Nada es nunca lo que parece. Y menos si David Gurney está involucrado.
Han pasado seis meses. David Gurney apenas ha conseguido reincorporarse a una cierta normalidad después de haberse encontrado al borde de la muerte tras resolver el caso más peligroso al que se había enfrentado. Madeleine, su esposa, está preocupada; Gurney ha sido diagnosticado con síndrome de estrés post traumático y nada parece alegrarle.
Días después el ex detective recibe una llamada. Connie Clark, la periodista que creó la leyenda de Superpoli y lo catapultó a la fama quiere pedirle ayuda. Su hija Kim está realizando un documental sobre las familias de las víctimas de un asesino en serie al que nunca atraparon, el Buen Pastor, y Connie quisiera que Gurney supervisara sus investigaciones y la guiara. En parte por aburrimiento y en parte por hacerle un favor a Connie, Gurney acepta.
Sin embargo, esto no será más que el principio. Incapaz de ponerle coto a su curiosidad y a su necesidad de resolver cada una de las incógnitas que se le presentan, David Gurney se verá arrastrado a una investigación para descubrir la verdadera identidad del asesino. Un asesino que es tan imprevisible como peligroso, un diablo al que convendría dejar en paz.
Si en
Sé lo que estás pensando
te asombró y en
No abras los ojos
te aterró, con
Deja en paz al diablo
, John Verdon consigue lo inesperado: sorprender al lector a cada página hasta dejarlo sin aliento.
John Verdon
Deja en paz al diablo
David Gurney 3
ePUB v1.1
Dirdam22.06.12
Título original:
Let the devil sleep
John Verdon, 2012
Traducción: Javier Guerrero
Editorial: Roca
ISBN: 9788499184944
Editor original: Dirdam (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas:
v1.1 ivicgto
ePub base v2.0
Para Naomi
Había que detenerla.
Las insinuaciones no habían funcionado. No había hecho caso de sugerencias sutiles. Era necesario actuar con más contundencia. Algo drástico e inequívoco, acompañado por una explicación clara.
Esto último era crucial, no podía dejar lugar a la duda ni a las preguntas. Tenía que hacer entender el mensaje a la policía, a los medios y a esa ingenua entrometida, todos tenían que estar de acuerdo respecto a su significado.
Bajó pensativamente la mirada a la libreta amarilla que tenía delante y empezó a escribir:
Tienes que abandonar de inmediato tu proyecto, tan mal concebido. Lo que estás proponiendo hacer es intolerable. Glorifica a la gente más destructiva de la Tierra. Ridiculiza mi persecución de la justicia al ensalzar a los criminales a los que he ejecutado. Crea compasión inmerecida por los más viles entre los viles. Esto no puede ocurrir. No lo permitiré. He dormido diez años en paz con mi éxito, en la paz de mi mensaje al mundo, en la paz de mi justicia. Si me fuerzan a tomar las armas otra vez, el precio será terrible.
Lee lo que ha escrito. Niega lentamente con la cabeza. No está del todo satisfecho con el tono. Arranca la página de la libreta y la introduce en la ranura de la trituradora de documentos que tiene junto a su silla. Empieza una página nueva:
Detén lo que estás haciendo. Para ahora y aléjate. O volverá a haber sangre, y más sangre. Estás advertida. No perturbes mi paz.
Eso estaba mejor. Pero todavía no estaba bien del todo.
Tendría que darle más vueltas, ser más claro, no dejar la menor duda. Debía ser perfecto.
Y había muy poco tiempo.
La puerta cristalera estaba abierta.
Desde su posición, de pie junto a la mesa del desayuno, Dave Gurney vio que los últimos restos de nieve del invierno, como glaciares reacios, habían retrocedido desde el prado abierto y ya solo sobrevivían en las zonas más recónditas y umbrías del bosque de alrededor.
Las ricas fragancias de la tierra recién descubierta y del heno sin segar del verano anterior flotaban hasta la gran cocina de la casa. Eran olores mágicos que en algún momento habían tenido el poder de cautivarlo. Ya apenas lo emocionaban. Le resultaban agradables, sin más. Agradables, sí, pero sin importancia.
—Deberías salir —dijo Madeleine desde el fregadero, donde estaba lavando el bol de los cereales—. Sal, hace un sol espléndido.
—Sí, ya lo veo —contestó Dave, sin moverse.
—Tómate el café en una de las sillas de fuera —propuso ella, dejando el bol en el escurreplatos de la encimera—. Te vendrá bien un poco de sol.
—Hum. —Dave asintió mecánicamente y tomó otro sorbo de la taza que sostenía—. ¿Es el mismo café que estábamos usando?
—¿Qué tiene de malo?
—No he dicho que tenga nada de malo.
—Sí, es el mismo café.
Dave suspiró.
—Creo que me estoy resfriando. Hace un par de días que no le encuentro el gusto a las cosas.
Madeleine apoyó las manos en el borde de la isleta de la cocina y lo miró.
—Has de salir más. Tienes que hacer algo.
—Sí.
—Lo digo en serio. No puedes quedarte sentado en casa todo el día, mirando la pared. Te pondrás enfermo. Ya te estás poniendo enfermo. Claro que nada tiene gusto. ¿Has llamado a Connie Clarke?
—Lo haré.
—¿Cuándo?
—Cuando tenga ganas.
Era improbable que pronto recuperara las ganas. Llevaba así los últimos seis meses. Era como si, después de las heridas que había sufrido en el desenlace del estrambótico caso del asesinato de Jillian Perry, se hubiera distanciado de todo lo relacionado con la vida normal: tareas cotidianas, planificación, gente, llamadas de teléfono, compromisos de cualquier clase. Había alcanzado un punto en que nada le gustaba más que una página de calendario en blanco para el mes siguiente: ninguna cita, ninguna promesa. Había llegado a equiparar reclusión con libertad.
Al mismo tiempo, sin embargo, sabía que aquello no era bueno, que no había paz en su libertad. Lo dominaba la hostilidad, no la serenidad.
Hasta cierto punto, comprendía la extraña entropía que iba desenrollando la tela de su vida y que lo estaba aislando. O al menos podía enumerar las que creía que eran sus causas. Casi en lo alto de la lista situaría los acúfenos que había estado sufriendo desde que salió del coma. Con toda probabilidad el problema había comenzado dos semanas antes, cuando le dispararon tres tiros casi a bocajarro en una pequeña oficina.
El sonido persistente en sus oídos (que el otorrino le había explicado que no era un «sonido», sino más bien una anomalía neuronal que el cerebro interpretaba erróneamente como un sonido) era difícil de describir. El tono era agudo; el volumen, bajo; el timbre, como una nota musical apenas susurrada. El fenómeno, bastante común entre músicos de rock y excombatientes. Era misterioso desde el punto de vista anatómico y —salvo por algunos casos ocasionales de remisión espontánea—, por lo general, incurable.
—Francamente, detective Gurney —había concluido el médico—, considerando lo que ha tenido que pasar, considerando el trauma y el coma, terminar con un suave zumbido en los oídos es un resultado más que afortunado.
No era una conclusión que pudiera discutir. Aun así, eso no le facilitaba acostumbrarse a ese tenue gemido que continuaba cuando todo lo demás estaba en silencio. El problema se agudizaba por la noche. Lo que a la luz del día podía parecer el inofensivo silbido de una tetera en una habitación distante, se convertía por la noche en una presencia siniestra, una atmósfera fría y metálica que lo envolvía.
Luego estaban los sueños: sueños claustrofóbicos que evocaban sus experiencias en el hospital, recuerdos del yeso que le inmovilizaba el brazo, de la dificultad que había tenido para respirar; sueños que lo dejaban con una sensación de pánico durante muchos minutos después de despertarse.
Todavía tenía un punto entumecido en el antebrazo derecho, cerca de donde la primera de las balas le había destrozado la muñeca. Se miraba ese lugar de manera regular, casi cada hora, con la esperanza de que el cosquilleo remitiera o, en días más depresivos, con el temor de que se extendiera. Sentía dolores ocasionales, impredecibles, pinchazos en el costado, donde la segunda bala lo había atravesado. También sufría un cosquilleo intermitente —como un picor contra el que no servía rascarse— en el centro de la línea de nacimiento del cabello, donde la tercera bala le había fracturado el cráneo.
Quizás el efecto más desconcertante de resultar herido era la constante necesidad que sentía de ir armado. En el trabajo llevaba pistola porque las regulaciones lo requerían pero, a diferencia de la mayoría de los policías, no le gustaban las armas de fuego. Y cuando abandonó el departamento, después de veinticinco años, abandonó su arma junto con su placa dorada de detective.
Hasta que le dispararon.
Sin embargo, ahora, al vestirse cada mañana, jamás olvidaba su pequeña cartuchera de tobillo para la Beretta calibre 32. Odiaba sentirse obligado a llevar esa maldita arma. Lo aborrecía. No perdía la esperanza de que la necesidad disminuyera de forma gradual, pero hasta ese momento eso no estaba ocurriendo.
Para colmo, tenía la sensación de que Madeleine lo observaba desde hacía unas semanas con preocupación. No se trataba de las fugaces miradas de dolor y pánico que vio en el hospital, ni de las expresiones alternas de esperanza y ansiedad que habían acompañado los primeros momentos de su recuperación, sino de algo más silencioso y más profundo, un terror crónico y semioculto, como si estuviera siendo testigo de algo espantoso.
Todavía de pie junto a la mesa del desayuno, Dave se terminó el café de dos largos sorbos. Luego llevó la taza al fregadero y la enjuagó con agua caliente. Oía a Madeleine al fondo del pasillo, en el lavadero, limpiando el cajón del gato, que ella misma había traído hacía poco a casa. Gurney se preguntaba por qué. ¿Era para animarlo? ¿Para que se entretuviera con una mascota y no solo con él mismo? Si era así, no estaba funcionando. A él ese gato no le despertaba el más mínimo interés.
—Voy a ducharme —anunció.
Oyó que Madeleine decía algo en el lavadero que sonó como «Vale». No estaba seguro de que hubiera dicho eso, pero no veía ningún motivo para preguntar. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente.
Una larga ducha llena de vapor —el vigorizante chorro pulverizado que le acribillaba la espalda desde la base del cuello a la de la espalda, relajando músculos, abriendo capilares, limpiando la mente— le produjo una sensación de bienestar tan maravillosa como fugaz.
Cuando se vistió de nuevo y volvió a la puerta cristalera, ya estaba empezando a reafirmarse una sensación de ruidosa inquietud. Madeleine estaba fuera, en el patio de losas. Más allá había una pequeña zona del prado que, tras dos años de cuidados, había llegado a parecer césped. Ella, vestida con una chaqueta gastada, pantalones de chándal naranja y botas de goma verdes, iba avanzando por el borde de las losas, golpeando con entusiasmo con una pala cada dos metros, creando una clara delimitación, eliminando las raíces de maleza invasora. Miró a Dave para invitarle a que se uniera a ella en ese trabajo; luego, su mirada se tornó en decepción al comprobar que su marido no estaba por la labor.