 y 1 del nombre de Ptolomeo, quedaba descubierta la clave para descifrar los jeroglíficos. ¿Solamente la clave para leer una escritura extraña? No. La clave para abrir todas las puertas del milenario Egipto, el país de los tres Imperios.
Hoy día sabemos ya lo sumamente complicado que es el sistema jeroglífico de escritura. Pero en nuestros días el estudiante aprende como la cosa más natural lo que entonces era desconocido, lo que Champollion, basándose en este primer descubrimiento, fue logrando penosamente.
Hoy ya conocemos los cambios que experimentó la escritura jeroglífica, sabemos de la evolución que convirtió los viejos jeroglíficos en una escritura «hierática», y luego en otra, aún más abreviada, más refinada, conocida como escritura «demótica». El investigador de la época de Champollion no veía aún esta evolución. El descubrimiento que le ayudaba a interpretar una inscripción no servía para descifrar otra. Lo mismo que el europeo de nuestros días es incapaz de leer un manuscrito trazado por un monje del siglo XII, aunque ya se empleaban los idiomas modernos, ya que esas complicadas iniciales miniadas del documento medieval, para el profano, ni siquiera parecen letras. Pues bien, de tal forma de escritura perteneciente a nuestro propio círculo de cultura, no estamos alejados ni siquiera mil años. De forma parecida, el sabio que dirigía su mirada a los jeroglíficos se veía ante un círculo de cultura extraño y contemplaba una escritura que durante tres mil años había experimentado toda clase de evoluciones y cambios.
Hoy ya no hay dificultad alguna en distinguir entre «signos fonéticos», «signos de palabras» y «signos de ideas», con cuya división se ha conseguido el primer orden de catalogación entre los distintos valores de los signos y de las imágenes. Hoy día ya no causa extrañeza leer una inscripción de derecha a izquierda, otra de izquierda a derecha, y la tercera de arriba abajo; pues se sabe que todas éstas han sido maneras distintas de escribir en diferentes épocas. Rossellini en Italia, Leemans en los Países Bajos, De Rouge en Francia, Lepsius y Brugsch en Alemania fueron sumando conocimiento tras conocimiento. Llegaron a Europa diez mil papiros y nuevas inscripciones de tumbas, monumentos y templos. Y, por fin, todo se leyó con soltura. Como documento póstumo apareció, finalmente, la
Grammaire Egyptienne
de Champollion (París, 1836-1841), y después el primer intento de diccionario del antiguo egipcio. La explicación del idioma siguió el mismo proceso que el desciframiento de la escritura. Basándose en tales resultados e investigaciones, la ciencia logró dar el paso indispensable para escribir incluso en lenguaje jeroglífico. Resultado más ampuloso que útil. En el
Egyptian Court
del Palacio de Cristal, en Sydenham, los nombres de la reina Victoria y de su esposo Alberto aparecen escritos en grafía jeroglífica. En el patio del Museo Egipcio de Berlín campea la inscripción de su fundación en signos jeroglíficos. Y ya Lepsius fijó en la pirámide de Keops, en Gizeh, una placa que perpetuaba en jeroglíficos los nombres y títulos de Federico Guillermo IV, que había subvencionado la expedición.
Por eso no creemos exagerado seguir la verdad del hombre que merece la gloria de haber hecho hablar a los monumentos, aunque no conociera más que por las inscripciones el país que estudiaba y que tanto le entusiasmó hasta los treinta y ocho años de edad; sigámosle, pues, ahora, en una de sus auténticas aventuras en Egipto.
No siempre los investigadores tienen la suerte de ver confirmadas sus teorías por los hechos reales, objetivos. Frecuentemente, ni siquiera tienen ocasión de ver los lugares por los que su fantasía se preocupó durante decenas de años.
Champollion no pudo añadir a sus grandes conquistas teóricas una actividad de excavador, pero pudo contemplar Egipto y ver confirmado con sus propios ojos lo que tantas veces había imaginado en sus estudios. Ya de joven, saliéndose de la pura afición de descifrador, trabajó en una cronología del antiguo Egipto y, sumando hipótesis, catalogó como pudo lo que creía necesario ordenar respecto al tiempo y al espacio: estatuas o inscripciones, a base de escasos puntos de referencia. Por fin realizó sus sueños y llegó al país de sus estudios, donde se encontró de manera parecida a la del zoólogo que con restos de huesos y fósiles hubiera llegado a modelar la figura de un dinosaurio y de pronto se viese transportado a aquellos remotos tiempos y tropezase realmente con uno de tales monstruos.
La expedición de Champollion, que duró de julio de 1828 a diciembre de 1829, fue una carrera triunfal.
Los representantes oficiales franceses son los únicos que no olvidan que Champollion fue considerado como reo de alta traición —el procedimiento legal en una «monarquía tolerante» había sido suspendido, mas no faltan las molestias por tal causa—, pero los indígenas afluyen en masa para ver y admirar a aquel hombre que «sabe leer lo escrito en las piedras antiguas». Champollion tiene que observar una severa disciplina para reunir, cada vez que los necesita, a los que toman parte en la expedición, que se realiza en los barcos
Hator
e Isis, nombres de dos amables dioses del país del Nilo.