—Yo tampoco. Me encanta. Tú tenías una moto, ¿verdad?
—No tan bonita.
—Espero que pueda conservarla así. La compré hace solo dos semanas en la Exposición de Motos Clásicas de Atlantic City. No pensaba comprar nada, pero no pude resistirme. Nunca había visto una tan bonita, ni siquiera la de mi jefe.
—¿Tu jefe?
—Sí, medio he vuelto a Wall Street; trabajo a tiempo parcial para algunos tipos de la empresa que quebró.
—Pero ¿sigues en Columbia?
—Claro, desde luego. Tengo toneladas de libros para leer. El primer año está pensado para echar a los que no están motivados. Estoy tan ocupado que me vuelvo loco, pero qué demonios.
Kim cruzó el umbral de la cocina con una sonrisa para Madeleine.
—Gracias por la chaqueta. La he colgado en el lavadero. ¿Está bien?
—Bien, pero me muero de curiosidad.
—¿Sobre qué?
—Estoy tratando de imaginar qué es lo más enfermo que has oído.
—¿Qué? ¡Oh! ¿Me has oído decir eso? Kyle me estaba contando algo…, puaj. —Miró al chico—. Díselo tú, yo ni siquiera puedo repetirlo.
—Eh, oh…, es sobre un trastorno peculiar que tiene alguna gente. Podría no ser el mejor momento. Necesita cierta explicación. ¿Quizá después?
—Vale, luego te lo pregunto. Me pica la curiosidad. Entre tanto, ¿queréis una copa o un aperitivo? ¿Queso, galletas, aceitunas, fruta…?
Kyle y Kim se miraron y negaron con la cabeza.
—Yo no —dijo él.
—No, gracias —contestó la chica.
—Entonces, poneos cómodos. —Madeleine hizo un gesto hacia los sillones situados en torno a la chimenea, en el otro extremo de la sala—. Son casi las cinco. He de terminar algunas cosas. Cenaremos a las seis.
Kim preguntó si podía ayudar en algo. Cuando Madeleine le dijo que no, se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Gurney y Kyle se acomodaron en un par de sillones orejeros situados uno frente al otro. Delante había una mesita de café de cerezo, frente a la chimenea.
—Bueno… —empezaron a la vez, y a la vez se rieron.
Gurney tuvo una idea extraña: Kyle había heredado la boca y el cabello negro de su madre, pero tenerlo delante era como mirarse en un espejo mágico que parecía devolverle una imagen restaurada de sí mismo, un espejo capaz de eliminar un par de décadas de desgaste físico de un plumazo.
—Tú primero —dijo Gurney.
Kyle rio. Tenía la boca de su madre, pero los dientes de su padre.
—Kim me estaba hablando de este asunto de la tele en el que te has metido.
—No me he metido directamente en la parte de la tele. De hecho, me gustaría permanecer lo más alejado posible.
—¿Qué otra parte hay?
Una pregunta simple, pensó Gurney, que trató de responder con la misma concreción.
—El caso en sí, supongo.
—¿Los asesinatos del Buen Pastor?
—Los asesinatos, las víctimas, las pruebas, el
modus operandi
, la lógica del manifiesto, la premisa de investigación.
Kyle parecía sorprendido.
—¿Tienes dudas con algo de eso?
—¿Dudas? No lo sé. Quizá siento cierta curiosidad.
—Pensaba que todo ese material del Buen Pastor se había analizado exhaustivamente hace diez años.
—Quizá me genera dudas el hecho de que nadie tenga dudas. Además de otras cosas extrañas que han estado ocurriendo.
—¿Como el ex de Kim, ese loco que saboteó su escalera?
—¿Es así como describió lo ocurrido?
Kyle frunció el ceño.
—¿Hay otra forma?
—¿Quién sabe? Como he dicho, siento cierta curiosidad. —Hizo una pausa—. Por otro lado, tal curiosidad puede que no sea más que una suerte de indigestión mental. Ya veremos. Hay un agente del FBI con el que me gustaría hablar.
—¿Y eso?
—Estoy casi seguro de que sé tanto como la policía del estado, pero nuestros amigos federales acostumbran a guardarse algún que otro detalle. Y creo que ese puede ser el caso del individuo que dirigía la investigación.
—¿Y crees que podrás sacarle algo?
—No sé, tal vez no, pero me gustaría intentarlo.
Oyeron el estruendo de un cristal al romperse.
—¡Maldita sea! —gritó Madeleine, al otro extremo de la estancia, levantando la mano del fregadero y mirándosela.
—¿Estás bien? —preguntó Gurney.
Ella cortó un trozo de papel de cocina del rollo que había en la isla. El rollo se volcó y cayó al suelo. Madeleine no hizo caso de eso ni de la pregunta y empezó a secarse la mano.
—¿Necesitas ayuda? —Dave se levantó y fue a mirarle la mano a su esposa. Cogió el rollo de papel de cocina y volvió a ponerlo en la encimera—. Déjame ver.
Kyle lo siguió.
—¿Por qué no vuelven a sus asientos, caballeros? —dijo ella, torciendo el gesto e incómoda por la atención—. Creo que puedo ocuparme de esto yo sola. Es solo un poco de sangre, nada serio. Lo único que necesito es agua oxigenada y una tirita. —Dibujó una sonrisa fría y salió de la cocina.
Ellos se miraron y se encogieron de hombros.
—¿Quieres un café? —preguntó Gurney.
Su hijo negó con la cabeza.
—Estaba tratando de recordar… Se convirtió en un caso del FBI por el tipo de Massachusetts, ¿no? ¿El cirujano?
Gurney pestañeó.
—¿Cómo demonios te acuerdas de eso?
—Se habló mucho del tema.
A Gurney le conmovió la idea de que Kyle hubiera prestado atención a algo que pertenecía al mundo en el que su padre era un experto.
—Claro —dijo Gurney, sintiendo una pequeña cuchillada de una emoción desconocida—. ¿Estás seguro de que no quieres café?
—Bueno, va. Si tú tomas.
Mientras se filtraba el café, se quedaron mirando por la puerta cristalera. El sol amarillo de la tarde proyectaba sus rayos inclinados sobre el prado.
—Bueno —dijo Kyle después de un largo silencio— ¿qué opinas de este asunto en el que se ha metido?
—¿Kim?
—Sí.
—Es una gran pregunta. Supongo que todo depende de cómo quede el programa.
—Por cómo me lo explicó, da la impresión de que habla en serio cuando dice que quiere hacer un retrato sincero de las personas implicadas.
—Lo que ella quiere y lo que quiera RAM son dos cosas diferentes.
Kyle pestañeó; parecía preocupado.
—Desde luego, menuda la que liaron en su momento. Veinticuatro horas de mierda, semana tras semana.
—¿Te acuerdas de eso?
—Era lo único que hacían. Los asesinatos se produjeron justo después de que yo me fuera de casa de mamá para vivir en la casa de Stacey Marx.
—Cuando tenías… ¿quince años?
—Dieciséis. Era la época en que mamá empezó a salir con Tom Gerard, el tipo de la inmobiliaria. —Una emoción brillante destelló en sus ojos—. Mamá y Tom.
—Bueno —dijo Gurney con presteza—, ¿recuerdas la cobertura televisiva?
—Los padres de Stacey tenían la tele puesta todo el día. RAM News todo el tiempo, Dios. Aún me acuerdo de las reconstrucciones.
—¿De los asesinatos?
—Sí. Un presentador con voz dramática leía una narración basada muy vagamente en los hechos, mientras aparecía algún actor conduciendo un coche negro brillante por una carretera solitaria. Repasaban todo el caso (hasta el disparo y el coche que se salía de la carretera). La palabra «recreación» destellaba en la pantalla medio segundo, en letra pequeña. Era telerrealidad sin realidad. Día tras día. Sacaron mucho partido de esa bazofia, deberían haberle pagado algo al Buen Pastor.
—Ahora lo recuerdo —dijo Gurney—. Todo formaba parte del circo de RAM.
—Hablando de circo, ¿alguna vez viste
Cops
? Fue un programa de mucho éxito que emitían también por aquella época.
—Vi parte de un episodio.
—No creo que te lo dijera nunca, pero había un capullo en el segundo curso del instituto que sabía que estabas en el Departamento de Policía de Nueva York y que siempre me preguntaba: «¿Es eso lo que hace tu padre, echar abajo las puertas de las caravanas?». Un capullo integral. Yo le decía: «No, capullo, no es eso lo que hace. Y, por cierto, capullo, no es solo un poli, es un detective de Homicidios». Detective de primera clase, ¿verdad, papá?
—Sí.
Kyle le pareció muy joven, casi un niño. Notó una opresión en el pecho. Apartó la mirada y la dirigió hacia el granero.
—Ojalá el artículo de la revista
New York
hubiera salido entonces —dijo—. Eso habría hecho que cerrara la bocaza rápidamente. ¡Ese artículo era fantástico!
—Supongo que Kim te ha dicho que el artículo lo escribió su madre.
—Sí, lo hizo cuando le pregunté cómo es que te conocía. Le gustas.
—¿A quién?
—A Kim. Al menos a Kim, a lo mejor también a su madre. —Kyle sonrió. Otra vez pareció un muchacho de dieciséis años—. Esa placa dorada de detective las encandila, ¿eh?
Gurney consiguió reír un poco.
Una nube desfiló lentamente delante del sol; el prado pasó del dorado a un tono beis grisáceo. Por un segundo, algo en ese tono le recordó la piel de un cadáver. De un cadáver en particular. Un sicario dominicano cuya tez bronceada se había vaciado de sangre en una acera de Harlem. Se aclaró la garganta, como para deshacerse de la imagen.
Entonces reparó en un zumbido grave en el aire. Se hizo más alto y pronto reconoció el sonido de un helicóptero. Al cabo de medio minuto pasó cerca, pero solo pudo verse parcialmente y de manera fugaz detrás de las copas de los árboles de la cumbre. El característico sonido pesado del rotor se desvaneció y todo quedó otra vez en silencio.
—¿Hay una base militar aquí cerca? —preguntó Kyle.
—No, solo los embalses que abastecen la ciudad.
—¿Embalses? —preguntó, pensativo—. ¿Crees que el helicóptero es de Seguridad Nacional?
—Seguramente.
Estaban sentados a la mesa que separaba la zona de cocina de la de asientos situada junto a la chimenea. Habían empezado a comer. Kim y Kyle habían alabado con entusiasmo el plato de gambas con arroz y especias de Madeleine. Gurney había ofrecido un eco ensimismado de sus comentarios, después de lo cual siguieron comiendo durante un rato sin hablar.
Kyle rompió el silencio.
—Esta gente que has estado entrevistando, ¿tiene mucho en común?
Kim masticó reflexivamente y tragó antes de hablar.
—Rabia.
—¿Todos? ¿Después de tantos años?
—En algunos es más obvio, porque lo expresan más directamente. Pero creo que la rabia está presente en todos ellos, de una forma u otra. Es inevitable, ¿no?
Kyle frunció el ceño.
—Pensaba que la rabia era una fase del duelo que al final se superaba.
—No si no hay un cierre emocional.
—¿Porque nunca pillaron al Buen Pastor?
—Nunca lo pillaron, nunca lo identificaron. Y después de la loca persecución de Max Clinter, simplemente se evaporó en la noche. Es una historia sin un final.
Gurney torció el gesto.
—Creo que a la historia le falta algo más que un final.
Hubo un breve silencio en torno a la mesa. Todos lo miraron, expectantes.
—¿Crees que el FBI se equivocó? —lo incitó Kyle.
—Eso es lo que quiero descubrir.
Kim parecía desconcertada.
—¿Se equivocaron? ¿En qué?
—No estoy diciendo que se equivocaran en nada. Solo estoy diciendo que es una posibilidad.
La expresión de Kyle mostró un mayor entusiasmo.
—¿Dónde podría residir esa equivocación?
—Por lo poco que sé en este momento, es posible que se equivoquen en todo.
Miró a Madeleine, cuyo rostro dejó ver una serie de emociones en conflicto, pero demasiado sutiles para que él las identificara.
Kim parecía alarmada.
—No lo entiendo. ¿Qué quieres decir?
—No me gusta hablar así, pero todo el caso da una impresión inestable. Como un edificio muy grande con cimientos débiles.
Kim negó con la cabeza.
—Pero cuando dices que podrían estar equivocados en todo, ¿qué demonios…?
El teléfono de Gurney empezó a sonar en su bolsillo.
Lo cogió, miró quién llamaba y sonrió:
—Tengo la sensación de que me van a preguntar lo mismo dentro de cinco segundos. —Se levantó de la mesa y se llevó el teléfono a la oreja—. Hola, Rebecca. Gracias por llamar.
—¿Un defecto fatal en el enfoque del FBI? —Había un punto de rabia en su voz—. ¿Qué significa eso?
Gurney se alejó de la mesa en dirección a la puerta cristalera.
—Nada concluyente. Solo preguntas. Podría ser un problema o no, según las respuestas.
Se quedó de pie dándoles la espalda a los demás, mirando hacia las colinas del oeste y los restos morados de la puesta de sol, pero sin llegar a registrar la belleza de lo que estaba viendo. Se concentró en su objetivo: que lo invitaran a una reunión con el agente Trout.
—¿Preguntas? ¿Qué preguntas?
—En realidad, tengo unas cuantas. ¿Tiene tiempo de escucharlas?
—La verdad es que no. Pero siento curiosidad. Adelante.
—La primera es la más importante. ¿Alguna vez ha tenido dudas sobre el caso?
—¿Dudas? ¿Como cuáles?
—Como de qué se trataba.
—Lo que está diciendo no tiene sentido. Sea más concreto.
—Usted, el FBI, la comunidad de psicólogos forenses, criminólogos, sociólogos… Menos Max Clinter, todos parecen estar de acuerdo en todo. Nunca he visto un nivel tan conveniente de consenso respecto a lo que, en esencia, es una serie de crímenes sin resolver.
—¿Conveniente? —El tono era mordaz.
—No estoy queriendo dar a entender que haya nada corrupto. Solo parece que todos, con la notoria excepción de Clinter, se sienten perfectamente a gusto con el hilo narrativo existente. Lo único que estoy preguntando es si este acuerdo es tan universal como parece, y lo segura que está usted personalmente.
—Mire, David, no tengo toda la tarde para esta conversación. Vaya al grano y dígame qué le molesta.
Gurney respiró hondo, tratando de calmar su enfado ante la irritación de Holdenfield.
—Lo que me preocupa es que hay muchos elementos en el caso, y, sobre todo, que todos deben ser interpretados de una manera en concreto para que apoyen el hilo narrativo general. Tengo la impresión de que es ese hilo narrativo lo que guía la interpretación de sus elementos, no al revés. —Estuvo tentado de añadir: «No de la forma en que debería llevarse a cabo un análisis sensato, objetivo y fiable», pero se contuvo.