Cuando la cámara hizo un barrido por el escaso espacio, se oyó la voz de Kim.
—Robby, apaga eso hasta que nos sentemos.
La cámara continuó funcionando, acercándose lentamente al hombre pelirrojo, que estaba cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro con energía nerviosa. Costaba saber si estaba sonriendo o haciendo una mueca.
—Robby, apaga la cámara, por favor.
A pesar del tono perentorio de Kim, la grabación continuó durante al menos diez segundos antes de fundirse a negro.
Cuando la imagen y el sonido se reanudaron, Kim y Jimi Brewster estaban sentados uno a cada lado de la mesa. El ángulo de la imagen y el encuadre sugerían que probablemente Meese manejaba la cámara desde algún punto del sofá.
—Muy bien —dijo Kim con la clase de entusiasmo que Gurney recordaba haber visto el día que la conoció—, vamos al grano. Quiero decirle otra vez, Jimi, lo mucho que aprecio que quiera participar en este proyecto documental. Por cierto, ¿prefiere que lo llame Jimi o señor Brewster?
Él negó con la cabeza en un pequeño movimiento sincopado.
—No importa, como quiera.
Empezó a tamborilear con las uñas en un ritmo de ligero
staccato
sobre la mesa.
—Muy bien. Si no le importa, le llamaré Jimi. Como le he explicado cuando teníamos la cámara apagada, esta conversación es una toma de contacto, por decirlo así. Más adelante, otro día, le plantearé de un modo más…
Brewster detuvo su tamborileo abruptamente e interrumpió a Kim.
—¿Cree que yo lo maté?
—¿Disculpe?
—Eso es lo que, en secreto, todo el mundo se pregunta.
—Lo siento, Jimi, pero no le sigo…
Brewster la interrumpió una vez más.
—Pero si lo maté, entonces tuve que matarlos a todos. Y por eso no me detuvieron, porque tenía coartada para los cinco primeros.
—Me he perdido, Jimi. Nunca pensé que matara…
—Ojalá lo hubiera hecho.
Kim hizo una pausa, parecía anonadada.
—¿Le gustaría…? ¿Le gustaría haber matado a su padre?
—Y a todos los demás. ¿Cree que parezco el Buen Pastor?
—¿Qué?
—¿Cómo se imagina al Buen Pastor?
—Nunca…, nunca me lo he imaginado.
Brewster empezó a tamborilear otra vez con las uñas.
—¿Porque lo hacía todo en la oscuridad?
—¿En la oscuridad? No, simplemente… Simplemente no me lo imagino, no sé por qué.
—¿Cree que es un monstruo?
—Físicamente…, ¿un monstruo?
—Física, mental, espiritualmente…, de cualquier manera que sea. ¿Cree que es un monstruo?
—Mató a seis personas.
—A seis monstruos. Eso lo convierte en un héroe, ¿no?
—¿Por qué cree que todas sus víctimas eran monstruos?
La cámara se había ido acercando de manera muy gradual, como un intruso de puntillas, como si explorara el más ligero tic o arruga en los rostros.
Los párpados de Jimi Brewster estaban temblando sin llegar a pestañear.
—Fácil. Si te gastas cien mil dólares en un coche, en un puto coche, eres,
de facto
, un mierda. —Su voz era intensa y acusatoria. Aquel rasgo también le hacía parecer más joven. Por su aspecto y su manera de hablar parecía más un miembro problemático de un club de ajedrez del instituto que un hombre de casi cuarenta años.
—¿Un mierda malvado? ¿Es así como veía a su padre?
—¿El gran cirujano? El caraculo sacadineros de mierda.
—¿Todavía odia tanto a su padre como entonces?
—¿Mi madre sigue tan muerta ahora como lo estaba entonces?
—¿Perdón?
—Mi madre se suicidó con somníferos que él le recetó. El gran genio cirujano, al que le volaron esa cabeza tan genial. ¿Quiere saber un secreto? Cuando me llamaron para decírmelo, les pedí que me lo repitieran tres veces. Pensaban que estaba en estado de
shock
. No lo estaba. Sentí tanta alegría que quería asegurarme de que no estaba soñando. Quería oír la noticia una y otra vez. Fue el día más feliz de mi vida.
Brewster hizo una pausa. Parecía excitado, con la mirada fija en la cara de Kim.
—Ajá —gritó él—. ¡Ahí está! Lo veo en sus ojos.
—¿Qué ve?
—La gran pregunta.
—¿Qué gran pregunta?
—La gran pregunta de todos: ¿Jimi Brewster podría ser el Buen Pastor?
—Ya le he dicho antes que nunca he pensado tal cosa.
—Pero ahí está ahora. No mienta. Está pensando: «Todo ese odio, ¿bastaría para eliminar a seis mierdas?».
—Ha dicho que tenía coartada. Si tenía coartada…
Él la interrumpió.
—¿Cree que alguna gente puede estar físicamente en un sitio y espiritualmente en otro?
—Eh…, no estoy segura de qué quiere decir.
—Hay gente que asegura haber visto a yoguis indios en dos sitios diferentes al mismo tiempo. El tiempo y el espacio podrían no ser lo que creemos que son. Parece que yo estoy aquí, pero podría estar en otro sitio.
—Perdón, Jimi, creo que no…
—Cada noche, en mi mente, conduzco por carreteras oscuras, buscando a doctores geniales, robots de mierda que recetan pastillas, y cuando veo a uno en su brillante coche de mierda levanto mi pistola y le apunto a un punto entre la sien y la oreja. Aprieto el gatillo. Hay un estallido de luz en el cielo, la luz blanca de la verdad y la muerte, y la mitad de su cabeza ha desaparecido.
El ritmo y el volumen del tamborileo con las uñas se incrementó.
La cámara se acercó a la cara de Brewster.
Estaba mirando a Kim como un loco, aparentemente esperando su reacción, mordiéndose el labio inferior. La cámara se alejó otra vez para incluirlos en el mismo encuadre.
En lugar de reaccionar directamente, la chica respiró hondo y cambió de tema.
—¿Fue a la universidad?
La pregunta tomó a Brewster a contrapié. Parecía decepcionado.
—Sí.
—¿Dónde?
—Dartmouth.
—¿Qué estudió?
Su boca se ensanchó en un pequeño espasmo que podría haber sido una sonrisa de un segundo.
—Estudié Medicina.
—Me sorprende.
—¿Por qué?
—Por lo que ha dicho que sentía por su padre, no me esperaba que quisiera seguir sus pasos.
—No lo hice. —Otra vez aquel espasmo en su boca. No llegaba a ser una sonrisa, al menos no una sonrisa afable—. Lo dejé un mes antes de la graduación.
Kim frunció el ceño.
—¿Solo para decepcionarlo?
—Solo para ver si sabía que existía.
—¿Lo sabía?
—La verdad es que no. Lo único que dijo fue que era estúpido por dejarlo, como podría haber dicho que es estúpido dejar la ventanilla del coche abierta cuando está lloviendo. Ni siquiera estaba enfadado. No le importaba lo suficiente para estar enfadado. Siempre tan calmado… Tendría que haber visto lo tranquilo que estaba en el funeral de mi madre.
—Desperdició un montón de dinero de su padre al no graduarse. ¿Eso le importó?
—Pasaba ocho horas al día en la sala de operaciones, cinco días por semana. El hijo de perra podía ganar en dos semanas lo bastante como para pagar mis cuatro años en Dartmouth. Mi comida, alojamiento y formación eran una puta cagadita de mosca en su vida. Como mi madre. Como yo. Sus coches eran más importantes que nosotros.
Kim no dijo nada. Levantó los dedos entrelazados y los apretó contra sus labios, cerrando los ojos, como si tratara de contener cierta emoción indisciplinada. El silencio continuó un buen rato. Kim se aclaró la garganta antes de hablar otra vez.
—¿Cómo vive?
Estalló en una risa áspera.
—¿Cómo vive cualquiera?
—Me refiero a cómo se gana la vida.
—¿Está tratando de resaltar alguna ironía?
—No lo entiendo.
—Está pensando que vivo del dinero que me dejó. Cree que su dinero, pese a que simulo odiarlo, es en realidad lo que me mantiene. Está pensando: «Vaya puto hipócrita». Está pensando que soy exactamente igual que él, que lo único que quería era su puto dinero.
—No estaba pensando nada de eso. Solo era una pregunta inocente.
Brewster dejó escapar otra risa áspera.
—¿Una periodista de televisión con una pregunta inocente? Es como un puto demonio con un corazón de oro. O un cirujano con alma. Sí, claro, una pregunta inocente.
—Puede creer lo que quiera, Jimi. ¿Tiene una respuesta?
—Ah, ahora veo de qué se trata. Quiere saber cómo nos va. Nuestras herencias. Cuánto tenemos. ¿Es eso lo que quiere saber?
—Quiero saber lo que quiera contarme.
—Se refiere a lo que quiera contarle del dinero. Eso es lo que quiere saber su puta audiencia de televisión. Pornografía financiera. Muy bien. Perfecto. El puto dinero. El que se quedó más jodido fue ese patético contable, cuya hermana lo heredó todo gracias a sus putos niños. Luego estaba el pastelero, que sobre todo heredó las deudas de su gran mamá rubia. A la dulce mujer del abogado no le fue mal, terminó con dos o tres millones, sobre todo porque su marido tenía un seguro de puta madre. Es la clase de mierda que compartían en su grupo de apoyo. ¿Es la clase de mentira que quiere saber?
—Lo que quiera contarme.
—Claro, por supuesto. Muy bien. Larry Sterne terminó con la hermosa factoría de belleza dental de su padre, que estoy seguro de que vale millones. Roberta, la señora siniestra de los perros siniestros, se quedó el puto multimillonario negocio de váteres de su padre. Y por supuesto, estoy yo. Mi despreciable y codicioso padre tenía un fondo de inversión en Fidelity que valía un poco más de doce millones de dólares cuando le volaron los sesos. Y en caso de que sus espectadores, que siempre buscan la verdad, quieran conocer la última actualización, les diré que ese fondo de inversión, ahora a mi nombre, vale alrededor de diecisiete millones. Eso, obviamente, plantea una pregunta: «Si el pequeño Jimi Brewster tiene semejante montaña de dinero, ¿por qué vive en esta pocilga?». La respuesta es simple. ¿Puede imaginar cuál es?
—No, Jimi, no puedo.
—Oh, creo que podría si lo intentara, pero, no se preocupe, se lo diré. Estoy ahorrando hasta el último centavo para dárselo al Buen Pastor cuando lo detengan.
—¿Quiere darle el dinero de su padre al hombre que lo mató?
—Hasta el último centavo. Un buen fondo para poder disponer de una buena defensa en el juicio, ¿no cree?
El vídeo continuaba durante diez o quince minutos más, pero nada de lo que siguió resultaba tan impactante como los planes que tenía Brewster para la herencia de su padre. Después de hablar brevemente sobre la fuente actual de ingresos con la que Jim pagaba sus facturas —un pequeño negocio de diseño web y consultoría electrónica—, la entrevista se fue marchitando poco a poco. Kim despidió a Jimi con gesto serio y le prometió que pronto contactaría con él.
—Cielo santo —dijo Gurney, que apagó el ordenador y se recostó en la silla.
Madeleine suspiró.
—Tan lleno de culpa.
Él la miró con curiosidad.
—¿Culpa?
—Odiaba a su padre, probablemente deseaba su muerte. Quizás incluso deseó que alguien lo matara. Y entonces lo asesinaron. Es difícil escapar de eso.
—Aunque no tuviera nada que ver con ello… —Gurney estaba pensando en voz alta.
—En cierto modo sí tenía que ver. Cuando su sueño se hizo realidad, no había forma de escapar del hecho de que era su sueño. Tenía lo que había deseado.
—En ese vídeo he visto mucha más rabia que culpa.
—La rabia no duele tanto como la culpa.
—¿Es una elección?
Madeleine le dedicó una mirada larga antes de responder.
—Si se centra en que su padre hizo cosas terribles por las que merecía morir, puede continuar enfadado con él para siempre, en lugar de sentirse culpable por desear su muerte.
Aquel comentario le inquietó. No solo le decía algo sobre Jimi Brewster, sino acerca de su propia relación con su difunto padre, un hombre que no le había hecho caso cuando era niño y a quien él, a su vez, casi había olvidado. Sin embargo, era mejor no abrir aquella puerta, una ciénaga en la que fácilmente podría quedarse enfangado.
De hecho, el foco lo era todo. Así pues, más preguntas, más acción. Salió del estudio y fue al aparador de la cocina para coger su teléfono móvil.
Le había pasado el vídeo a la teniente Bullard. Supuso que ya lo habría visto. Era extraño que no hubiera llamado para comentarlo. O quizá no era tan extraño, teniendo en cuenta las circunstancias, las presiones. Quizá lo mejor sería llamarla, solo para comprobar cómo estaban las cosas. Por otra parte, tal vez fuera mejor esperar a que ella misma le llamara.
A través de la ventana de la cocina vio el Miata rojo de Kim subiendo por la colina, pasando junto a los restos del granero. Detrás, venía la BSA de Kyle.
Ya cerca de la casa, el Miata rebotó con un ruidoso golpe en un declive formado por una madriguera de marmota, hundida en el sendero del prado. Kim aparcó al lado del Outback de Gurney. No parecía haberse dado cuenta del impacto. Su gesto preocupado, la ansiedad rígida en torno a su boca y sus ojos, parecía proceder de preocupaciones más profundas que un golpe en el eje trasero. La exagerada atención que Kyle puso en equilibrar su moto en el pie de apoyo mostraba, asimismo, su preocupación.
Al ver a Gurney, Kim se mordió el labio para contener sus lágrimas.
—Perdona.
—Está bien.
—No entiendo qué está pasando. —Parecía una niña asustada que buscaba que la absolvieran de un pecado que no acababa de entender.
Kyle estaba de pie junto a ella. Su gesto reflejaba una angustia parecida.
Gurney sonrió con la mayor afabilidad de la que fue capaz.
—Pasad.
Cuando estaban entrando en la cocina desde el pasillo del lavadero, Madeleine llegó desde el pasillo opuesto. Iba vestida con lo que Gurney llamaba su «traje de la clínica»: pantalones de pinzas y chaqueta beis, un atuendo mucho más contenido y «profesional» que el desmadre de colores tropicales que le gustaba tanto.
Madeleine sonrió fugazmente.
—Si tenéis hambre, hay cosas en la nevera y en la despensa. —Fue al aparador y cogió la bolsa grande que usaba como si fuera un bolso de viaje. El logo era una cabra de aspecto amistoso dibujada dentro de una circunferencia en la que se podía leer APOYA LAS GRANJAS LOCALES.
—Calculo que volveré dentro de dos horas —dijo al salir.