Gurney miró el reloj. Llegaba cinco minutos pronto. Decidió devolverle la llamada a Connie Clarke, así tendría una excusa perfecta para cortar la conversación al cabo de cinco minutos: una reunión. Cuando estaba buscando su número, un Crown Victoria negro de la Policía del Estado de Nueva York que conducía Andy Clegg aparcó a su lado. Bullard iba en el asiento del acompañante.
La mujer le hizo un gesto a Gurney para que se uniera a ellos, señalando el gran asiento de atrás del sedán. Dave hizo lo que le pidieron. Llevaba consigo el sobre urgente.
Bullard empezó a hablar como quien había pensado cuidadosamente lo que quería decir:
—Buenos días, Dave. Gracias por venir con tan poco margen de aviso. Antes de que entremos, quiero que sea consciente de mi posición. Como sabe, la unidad de Auburn del DIC está investigando el asesinato de Ruth Blum. El asesinato podría estar relacionado, o no, con el caso del Buen Pastor. Podríamos estar tratando con la misma persona, con un imitador o con una tercera opción aún no definida.
Para Gurney no existía posibilidad de una tercera opción, pero comprendía que Bullard quisiera establecer la hipótesis más amplia posible para retener el control de la investigación.
—Creo —continuó Bullard— que hay una teoría establecida del caso original y que usted ha estado cuestionándola. Por mi parte, acudo a la reunión sin ideas preconcebidas. No tengo ningún interés previo en ninguna versión. Tampoco me interesan ciertas peleas infantiles condicionadas por el ego. Solo me interesan los hechos. Siento devoción por ellos. Le he pedido que se una a nosotros porque me parece que podría compartir esta devoción. ¿Alguna pregunta?
Todo parecía tan directo como la voz clara e imperiosa de Bullard. Sin embargo, Gurney sabía que había algo más. Estaba convencido de que lo había invitado porque Bullard había descubierto, probablemente a través de Daker, que había cabreado a Trout, lo que implicaba que su papel oculto consistiría en complicar la química de la reunión y mantener a Trout en una posición algo débil. En pocas palabras, estaba allí como un comodín en manos de Bullard.
—¿Alguna pregunta? —repitió.
—Solo una. Supongo que Daker le mostró el perfil que hizo el FBI del Buen Pastor.
—Sí.
—¿Qué opina de él?
—No estoy segura.
—Bien.
—¿Perdón?
—Es señal de que tiene una mente abierta. Ahora, antes de que entremos, le he traído una pequeña bomba. —Abrió el sobre urgente que tenía en su regazo, luego el sobre interior y sacó el mensaje—. Me lo han entregado esta mañana. Yo ya lo he tocado, pero sería mejor que no lo tocara nadie más.
Bullard y Clegg se volvieron un poco más en sus asientos. Gurney leyó el mensaje en voz alta, despacio. Le sorprendió otra vez por su elegancia, sobre todo la conclusión: «Con los demonios en los púlpitos y con los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa». Una expresión elegante para expresar una emoción, pero carente de todo sentimiento.
Cuando terminó, se volvió y sostuvo la carta para que Bullard y Clegg la leyeran por sí mismos.
Bullard parecía conmocionada.
—¿Es el original? —preguntó.
—Uno de los dos originales de los que tengo noticia. El otro lo ha recibido Kim Corazon.
La teniente parpadeó varias veces. La mente le iba a mil por hora.
—Haremos media docena de copias cuando entremos, luego etiquetaremos el original y lo enviaremos en un sobre de pruebas a Albany. —Clavó la mirada en Gurney—. ¿Por qué a usted?
—¿Porque estoy ayudando a Kim Corazon? ¿Porque quiere que pare?
Más parpadeos. Miró a Clegg.
—Hay que alertar a la gente aludida en este mensaje. A todos los que podamos identificar que encajen en su definición del enemigo. —Miró a Gurney—. Levántela otra vez para que pueda leerla. —Examinó de nuevo el texto—. Da la impresión de que podría estar amenazando a todos los familiares de las víctimas originales, sus hijos y las familias de sus hijos. Necesitamos nombres, direcciones, números de teléfono, deprisa. ¿Quién tendría todo ese material? —Miró a Clegg.
—Había alguna información de localización y contacto en los archivos que nos mostró Daker, pero la cuestión es si está actualizada.
—La fuente más actual sería la de Kim Corazon —dijo Gurney—. Ha estado en contacto con un montón de esas personas.
—Claro. Bueno, vamos a entrar y conseguir ayuda con esto. Nuestra principal preocupación aquí es alertar a cualquiera que pueda estar en peligro, sin que cunda el pánico.
Bullard fue la primera en salir del coche. Su paso era firme, el típico de una persona que asume las situaciones de crisis con energía. Cuando estaba a punto de seguirla a través de las pesadas puertas de cristal que daban acceso a la zona de recepción, Gurney vio un todoterreno oscuro que entraba en el aparcamiento. Tras el volante, reconoció la cara delgada e inexpresiva del agente Daker.
Un reflejo en el cristal oscureció el rostro del acompañante. Gurney no pudo observar si Trout lo había visto, para poder deducir cuánto le había desagradado su presencia.
A consecuencia del mensaje del Buen Pastor y todo lo que conllevaba, la reunión empezó cuarenta y cinco minutos tarde, con un nuevo orden del día y olor a café requemado.
Se encontraban en la típica sala de conferencias sin ventanas, con un tablón de anuncios de corcho pegado a una pared y una pizarra blanca reluciente al lado. La luz fluorescente era al mismo tiempo brillante e inhóspita, como la de la oficina claustrofóbica de Paul Villani. Una mesa de conferencias rectangular con seis sillas ocupaba la mayor parte del espacio. En un rincón había una mesita con una jarra de aluminio llena de café, vasos y cucharillas de plástico, leche en polvo y una caja casi vacía de sobres de azúcar. Gurney había pasado incontables horas en salas como aquella. Y siempre que entraba en un sitio así, inmediatamente tenía ganas de marcharse.
A un lado de la mesa se sentaron Daker, Trout y Holdenfield. Al otro, Clegg, Bullard y Gurney. Perfecto para una buena confrontación. Delante de cada uno, Bullard había colocado una fotocopia de la nueva carta del Buen Pastor, que todos leyeron varias veces.
Bullard también tenía delante una carpeta gruesa. Gurney comprobó que encima de ella estaba el resumen que le había enviado por correo, en el que detallaba sus ideas respecto al caso original.
Bullard se sentó justo frente a Trout, que tenía las manos cruzadas ante sí.
—Aprecio que hayan hecho el viaje hasta aquí —dijo Bullard—. Más allá de la importancia obvia de esta nueva comunicación, supuestamente del Buen Pastor, ¿hay alguna otra cosa que alguien quiera decir antes de que empecemos?
Trout sonrió de manera insulsa, poniendo las palmas hacia arriba en un gesto tradicional de deferencia.
—Es su terreno, teniente. Estoy aquí solo para escuchar. —Luego le lanzó una mirada menos cordial a Gurney—. Solo me preocupa que se entrometa, en una investigación en curso como esta, cierto personal no acreditado.
Bullard torció el gesto en ademán de desconcierto.
—¿No acreditado?
La sonrisa insulsa regresó.
—Permítame ser más concreto. Conozco la publicitada carrera del señor Gurney en la policía, pero desconozco qué pinta en este enredo, cuál es su relación con ciertos individuos que podrían ser objeto de esta investigación.
—¿Se refiere a Kim Corazon?
—Y a su exnovio, por poner dos ejemplos.
Gurney pensó que era interesante que supiera de Meese. Dos posibles fuentes de eso: Schiff y Kramden, el investigador del incendio, que le había preguntado a Kim sobre amenazas y enemigos. O puede que Trout hubiera empezado a hurgar en la vida de Kim de otra manera. La cuestión era por qué. ¿Otra señal de que era un obseso del control? ¿De que deseaba, por encima de todo, protegerse?
Bullard asintió, reflexiva. Su mirada vagó a la pizarra blanca.
—Es una preocupación razonable. Mi propia posición es, tal vez, menos razonable. Más impulsiva. Mi sensación es que el culpable podría estar tratando de apartar del caso a Dave Gurney, y eso hace que yo quiera que participe. —De repente la voz y los rasgos faciales de Bullard eran duros como el acero—. Mire, si el asesino está en contra, yo estoy a favor. También estoy dispuesta a hacer algunas suposiciones sobre la integridad individual, la integridad de cualquier individuo en esta sala.
Trout se apartó de la mesa.
—No me entienda mal. No estoy cuestionando la integridad de nadie.
—Lo siento si no le he entendido. Hace un momento ha utilizado la palabra «enredo». En mi mente esa palabra tiene connotaciones inequívocas. Pero no nos empantanemos antes de empezar. Mi recomendación es que primero revisemos lo que sabemos del homicidio de Blum. Luego podemos discutir acerca del mensaje de esta mañana, o sobre qué relación guarda este homicidio con los asesinatos que ocurrieron en la primavera del año 2000.
—Y por supuesto, está la cuestión jurisdiccional —agregó Trout.
—Por supuesto. Pero solo podremos abordar eso a partir del análisis de los hechos. Así pues, primero los hechos.
Una sonrisita asomó a los labios de Gurney. La teniente le parecía dura, lista, clara y pragmática.
—Algunos de ustedes —continuó ella— puede que hayan visto la detallada actualización número tres del CJIS que publicamos anoche. En el caso de que no lo hayan hecho, aquí hay copias. —Sacó varias hojas impresas de su carpeta y las repartió por la mesa.
Gurney examinó rápidamente su copia. Era un resumen conciso de las pruebas recogidas en la escena del crimen y las conclusiones forenses preliminares. Le complació comprobar que sus hipótesis se habían confirmado, así como ver los ceños que se estaban formando en las caras de Trout y sus compañeros.
Después de darles tiempo para asimilar la información y lo que implicaba, Bullard subrayó algunos puntos clave y preguntó si tenían dudas.
Trout levantó el informe.
—¿Qué significado atribuye a esa confusión sobre dónde aparcó su coche el asesino?
—Creo que «intento de engaño» sería más adecuado que «confusión».
—Llámelo como quiera, mi pregunta es qué significado tiene.
—Por sí mismo no mucho, más allá de indicar cierto nivel de precaución. Pero combinado con el mensaje de Facebook, diría que indica un intento de crear un hilo narrativo falso. Por eso mismo llevó el cadáver de la habitación del piso de arriba, donde se produjo el ataque, al recibidor, donde se encontró.
Trout levantó una ceja.
—Marcas microscópicas de los tacones de los zapatos de la víctima en la moqueta de la escalera, que podrían haberse producido al arrastrar el cuerpo —explicó Bullard—. Así que el asesino quería que creyéramos que el crimen ocurrió de una determinada forma, y no tal como sucedió de verdad.
Holdenfield habló por primera vez.
—¿Por qué?
Bullard sonrió como una profesora que observa que, por fin, su alumno hace la pregunta pertinente.
—Bueno, si nos hubiéramos creído el engaño, el escenario del asesino aparcando en el sendero, llamando a la puerta de la calle, acuchillando a la víctima en cuanto le abrió y alejándose en la noche, habríamos terminado creyendo que el mensaje de Facebook era de la víctima y que todo lo que decía era cierto, incluida la descripción del vehículo del asesino. Además hubiéramos deducido que el asesino era probablemente alguien que ella no conocía.
Holdenfield parecía tener sincera curiosidad.
—¿Por qué alguien que no conocía?
—Dos razones. Primero, el mensaje de Facebook indica que no era un vehículo que reconociera. Segundo, la posición en la que se encontró el cadáver nos haría deducir que la víctima no permitió que el asesino entrara en su casa, cuando, de hecho, sabemos que sí lo hizo.
—Pocas pruebas para eso —dijo Trout.
—Tenemos pruebas de que estuvo en la casa y de que hizo un esfuerzo para despistarnos sobre este punto. Podía tener varias razones para ello. Sin embargo, la más importante puede ser que la víctima lo conociera y que lo invitara a entrar.
Trout pareció sorprendido.
—¿Está diciendo que Ruth Blum conocía personalmente al Buen Pastor?
—Estoy afirmando que ciertos elementos de la escena del crimen exigen que tomemos en serio esa posibilidad.
Trout miró a Daker, que se encogió de hombros, como si pensara que aquello no tenía mayor importancia. Luego miró a Holdenfield, que parecía estar pensando que sí que tenía mucha importancia.
Bullard apoyó la espalda en la silla y dejó que el silencio calara antes de añadir.
—El hilo narrativo falso construido por el Buen Pastor en torno al asesinato de Ruth Blum hace que me pregunte por los asesinatos originales.
—¿Que se pregunte…? —Trout estaba agitado—. ¿Que se pregunte qué?
—Que me pregunte si entonces ya tenía la misma afición por el engaño, ¿qué opina, agente Trout?
Bullard, a su manera, había dejado caer una pequeña bomba. No era una bomba nueva, por supuesto. Era lo que Gurney había estado murmurando desde hacía una semana, y Clinter desde hacía diez años. Sin embargo, en ese momento, por primera vez, alguien que no era un
outsider
, sino una investigadora oficial, la había puesto sobre la mesa.
Bullard, a su manera, estaba invitando a Trout a que cuestionara la validez del manifiesto y el perfil del sujeto que habían creado, a que no se aferrara tanto a ellos.
Sin embargo, Trout se mantenía en sus trece:
—Antes ha hablado de la importancia de los hechos. Me gustaría conocer muchos más antes de emitir cualquier opinión. No tengo prisa por repensar el caso más analizado de la criminología moderna, solo porque alguien tratara de engañarnos acerca de dónde había aparcado su coche.
El sarcasmo era un error. Gurney lo vio en la posición de la mandíbula de Bullard en los dos segundos extra en que ella le sostuvo la mirada. La teniente cogió el mensaje de correo impreso que le había enviado Gurney.
—Como ustedes, amigos del FBI, han estado en el centro de todo ese análisis, espero que puedan iluminar unos pocos puntos para mí. Este asunto de los animalitos. Estoy segura de que han visto en nuestro informe del CJIS que pusieron un león de plástico de cinco centímetros en la boca de nuestra víctima. ¿Qué opinan de eso?
Trout se volvió hacia Holdenfield.