—Carol Quilty dimitió anoche. Necesitan a alguien que la sustituya hoy.
—¿A qué hora?
—En cuanto pueda llegar allí. Voy a ducharme, me comeré una tostada y saldré. ¿Te las arreglarás bien aquí solo?
—Por supuesto.
Madeleine frunció el ceño y señaló la mano.
—Más alta.
Él la levantó a la altura del ojo.
Madeleine suspiró, le hizo un pequeño gesto de ánimo y se dirigió a la ducha.
Gurney se maravilló por enésima vez del optimismo innato de su esposa, de su capacidad para aceptar las circunstancias, fueran las que fueran, y afrontarlas con un optimismo que a él le parecía imposible.
Madeleine se enfrentaba a la vida tal como venía y lo hacía lo mejor que podía.
Ella jugaba con las cartas que le tocaban.
De nuevo pensó en su comodín.
Fuera cual fuera su valor, tenía que ponerlo en juego de inmediato, antes de que terminara la partida.
Por un momento, pensó que tal vez no tuviera ningún valor, pero solo había una forma de descubrirlo.
Su «comodín» era que podía acceder al sistema de micrófonos que habían instalado en el apartamento de Kim. Quizá los había colocado el Buen Pastor y tal vez todavía estaba monitorizando sus transmisiones. De ser así, el sistema podría proporcionar un canal de comunicación, una forma de hablar con el asesino, una oportunidad de enviarle un mensaje.
Pero ¿qué clase de mensaje? Una pregunta simple con un número ilimitado de respuestas. Lo único que tenía que hacer era averiguar cuál era la buena.
Poco después de que Madeleine se fuera a la clínica, el teléfono sonó otra vez. Era Hardwick.
—Mira los archivos de la página web del
Manchester Union Leader
—dijo con voz rasposa—. Hicieron una serie sobre el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas en 1991. Seguro que encuentras un montón de cosas interesantes. Tengo que ir a mear. Cuídate.
Sin duda, tenía una forma peculiar de despedirse.
Gurney pasó una hora revisando los archivos, no solo del
Union Leader
, sino también de otros periódicos de Nueva Inglaterra que habían informado con detalle de los crímenes del Estrangulador de las Montañas Blancas.
Habían sido cinco ataques mortales en dos meses. Todas las víctimas eran mujeres. Las habían estrangulado con pañuelos blancos de seda, que el asesino dejó atados en torno a sus cuellos. Los factores comunes entre las víctimas eran más circunstanciales que personales. Tres de las mujeres vivían solas, y las habían matado en sus casas. Las otras dos trabajaban hasta tarde en entornos aislados: a una la habían asesinado en una zona de aparcamiento sin iluminar, detrás del taller de artesanía que dirigía; a la otra, detrás de su propia pequeña floristería, en un espacio similar. Los cinco ataques ocurrieron en un radio de quince kilómetros de Hanover, donde estaba el Darmouth College.
En casos como aquellos, de mujeres estranguladas, solía haber un móvil sexual, pero no había signos de violación u otros abusos. Por otro lado, el perfil de las víctimas resultaba extraño. De hecho, en realidad no había patrón alguno; lo único que tenían en común era su estatura, no eran muy altas. Por lo demás, no se parecían en nada. Sus cortes de pelo y su estilo de vestir no tenían nada en común. Desde un punto de vista socioeconómico tampoco parecía haber relación: una estudiante de Darmouth (la novia de Larry Sterne en ese momento), dos propietarias de tiendas, una camarera a tiempo parcial en la cafetería de una escuela primaria local y una psiquiatra. Las edades oscilaban entre los veintiuno y los setenta y un años. La estudiante de Dartmouth era una joven rubia de clase acomodada. La psiquiatra jubilada era una afroamericana de cabello gris. Gurney rara vez había visto unos perfiles tan distintos entre las víctimas de un asesino en serie. A partir de ellos era muy difícil deducir cuál era la obsesión del asesino, qué le impulsaba a matar.
Oyó que corría agua en la ducha del piso de arriba. Al cabo de un rato, Kim apareció en el umbral del estudio con una expresión ansiosa.
—Buenos días —dijo Gurney, cerrando la búsqueda en su ordenador.
—Siento haberte metido en todo esto —dijo ella, al borde de las lágrimas.
—Es lo que hacía para ganarme la vida.
—Cuando lo hacías para ganarte la vida, nadie te quemaba el granero.
—No estamos seguros de que la cuestión del granero esté relacionada con el caso. Podría haber sido algún…
—Oh, Dios mío —lo interrumpió Kim—, ¿qué te ha pasado en la mano?
—La flecha que dejé en el aparador, apoyé la mano encima anoche, cuando estaba a oscuras.
—Oh, Dios mío —repitió ella, haciendo una mueca.
Kyle apareció en el pasillo detrás de ella.
—Buenas, papá, ¿cómo…? —Se detuvo cuando vio el vendaje—. ¿Qué ha pasado?
—Poca cosa. Parece peor de lo que es. ¿Queréis desayunar?
—Se cortó con esa flecha —dijo Kim.
—Dios, era como una cuchilla —dijo Kyle.
Gurney se levantó de la silla.
—Vamos —dijo—, tomaremos unos huevos, tostadas y café.
Trató de aparentar normalidad, sonrió y se encaminó a la mesa de la cocina. Pensó en lo que le había pasado a Lila Sterne y en los localizadores GPS que había encontrado en los coches. ¿De verdad tenía derecho a guardárselo? ¿Y por qué lo estaba haciendo?
Aquellas dudas sobre qué era lo que de verdad guiaba sus actos siempre habían actuado como una suerte de termitas que minaban la paz mental que de vez en cuando lograba. Intentó concentrarse otra vez en los detalles mundanos del desayuno.
—¿Qué tal empezar con un zumo de naranja?
Aparte de algunos comentarios aislados, desayunaron con un silencio casi incómodo. En cuanto terminaron, Kim, ansiosa por ocuparse de algo, insistió en recoger la mesa y lavar los platos. Kyle se quedó absorto comprobando sus mensajes de texto; daba la impresión de que los leía todos al menos dos veces.
Gurney volvió a pensar en cómo jugar su comodín. Solo tendría una oportunidad de usarlo. Tenía la sensación casi física de estar quedándose sin tiempo, de arena que caía a través del estrecho embudo, de que el tiempo lo arrastraba por los pies.
Imaginó un final de partida en el que podría enfrentarse al Buen Pastor. Un final en el que las piezas del puzle encajarían. Un final que probaría que su punto de vista, tan opuesto al de los demás, era el producto de una mente sana, no la fantasía de un policía herido que había dejado atrás sus mejores días.
Por otro lado, no disponía de tiempo para plantearse si su objetivo tenía sentido, si de verdad tenía alguna posibilidad de salir airoso. Lo único que podía hacer en ese momento era concentrarse en cómo plantear la confrontación y dónde.
Decidir dónde era fácil.
El cómo era el reto.
El sonido del teléfono lo devolvió al presente. Seguía sentado a la mesa, iluminada ya por el sol de la mañana. Kim y Kyle se habían retirado a los sofás, en el otro extremo de la sala. Su hijo había encendido un pequeño fuego en la estufa de leña.
Fue al estudio a contestar la llamada.
—Buenos días, Connie.
—¿David? —Sonó sorprendida de localizarlo.
—Estoy aquí.
—¿En el ojo del huracán?
—Eso parece.
—Seguro que sí. —La voz de Connie era nerviosa y enérgica, siempre parecía que se hubiera tomado unas cuantas anfetas—. ¿De dónde sopla el viento en este momento?
—¿Perdón?
—¿Mi hija aguanta o va hacia la salida?
—Dice que está decidida a dejar el proyecto.
—¿Por la intensidad?
—¿Intensidad?
—Los asesinatos del picahielos, la vuelta del Buen Pastor, el pánico en las calles. ¿Eso es lo que la está asustando?
—Han asesinado a gente a la que tenía cierto aprecio.
—El periodismo no es para tiquismiquis. Nunca lo fue y nunca lo será.
—Además, tiene la sensación de que su idea de un documental emotivo serio se está convirtiendo en un culebrón de RAM con mala pinta.
—Oh, joder, David, vivimos en una sociedad capitalista.
—Y eso significa que…
—Significa que el negocio de los medios (sorpresa, sorpresa) es un negocio. El matiz está bien, pero lo que vende es el drama.
—Quizá deberías tener esta conversación con ella, no conmigo.
—Ni hablar. Ella y yo somos agua y aceite. Pero a ti te admira. A ti te escuchará.
—¿Qué quieres que le diga? ¿Que RAM es una empresa noble y que Rudy Getz es un tipo legal?
—Por lo que he oído, Rudy es un cabrón. Sin embargo, es un cabrón listo. El mundo es el mundo. Algunos lo afrontamos, otros no. Quiero que se lo piense dos veces antes de abandonar.
—En este caso, abandonar no sería tan mala idea.
Hubo un silencio, algo poco común en una conversación con Connie Clarke. Cuando ella habló otra vez, su voz era más baja.
—No sabes adónde podría conducir eso. Su decisión de ir a la Facultad de Periodismo, de licenciarse, de seguir esa idea suya, de labrarse una carrera en los medios por sí misma, todo ha sido como un salvavidas, la ha salvado de donde estaba antes.
—¿Dónde estaba?
Hubo otro silencio.
—La mujer joven ambiciosa y centrada que estás viendo ahora es una especie de milagro. Hace unos años me tenía asustada. Después de que su padre desapareciera, abandonó la vida normal. Cuando era adolescente iba a la deriva. No quería hacer nada, no estaba interesada en nada. A veces estaba bien, pero enseguida se hundía otra vez en un agujero negro. El periodismo, el proyecto de
Huérfanos
, le ha proporcionado cierta guía. Le ha dado vida. Prefiero no pensar qué pasaría si abandonara.
—¿Quieres hablar con ella?
—¿Está ahí? ¿En tu casa?
—Sí, es una larga historia.
—¿Está ahí ahora, en la misma habitación que tú?
—En otra habitación, con mi hijo.
—¿Tu hijo?
—Otra larga historia.
—Ya veo. Bueno…, me encantaría oír esa larga historia cuando tengas tiempo de contármela.
—Será un placer, tal vez mañana o pasado. Las cosas están un poco complicadas ahora mismo.
—Ya veo. Entre tanto, por favor, recuerda lo que he dicho.
—Ahora tengo que irme.
—Vale, pero… haz lo que puedas, David. Por favor. No dejes que se autodestruya.
Después de colgar, se quedó de pie junto a la ventana del estudio, con la mirada perdida. ¿Cómo demonios podía alguien impedir que otro se autodestruyera?
Una nueva punzada de dolor en la mano. La levantó y la apoyó contra la ventana. El dolor se atenuó. Kim y Kyle estaban en la cocina, hablando en voz baja. Se oía el sonido de platos apilándose en el escurridor. Miró el reloj del escritorio. Al cabo de menos de una hora, tendrían que salir para su reunión con Rudy Getz.
Pero antes tenía cuestiones más apremiantes que resolver.
El comodín. La oportunidad de enviar un mensaje al asesino.
¿Qué mensaje?
¿Una invitación?
¿Para ir adónde? ¿Para hacer qué? ¿Por qué razón?
¿Qué podría querer el Buen Pastor?
Una cosa que siempre quería era seguridad.
Quizá podría ofrecerle la oportunidad de eliminar algún elemento de riesgo en su vida.
Quizá la oportunidad para eliminar a un adversario.
Sí, eso podría servir.
Una oportunidad para matar a alguien que causaba problemas.
Y Gurney conocía el lugar perfecto para ello. El lugar perfecto para el asesinato.
Abrió el cajón del escritorio y sacó una tarjeta de visita en la que no había escrito ningún nombre, solo un número de móvil.
Cogió su teléfono y llamó. Saltó el buzón de voz. No había saludo ni identificación, solo una orden brusca.
«Exponga el propósito de su llamada.»
—Soy Dave Gurney. Es un asunto urgente. Llámeme.
La respuesta llegó al cabo de menos de un minuto.
—Maximilian Clinter. ¿Qué pasa, amigo? —preguntó con su clásico acento irlandés.
—Tengo una petición. He de hacer algo y necesito un lugar especial para hacerlo.
—Bueno, bueno, bueno. ¿Algo importante?
—Sí.
—¿Cómo de importante exactamente?
—No puede haber nada más importante.
—Nada más importante. Bueno, bueno. Eso solo puede significar una cosa. ¿Tengo razón?
—No leo la mente, Max.
—Yo sí.
—Entonces no tiene que hacerme preguntas.
—No era una pregunta, solo pedía una confirmación.
—Le confirmo que es importante. Además le pido poder usar su cabaña por una noche.
—¿Puede proporcionarme algunos detalles?
—Todavía no los he pensado.
—La idea básica, pues.
—Preferiría no hacerlo.
—Tengo derecho a saberlo.
—Voy a invitar a alguien a reunirse conmigo allí.
—¿Al hombre en persona?
Gurney no respondió.
—¡Maldita sea! ¿Es verdad? ¿Lo ha encontrado?
—En realidad, quiero que él me encuentre a mí.
—¿En mi cabaña?
—Sí.
—¿Por qué iba a querer ir allí?
—Posiblemente para matarme, si soy capaz de darle una razón lo bastante buena.
—Ya veo. Planea pasar la noche en mi cabaña en medio de la ciénaga de Hogmarrow y espera recibir una visita a medianoche de un hombre que tiene una buena razón para matarle. ¿Lo he entendido bien?
—Más o menos.
—¿Y cuál es el final feliz? ¿Una fracción de segundo antes de que le vuele la cabeza, yo bajo del cielo para salvarlo como si fuera el puto Batman?
—No.
—¿No?
—Me salvo yo… o no me salvo.
—¿Usted qué es, un ejército de un solo hombre?
—Es un plan demasiado endeble para que participe alguien más.
—Yo debería formar parte de esto.
Gurney miró sin ver por la ventana del estudio. Su supuesto plan se basaba en una serie de hipótesis, en nada más. Ir allí solo sería sumamente arriesgado. Pero llevar apoyo, sobre todo el de alguien como Clinter, sería aún peor.
—Lo siento, se hace a mi manera o no se hace.
La voz de Clinter explotó.
—¡Está hablando del cabrón que me jodió la vida! El cabrón que tengo que matar. El cabrón que quiero convertir en forraje. Y me está diciendo que ha de hacerse a su puta manera. ¿A su puta manera? ¿Ha perdido el juicio?
—La verdad es que no lo sé, Max. Pero veo una pequeña oportunidad de detener al Buen Pastor. Quizá pueda impedir que mate a Kim Corazon. O a mi hijo. O a mi mujer. Es ahora o nunca, Max. Es mi única oportunidad. Ya hay demasiadas variables, demasiados condicionantes. Y una persona más en la mezcla sería otra variable más. Lo siento, Max, no puedo tolerarlo. Se hace a mi manera o no se hace.