Deja en paz al diablo (56 page)

Read Deja en paz al diablo Online

Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

BOOK: Deja en paz al diablo
7.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

En ese momento necesitaba aprovechar lo mejor posible el tiempo del que disponía. Necesitaba prepararse para el final de la partida.

Empezó a hojear los papeles, desde los resúmenes a los atestados originales y las notas de Kim respecto a sus contactos iniciales con las familias, desde el perfil generado por el FBI al texto completo del memorando de intenciones del Buen Pastor.

Se lo leyó todo con atención, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Cada dos por tres miraba por la ventana a la senda elevada y daba algún que otro paseo por la estancia para mirar por las otras ventanas. Tardó unas dos horas en leer los documentos. Y luego lo repasó todo otra vez.

Cuando terminó, ya estaba anocheciendo. Estaba cansado de leer y agarrotado de estar sentado. Se levantó de la silla, se estiró, sacó la Beretta de su funda del tobillo y salió de la cabaña. El cielo sin nubes estaba en esa fase del anochecer en la que el azul se torna gris. En el estanque de los castores hubo un chapoteo ruidoso. Y luego otro. Y otro. Y después, silencio.

El silencio trajo consigo una sensación de tensión. Gurney rodeó lentamente la cabaña. Todo parecía igual a como lo recordaba de su anterior visita, salvo que ahora ya no había ningún Humvee aparcado en la parte de atrás. Regresó a la parte delantera y entró de nuevo en la casa. Cerró la puerta detrás de él, pero no pasó el pestillo.

Solo había estado fuera tres o cuatro minutos, pero el nivel de luz había bajado de manera perceptible. Volvió a la mesa, dejó la Beretta a mano y seleccionó de la pila de papeles su propia lista de preguntas sobre el caso. Captó su atención la misma a la que Bullard había aludido en Sasparilla y que Hardwick había mencionado por teléfono. Jimi Brewster podría haber tenido un par de motivos para matar no solo a su padre, sino también a las otras cinco víctimas.

Hardwick especuló con que Jimi podría haber matado a su padre por puro odio, ese hombre que priorizaba ciertas cosas, como demostraba el coche que había elegido. Añadió que podía haber asesinado a las otras cinco víctimas porque conducían coches similares al de su padre. Un objetivo principal y cinco víctimas secundarias.

No obstante, aunque aquella teoría tenía algo de seductor, no cuadraba con el esquema clásico de los asesinos patológicos. Tendían a matar al objeto principal de su odio o a una serie de sustitutos, no a ambos. Así que la estructura de motivación primaria-secundaria no…

¿O sí?

¿Y si…?

¿Y si el asesino tenía un objetivo principal, una persona a la que quería matar? ¿Y si mató a las otras cinco no porque a él le recordaran al objetivo principal, sino porque la policía las asociaría con el objetivo principal?

¿Y si el asesino escogió a esas otras cinco personas solo para crear la impresión de que se estaba ante una clase de crimen diferente? Como mínimo, esas víctimas extra volverían tan enrevesado el caso que impedirían que la policía pudiera averiguar quién de las seis era realmente el objetivo principal. Además, era bastante probable que la policía nunca llegara a plantearse siquiera esa pregunta.

¿Por qué iba a ocurrírseles que seis era, en realidad, la suma de uno más cinco? ¿Por qué tomar ese camino? Sobre todo si desde un principio manejaban una teoría según la cual los seis objetivos eran igual de importantes; sobre todo si habían recibido un manifiesto del asesino del que se deducía que todos los asesinatos tenían un mismo sentido, que se basaban en una forma de misión. El manifiesto lo explicaba todo. Era un documento tan inteligente y que reflejaba tan bien los detalles de los crímenes que hasta las mentes más brillantes se lo tragarían por completo.

Gurney sentía que por fin pensaba con claridad, que la niebla empezaba a disiparse. Era la primera hipótesis del caso que parecía, al menos a primera vista, coherente.

Como le pasaba siempre, se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Al fin y al cabo, solo era una pequeña vuelta de tuerca de la descripción que Madeleine había hecho de la escena central de
El hombre del paraguas negro
. Pero en ocasiones un milímetro marca toda la diferencia.

Por otra parte, no todas las ideas que encajan tienen por qué ser correctas. Sabía bien lo fácil que era pasar por alto errores lógicos cuando todo parecía cuadrar. Cuando el producto de la propia mente es el sujeto, la objetividad es una ilusión. Todos creemos que tenemos una mente abierta, pero en realidad nadie la tiene. En tales circunstancias, que alguien haga de abogado del diablo es vital.

Su primera opción era Hardwick. Cogió el teléfono y le llamó. Dejó un breve mensaje en el buzón de voz.

—Eh, Jack, tengo un nuevo enfoque del caso y me gustaría saber cómo lo ves. Llámame.

Se aseguró de que tenía el teléfono en modo vibración. No estaba seguro de qué le depararía la noche, pero que, de repente, empezara a sonar el teléfono podría ser un problema.

Su siguiente opción para que le hiciera de abogado del diablo era la teniente Bullard. No sabía en qué había quedado su relación con ella, pero, fuera como fuera, necesitaba su punto de vista. Además, si su visión del caso era correcta, todos sus problemas con la autoridad podían quedar en nada. La llamó, pero de nuevo volvió a saltar el buzón de voz. Le dejó, esencialmente, el mismo mensaje que a Hardwick.

Sin embargo, seguía necesitando confrontar su nueva teoría. Así pues, con sentimientos encontrados, decidió llamar a Clinter, que respondió después del tercer tono.

—Eh, amigo, ¿problemas en su gran noche? ¿Llama para pedir ayuda?

—No hay problemas, solo una idea que quería cotejar, a ver qué le parece.

—Soy todo oídos.

De repente se le ocurrió que entre Clinter y Hardwick había cierto parecido. Clinter era Hardwick llevado al límite. La idea, extrañamente, le hizo sentirse más y menos cómodo a la vez.

Gurney le explicó su teoría. Dos veces.

No hubo respuesta. Mientras esperaba, miró por la ventana al amplio estanque pantanoso. La luz de la luna hacía que los árboles muertos que se cernían sobre la hierba de la ciénaga adquirieran un aire inquietante.

—¿Está ahí, Max?

—Estoy pensando, amigo. No encuentro ningún fallo fatal en lo que dice. Por supuesto, plantea preguntas.

—Por supuesto.

—Para estar seguro de que lo comprendo, ¿está diciendo que solo uno de los asesinatos importaba?

—Correcto.

—¿Y que los otros cinco fueron para protegerse?

—Correcto.

—¿Y que ninguno de los asesinatos tiene nada que ver con los males de la sociedad?

—Correcto.

—Y que los coches caros eran el objetivo…, ¿por qué?

—Quizá porque la única víctima que importaba conducía uno. Un Mercedes grande, negro y caro. Tal vez de ahí surgió todo.

—¿Y a las otras cinco personas las mataron básicamente por azar? ¿Les dispararon porque conducían el mismo tipo de coche? Para que pareciera que había un patrón.

—Correcto. No creo que el asesino conociera a las otras víctimas ni que le importaran lo más mínimo.

—Lo cual lo convertiría en un cabrón muy frío, ¿no?

—Correcto.

—Así que ahora la gran pregunta es: ¿qué víctima era la que importaba?

—Cuando me encuentre con el Buen Pastor se lo preguntaré.

—¿Y cree que será esta noche? —La voz de Clinter vibraba de entusiasmo.

—Max, ha de mantenerse alejado. Es una situación muy delicada.

—Entendido, amigo. Una pregunta más: ¿cómo explica su teoría respecto a los viejos crímenes los asesinatos más recientes?

—Es sencillo. El Buen Pastor está tratando de impedir que nos demos cuenta de que las seis víctimas originales eran la suma de una más cinco. De alguna manera,
Los huérfanos del crimen
puede llegar a desvelar ese secreto, posiblemente señalando en cierto modo el que importaba. Está matando gente para impedir que eso ocurra.

—Un hombre muy desesperado.

—Más pragmático que desesperado.

—Cielo santo, Gurney, ha matado a tres personas en tres días, según las noticias.

—Exacto. Pero no creo que la desesperación tenga mucho que ver. No creo que el Buen Pastor vea el crimen como algo grande. Mata cuando cree que le resulta beneficioso, cuando siente que con un asesinato eliminará más riesgo en su vida del que creará. No creo que la desesperación entre en…

Una señal de llamada en espera detuvo a Gurney a mitad de la frase. Miró el identificador.

—Max, he de colgar. Tengo a la teniente Bullard del DIC en la otra línea. Y, Max, manténgase alejado de aquí hoy, por favor.

Gurney miró por la ventana. El extraño paisaje negro y plata ponía la carne de gallina. Un rayo de luz de luna cruzaba el centro de la sala, proyectando una imagen de la ventana y su propia sombra, en la pared de enfrente, encima de la cama.

Pulsó el botón de hablar para atender la llamada en espera.

—Gracias por devolverme la llamada, teniente. Se lo agradezco. Creo que podría tener algo… —No terminó la frase.

Hubo una explosión asombrosa; un destello blanco acompañado por un estallido ensordecedor; un impacto terrible en la mano de Gurney.

Trastabilló contra la mesa, sin saber durante varios segundos qué había ocurrido. Notó que la mano derecha estaba entumecida. Sentía un dolor ardiente en la muñeca.

Temiendo lo que podría ver, levantó la mano a la luz de la luna y la volvió poco a poco. Todos los dedos estaban allí, pero solo sostenían un pequeño trozo del teléfono. Miró a su alrededor en la sala, buscando fútilmente en la oscuridad otras zonas dañadas.

Lo primero que pensó fue que su teléfono había explotado. Pensó en cómo podrían haberlo manipulado, en qué momento alguien capaz de realizar esa clase de sabotaje podría haber accedido a su móvil, en cómo podían haber insertado y activado aquel artefacto explosivo en miniatura.

Pero aquello no solo era improbable, era imposible. La fuerza de la explosión descartaba esa posibilidad; tal vez fuera posible en un móvil falso, construido para tal propósito, pero no en un teléfono de verdad.

Entonces olió la pólvora de un cartucho.

No había sido una minibomba sofisticada, sino el estallido de un cañón.

Pero era el estallido de un cañón ruidoso, no de cualquier pistola, por eso había pensado en una bomba.

Sabía que había una pistola capaz de producir un ruido como aquel.

Había un individuo con la puntería necesaria y el pulso tan firme como para atravesar un teléfono móvil con una bala solo con la luz de la luna como guía.

Habían disparado a través de una de las ventanas. Se agachó y miró a la ventana de encima de la mesa. El cristal iluminado por la luna no estaba roto. El disparo tenía que proceder de una de las ventanas de atrás. Sin embargo, dada la posición de su cuerpo en el momento del impacto, era difícil entender cómo la bala podría haber alcanzado el teléfono sin atravesarle el hombro.

¿Cómo…?

La respuesta le llegó con un pequeño escalofrío.

El disparo no procedía del exterior de la cabaña.

Había alguien allí, en la sala, con él.

No lo vio, lo percibió.

Un sonido de respiración.

A un par de metros de él.

Una respiración lenta, relajada.

49. Un hombre extremadamente racional

Gurney miró en la dirección de la que procedía el sonido. Interrumpiendo la franja de luz plateada a lo largo del suelo de la cabaña, vio un rectángulo oscuro. La trampilla estaba abierta. En el otro lado del hueco, la luz de luna sugería que allí había una figura, de pie.

Un susurro brusco confirmó su impresión.

—Siéntese, detective. Ponga las manos sobre la cabeza.

Gurney obedeció las instrucciones en silencio.

—Tengo algunas preguntas. Ha de responderlas deprisa. ¿Lo entiende? —El susurro resonó como el ronroneo de un gran felino.

—Lo entiendo.

—Si la respuesta no es rápida, supondré que es mentira. ¿Lo entiende?

—Sí.

—Bien. Primera pregunta: ¿va a venir Clinter?

—No lo sé.

—Acaba de decirle por teléfono que no venga.

—Exacto.

—¿Espera que venga de todos modos?

—Podría ser. No lo sé. No es un hombre previsible.

—Eso es verdad. Siga diciéndome la verdad. La verdad lo mantendrá vivo. ¿Lo entiende?

—Sí.

Gurney sabía aparentar tranquilidad en situaciones extremas. Sin embargo, por dentro solo sentía miedo e ira: miedo por la situación en la que se había metido; ira ante ese error de cálculo que lo había puesto en semejante situación.

Había supuesto que el Buen Pastor se ajustaría al horario que, de alguna manera, él mismo le había marcado en su falsa conversación con Kim, que aparecería en la cabaña dos o tres horas antes de la supuesta reunión de Clinter y Gurney. Perdido en el torbellino de especulaciones sobre el caso, no había contemplado que el Pastor pudiera aparecer mucho antes que eso, quizá doce horas antes.

¿Qué demonios había estado pensando? ¿Que el Buen Pastor era un hombre lógico y que lo lógico era llegar unas pocas horas antes de medianoche? ¿Y que, por lo tanto, eso era lo que ocurriría, cuestión resuelta, al siguiente punto? Cielos, ¡qué estúpido! Se dijo a sí mismo que todo el mundo comete errores, pero aquel podía resultar mortal.

La voz de ronroneo habló otra vez.

—¿Esperaba engañarme para que viniera aquí? ¿Esperaba tomarme por sorpresa?

Era una pregunta tan acertada que resultaba irritante.

—Sí.

—La verdad. Bien. Eso lo mantiene vivo. Ahora su llamada a Clinter, ¿cree de verdad lo que le ha dicho?

—¿Sobre los asesinatos?

—Por supuesto que sobre los asesinatos.

—Sí, lo creo.

Durante varios segundos lo único que se oyó fue el sonido de la respiración de aquel hombre. Después le planteó una pregunta con un tono tan suave que apenas lo oyó.

—¿Qué otras ideas tiene?

—Mi única idea ahora mismo es preguntarme si me va a matar.

—Por supuesto que lo voy a matar. Sin embargo, si me va diciendo la verdad, su vida se alargará unos minutos. Es sencillo. ¿Lo entiende?

—Sí.

—Bien. Ahora dígame todo lo que piensa de los asesinatos. Sus verdaderas ideas.

—Mis ideas son básicamente preguntas.

—¿Qué preguntas?

¿El susurro ronco era la voz real del Buen Pastor o solo era una forma de ocultarla? Supuso que lo segundo, lo que implicaba cosas interesantes. Sin embargo, su única preocupación en aquel instante era seguir con vida.

Other books

A Specter of Justice by Mark de Castrique
AnchorandStorm by Kate Poole
Burn Me if You Can by Mahalia Levey
The Shadow of the Eagle by Richard Woodman
Tantric Coconuts by Greg Kincaid
Damoren by Seth Skorkowsky
Colonial Commander by K.D. Jones
Twiceborn by Marina Finlayson