Así pues, ¿qué haría?
¿Oscurecer parcialmente la placa de matrícula con un poco de barro? Desde luego, una placa de matrícula no legible podría costarle una multa, pero ¿y qué? Era un riesgo insignificante.
¿De qué más podría preocuparse el Buen Pastor?
Gurney parecía observar los rescoldos en la rejilla de la estufa, pero tenía la mirada perdida. Se levantó de la silla, encendió la lámpara de pie y se acercó a la isla de la cocina para prepararse un café. Tiempo atrás, había descubierto que para conseguir dar con una solución era bueno distanciarse del problema, ocuparse en otra cosa. El cerebro, libre de la presión de encontrar una respuesta en concreto, solía hallar él solito su propio camino. Como uno de sus vecinos del condado de Delaware, nacido y criado en el lugar, le había dicho en cierta ocasión: «El sabueso no puede atrapar al conejo hasta que lo sueltas de la correa».
Así que a otra cosa. O de vuelta a otra cosa.
Kyle había insistido en que nadie los había seguido a la ciudad o de vuelta a Walnut Crossing. Aquello le hacía sentir incómodo. No había querido decirles nada a Kim o a su hijo, pero ahora era el momento de resolver ese problema. Cogió las tres linternas del cajón del aparador, las probó una por una y seleccionó aquella cuya batería parecía menos agotada. Fue al lavadero, se puso la chaqueta manchada de pintura que usaba para ir al granero, encendió la luz lateral y salió.
Fuera hacía frío. Se agachó en la hierba congelada, delante del coche de Kim, para comprobar el espacio entre los bajos del vehículo y el suelo. No bastaba para lo que tenía pensado, así que volvió a la casa a por las llaves del Miata.
Las encontró en el bolso de Kim, en la mesita de café al lado de la chimenea.
Se dirigió al cobertizo del tractor a coger un par de rampas metálicas que normalmente usaba para elevar el cortacésped cuando había que cambiar las cuchillas. Colocó las rampas delante del Miata y, suavemente, condujo el vehículo hacia delante y hacia arriba hasta que la puerta delantera estuvo veinte centímetros más arriba de lo normal. Echó el freno de mano. Se tumbó boca arriba y se metió bajo el coche elevado, iluminando con la linterna.
No tardó en encontrar lo que buscaba. Era una caja negra de metal, no mucho más grande que un paquete de cigarrillos, sostenida por un imán a la parte inferior del chasis. Un cable salía de la caja en dirección a la batería del coche.
Gurney volvió a bajar el automóvil de las rampas, entró en la casa y dejó las llaves de Kim en su bolso.
El transmisor GPS que había encontrado en el Miata no es que cambiara totalmente el juego, pero añadía un elemento más. ¿Era mejor dejarlo allí o quitarlo?
Empezó a darle vueltas, pero le asaltaban demasiadas preguntas sin responder como para poder tomar un camino u otro. En ese momento, se le ocurrió que lo mejor era hacer una llamada de teléfono.
Eran las 23.30 y supuso que Hardwick no lo cogería. Le dejaría un mensaje de voz: aquello le vendría bien para despejar su cabeza. Como esperaba, salió el buzón de voz.
—Eh, Jack, tengo más preguntas molestas para ti. ¿Hay una base de datos accesible de multas de tráfico de hace diez años? Estoy buscando multas o notificaciones por llevar una placa de matrícula oscurecida, concretamente en condados del norte del estado. ¿El momento? El periodo de tiempo en el que se cometieron los asesinatos del Buen Pastor. Por otra parte, ¿algún progreso con los detalles del Estrangulador de las Montañas Blancas?
Después de colgar, volvió a pensar en la cuestión del localizador GPS. Que estuviera conectado con el sistema electrónico del coche implicaba que, a diferencia de un sistema de batería con una vida de transmisión limitada, podría haber sido instalado tiempo atrás y seguir operativo. Pero ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿quién? Sin duda, el responsable era la misma persona que había instalado los micrófonos en el apartamento. Tal vez había sido su exnovio, ese acosador obseso, pero tenía la sensación de que podría ser algo más complicado que eso.
De hecho, era más probable que…
Se dirigió al lavadero, se puso la chaqueta y fue otra vez a la zona de aparcamiento.
Sacó las rampas de delante del Miata y las puso delante del Outback. Después de volver a la casa a buscar las llaves y la linterna que había olvidado, arrancó el motor y repitió el mismo proceso.
Casi esperaba encontrar un aparato localizador parecido. Revisó con cuidado los bajos del coche, pero nada. Abrió el capó y buscó en el compartimento del motor: nada. Siguió los cables de la batería: nada.
Después, colocó las rampas en la parte trasera del coche y lo hizo retroceder. De nuevo inspeccionó con su linterna, esta vez los bajos de la parte posterior.
Y allí estaba. Una segunda caja negra, ligeramente más grande que la primera. Llevaba una batería imantada en la parte superior de uno de los soportes del parachoques trasero. La marca y las especificaciones generales impresas en el lateral del aparato indicaban que era del mismo fabricante. Era igual que el que habían puesto en el coche de Kim, salvo por la fuente de alimentación.
La diferencia entra las dos, por otro lado, era obvia: el tiempo requerido para su instalación. Para armar la versión cableada se tardaría, por lo menos, media hora; mientras que la que llevaba batería se podía instalar en un momento. En condiciones normales, era preferible conectarlo a la batería del coche. Eso sugería que para quien lo había instalado había sido más sencillo acceder al coche de Kim que al Outback. Una vez más todo apuntaba a Meese.
Ya era más de medianoche, pero dormir estaba descartado. Cogió una libreta y un bolígrafo del escritorio del estudio y copió la información impresa en los localizadores para poder buscar sus parámetros de rendimiento en el sitio web del fabricante. Todos los localizadores GPS funcionaban más o menos del mismo modo: transmitían coordenadas de localización que, mediante el
software
apropiado, podían ser mostradas como un icono en un mapa en casi cualquier ordenador con conexión a Internet. Los diferentes precios tenían que ver con la precisión y con lo sofisticado que fuera el
software
. La tecnología se había vuelto muy barata, incluso a niveles de elevado rendimiento. De hecho, era accesible casi para cualquiera.
Cuando estaba saliendo de debajo del Miata por segunda vez esa noche, lo sobresaltó una suerte de vibración en la cadera derecha. En un primer momento, pensó que se trataba de algo causado por el dispositivo GPS. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que era su teléfono: lo había puesto en vibración para evitar despertar a nadie en la casa, por si Hardwick lo llamaba.
Al ponerse en pie, sacó el teléfono del bolsillo y vio el nombre de Hardwick en la pantalla.
—Qué rapidez —dijo Gurney.
—¿Rapidez? ¿De qué coño estás hablando?
—Respuestas rápidas a mis preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Las que te he dejado en tu buzón de voz.
—No miro mi buzón de voz en plena noche. No te llamo por eso.
Gurney tuvo una pequeña premonición. O quizá simplemente es que empezaba a conocer bien los cambios de tono en la voz de Hardwick para reconocer el sonido de la muerte. Esperó el anuncio.
—Lila Sterne. La mujer del dentista. En el suelo, nada más entrar. Picahielos en el corazón. Tres más seis. En total, nueve asesinatos. Y no parece que haya acabado. Pensaba que te gustaría saberlo. Además, me he imaginado que ahora mismo nadie más se molestaría en contártelo.
—Cielos. Domingo, lunes, martes. Uno cada noche.
—Entonces, ¿quién es el siguiente? ¿Apuestas para el picahielos del miércoles? —El tono de Hardwick había cambiado otra vez, esta vez al registro cínico que Gurney sentía como si fueran unas uñas rascando la pizarra.
Un policía necesitaba distanciarse de las cosas, emplear el humor negro, pero a veces Hardwick parecía pasarse de la raya. A Gurney le disgustaba, aunque sabía que allí había algo más profundo: algo en ese tono le recordaba a su padre.
—Gracias por la información, Jack.
—Para eso están los amigos, ¿no?
Gurney entró en la casa y se quedó en medio de la cocina, tratando de asimilar todos los datos que había conocido en la última hora. Se quedó de pie junto al aparador. Con las luces de la cocina encendidas, no podía ver por la ventana. Así que las apagó. La luna estaba casi llena: una bola con un lado ligeramente aplanado. Su luz era lo bastante brillante para dar a la hierba un brillo gris y que los árboles del borde del prado proyectaran nítidas sombras negras. Gurney entrecerró los ojos y pensó que podía distinguir las ramas de la cicuta.
Entonces le pareció ver algo que se movía. Contuvo el aliento y se inclinó para acercarse a la ventana. Al apoyarse en el aparador, sintió un dolor desgarrador en la muñeca derecha y soltó un grito agudo. Supo, incluso antes de ver la herida, que sin darse cuenta había apretado la mano contra la punta afilada de la flecha que llevaba allí una semana. Se había hecho un corte profundo. Al encender la luz, comprobó que la sangre se le acumulaba en la palma de la mano, se deslizaba entre sus dedos y goteaba sobre el suelo.
Incapaz de dormir, a pesar de sentirse exhausto, Gurney se había sentado en la semioscuridad a la mesa del desayuno, mirando la cumbre del lado este. La madrugada se estaba extendiendo como una palidez enfermiza en el cielo: un reflejo preciso de su estado de ánimo.
Al oír su grito, Madeleine se había despertado y lo había llevado a la sala de urgencias del pequeño hospital de Walnut Crossing.
Habían estado allí cuatro horas. Normalmente hubieran estado listos en menos de una, pero de repente llegaron tres ambulancias con los supervivientes de un accidente tragicómico: un conductor borracho había derribado un poste telefónico que a su vez había derribado un anuncio que había actuado como rampa para propulsar por los aires una motocicleta que iba a toda velocidad y que aterrizó en el capó de un coche que venía en dirección contraria. Al menos esa era la historia que el personal de los servicios de urgencia contaban y recontaban en el exterior del cubículo donde Gurney había esperado a que le dieran los puntos pertinentes.
Era inquietante pensar que era su segunda visita a un hospital en menos de una semana.
En la sala de espera y en el camino de vuelta a casa, Madeleine le había mirado con preocupación, pero apenas intercambiaron palabras. Solo se dijeron cuatro cosas sobre el estado de su mano, acerca de aquel accidente de carretera tan extraño o sobre que necesitaban librarse de aquella maldita flecha, o al menos ponerla en un lugar más seguro.
Le podía haber contado otras cosas, quizá debería haberlo hecho. Podría haberle hablado sobre el localizador que había encontrado en el coche de Kim; acerca del que había hallado en el suyo; sobre el tercer asesinato, otra vez con un picahielos. Pero no dijo nada.
Se dijo que contárselo solo la inquietaría, pero en el fondo intuía que, tal vez, no había dicho nada para mantener sus opciones abiertas. Solo lo mantendría en secreto durante un tiempo, no es que pretendiera ocultar la verdad.
Cuando llegaron a casa, media hora antes del amanecer, Madeleine se fue a la cama con la misma expresión preocupada que había tenido casi toda la noche.
Él, por su parte, demasiado agitado como para conciliar el sueño, se sentó a la mesa y empezó a darle vueltas a todo aquello de lo que prefería no hablar, en especial a la serie de asesinatos.
A los asesinos inteligentes y disciplinados, y el Buen Pastor podía ser el más listo y el más disciplinado de todos, no se les solía atrapar siguiendo los procedimientos habituales que sí servían para capturar a otros criminales.
Solo a través de un esfuerzo policial colectivo y coordinado tendrían alguna opción. Se requería reevaluar cada indicio del caso original y asumir un gasto abrumador en recursos humanos. Era preciso empezar desde cero. Pero eso, tal como estaban las cosas, no iba a suceder. Ni el FBI ni el DIC podrían separarse lo suficiente del esquema preestablecido. Era un esquema que ellos mismos habían construido, que ellos mismos habían reforzado durante diez años. Y tal esquema los había puesto peligrosamente a la defensiva.
Así pues, ¿qué podía hacer?
En el ostracismo y sintiéndose demonizado, con la espada de Damocles de una posible acusación y con la etiqueta de estrés postraumático pegada en la frente, ¿qué demonios podía hacer?
No se le ocurrió nada.
Nada salvo un aforismo irritantemente simplista: «Juegas con las cartas que te han repartido».
Pero ¿qué cartas eran esas?
La mayoría de ellas eran paja. Era imposible jugar con esas cartas. No tenía recurso alguno a su disposición.
Pero tenía que admitir que contaba con un comodín.
Podía valer algo o podía no valer nada.
El sol se levantó detrás de la neblina matinal. Todavía estaba bajo en el cielo cuando sonó el teléfono. Gurney se levantó de la mesa y fue a responder al estudio. Era alguien de la clínica que preguntaba por Madeleine.
Cuando estaba a punto de llevarle el aparato al dormitorio, ella apareció en la puerta del estudio en pijama, extendiendo la mano como si fuera una llamada que estuviera esperando.
Miró el identificador de la pantalla antes de hablar en un agradable tono profesional que contrastaba con su cara de sueño.
—Buenos días, soy Madeleine.
Ella escuchó en silencio lo que era, evidentemente, una larga explicación de algo. Gurney regresó a la cocina y puso en marcha la cafetera.
No volvió a oír otra vez la voz de su mujer hasta el final de la llamada, y solo por un momento. Entendió pocas palabras, pero le dio la impresión de que Madeleine estaba accediendo a hacer algo. Al cabo de unos momentos, apareció en el umbral de la cocina, mirándolo con la preocupación de la noche anterior de nuevo presente en sus pupilas.
—¿Cómo tienes la mano?
El bloqueador nervioso de lidocaína que le habían dado antes de aplicarle nueve puntos de sutura había ido perdiendo efecto. Ahora le dolía la mitad inferior de la palma de la mano.
—No muy mal —dijo—. ¿Qué te piden que hagas ahora?
Ella no hizo caso de la pregunta.
—Deberías mantenerla elevada. Como dijo el doctor.
—Exacto. —Levantó la mano unos pocos centímetros por encima de la isla del fregadero, mientras esperaba a que terminara de filtrarse el café—. ¿Otro suicidio? —preguntó medio en broma.