—¿De qué está hablando?
—El terreno está bastante seco. ¿Cuánto tiempo hace que no llueve? —Sabía cuándo había llovido en Walnut Crossing, pero el clima en torno a los lagos Finger solía ser muy diferente.
—Llovió ayer por la mañana —respondió ella—. Paró a mediodía. ¿Por qué?
—Hay una franja de tierra en una rendija al borde de la carretera, de más o menos un par de centímetros de ancho. Cualquiera que entrara en el sendero tendría que pasar por ella, a menos que atravesara el bosque y cruzara por el césped. Pero no hay marcas de que nadie haya pasado por esa pequeña franja de tierra, al menos desde la última vez que llovió.
—Un par de centímetros no necesariamente son suficientes para registrar…
—Quizá no, pero hay que tenerlo en cuenta. Además, está el factor psicológico. Si el Buen Pastor ha vuelto, si esta es su séptima víctima, entonces lo que ya sabemos de él tiene que considerarse.
—Como, por ejemplo…
—Sabemos que es muy precavido, desprecia el riesgo. Y ese sendero está demasiado expuesto. Cualquier vehículo, sobre todo uno del tamaño de un Hummer, podría haberse dejado el parachoques trasero en la carretera. Demasiado llamativo, demasiado identificable. Un policía local que pasara podría fijarse en un coche desconocido como ese, podría detenerse a revisarlo, podría verificar el número de matrícula.
Bullard torció el gesto.
—Ya, pero el hecho es que Ruth Blum está muerta. Si el asesino vino en un vehículo, tuvo que aparcar en alguna parte. ¿Qué está diciendo? ¿Dónde aparcó? ¿En el arcén? Eso sería aún más expuesto.
—Me inclino por el taller.
—¿Qué?
—A ochocientos metros, por la carretera estatal, en dirección a Ithaca, hay un taller. Hay varios coches y camiones en una pequeña zona de aparcamiento descuidada al lado del taller, esperando a que los arreglen o a que los recojan. Es el único sitio del barrio donde un vehículo extraño no levantaría suspicacia alguna, pasaría desapercibido. Si yo fuera a matar a alguien en esta casa en medio de la noche, aparcaría allí y luego caminaría el resto del trayecto por esa zanja profunda que hay al lado de la carretera. Así evitaría que pudieran verme los otros conductores que pasaran por el camino.
Bullard bajó la mirada al tablero de la mesa, como si estuviera jugando al Scrabble e intentara hallar la palabra adecuada. Hizo una mueca.
—En teoría, eso podría tener sentido. El problema es que su mensaje en Facebook se refiere específicamente a un vehículo aparcando en…
—Quiere decir «el» mensaje en Facebook.
—No entiendo qué…
—Está suponiendo que fue ella quien lo escribió.
—Era su cuenta, su página, su ordenador, su contraseña.
—¿El asesino no podría haberle sacado la contraseña antes de matarla, haber abierto la página y haber escrito el mensaje?
Bullard volvió a observar la mesa. Negó con la cabeza.
—Es posible. Pero como sucede con su teoría del taller, no se basa en prueba alguna.
Gurney sonrió ante la oportunidad que se le abría.
—Después de que sus chicos con trajes blancos confirmen que el suelo en la rendija del final del sendero no se ha tocado, pídales que hagan una visita al taller. Sería interesante ver si pueden encontrar un juego de huellas de neumático nuevas que no coincidan con ninguno de los vehículos de allí.
—Pero… ¿por qué el asesino iba a tomarse el tiempo y las molestias de dejar un mensaje así en Facebook?
—Arena en los ojos. Un giro en el laberinto. Es muy bueno en eso.
Algo en la expresión de Bullard le dijo que cada vez estaba más predispuesta a escucharle.
—¿Cuánto sabe del caso original? —preguntó Gurney.
—No tanto como necesitaría —admitió Bullard—. Alguien de la oficina de campo del FBI viene para hacerme un resumen. Por cierto, necesitaré su dirección, su correo electrónico, los números de teléfono donde puedo localizarlo veinticuatro horas al día. ¿Algún problema?
—Ninguno.
—Le daré mi
mail
y mi número de móvil. Supongo que me informará sobre las cosas relevantes de las que se entere.
—Encantado.
—De acuerdo. Me he quedado sin tiempo. Ya hablaremos.
Cuando Gurney salió de la casa, el helicóptero continuaba volando ruidosamente, en círculos. La corriente de aire que generaba desprendía las pocas hojas marchitas que todavía se aferraban a las ramas más altas de los árboles; caían en un remolino. Antes de llegar a su coche, la periodista de cabello sedoso y que iba muy maquillada lo interceptó con un micrófono en la mano y un cámara detrás.
—Soy Jill McCoy,
Eye on the News
, Siracusa —dijo la mujer; su rostro reflejaba la típica excitada curiosidad del reportero—. Me han dicho que es usted el detective Dave Gurney, el hombre al que la revista
New York
llamó «superpoli». Dave, ¿es cierto que el Buen Pastor, el asesino en serie de tan infausta memoria, ha atacado otra vez?
—Disculpe —dijo Gurney, abriéndose paso a su lado.
La periodista extendió el micrófono hacia él, gritando una retahíla de preguntas a su espalda mientras Gurney abría la puerta de su coche, entraba, cerraba y arrancaba el motor.
—¿La mataron por su aparición en televisión? ¿Por algo que dijo? ¿Este horrible caso es demasiado grande para nuestra policía local? ¿Por eso lo han llamado a usted? ¿Cuál es su participación? ¿Es cierto que tiene un problema con el FBI? ¿Cuál es la causa de ese problema, detective Gurney?
Al salir de su plaza de aparcamiento tenía la cámara de vídeo a solo unos centímetros de su ventana lateral. El agente de tráfico no estaba haciendo nada para solventar el problema. De hecho, parecía completamente absorto en una conversación que mantenía con un recién llegado a la escena. Al salir a la carretera estatal, Gurney atisbó al hombre: fornido, de cabello negro, sin sonrisa. Eso bastó para que lo reconociera.
Era Daker.
Cuando Gurney dobló la primera curva de la carretera, el taller apareció ante sus ojos. Redujo la velocidad al pasar, fijándose en el edificio de cemento: LAKESIDE COLLISION. La zona de aparcamiento que rodeaba el taller era un
collage
decrépito de macadán, hojas muertas y tierra. Seguía convencido de que era un lugar perfecto para aparcar un coche sin llamar la atención.
A medio camino de Walnut Crossing, pasó ante un cartel de Verizon, la compañía telefónica, y eso le recordó que había apagado su teléfono al sentarse a la mesa de la cocina con Bullard. Volvió a encenderlo para ver si tenía mensajes: siete. Antes de que pudiera escucharlos, recibió otra llamada.
Gurney apretó el botón de contestar.
Era Kyle, parecía agitado.
—Llevamos una hora tratando de localizarte.
—¿Qué pasa?
—Kim está asustadísima. Ha estado intentando contactar contigo. Ya te ha dejado tres mensajes.
—¿Es sobre Ruth Blum?
—Sobre todo por eso. Pero también sobre la emisión ayer de
Los huérfanos del crimen
. No le gustó nada la forma en que lo montaron, lo que cortaron ni lo que añadieron, sobre todo esos dos capullos. Está muy disgustada.
—¿Dónde está?
—En el cuarto de baño, llorando. Otra vez. No, espera. Me parece que ha abierto la puerta. Espera.
Gurney oyó que Kim le preguntaba a Kyle con quién estaba hablando. «Con mi padre», le respondió su hijo. La chica gimoteó y se sonó la nariz. El sonido del teléfono pasó de uno a otro. Voces apagadas. Más ruido de sonarse la nariz y aclararse la garganta.
Finalmente Kim estaba al teléfono.
—¿Dave?
—Dime.
—Esto es una pesadilla. No puedo creer lo que está pasando. Quiero irme a dormir, despertarme otra vez y descubrir que nada de esto es real.
—Espero que no te estés culpando por lo que le ha ocurrido a Ruth.
—¡Por supuesto que sí!
—Tú no eres responsable de…
Kim lo interrumpió, levantando la voz.
—¡No estaría muerta si yo no la hubiera convencido de participar en este estúpido programa!
—No eres responsable de su muerte y tampoco lo eres de lo que RAM hizo con tu entrevista o con la forma en que la presentaron o…
—Cortaron mi entrevista por la mitad y la envolvieron con un montón de sandeces pomposas de esos supuestos expertos. —Pronunció la última palabra como si estuviera escupiendo—. Oh, Dios, solo quiero desaparecer. Quiero borrarlo todo. Borrar todo lo que ha matado a Ruthie.
—La mató un asesino.
—Pero no habría ocurrido si…
—Escúchame, Kim. Un asesino mató a Ruth Blum. Un asesino con su propia agenda. Probablemente el mismo asesino que mató a su marido hace diez años.
Ella no dijo nada. Gurney podía oír su respiración. Lenta y temblorosa. Cuando la chica volvió a hablar, su histeria se había tornado puro dolor.
—Es lo que Larry Sterne no dejaba de decirme, tenía razón. Dijo que RAM lo retorcería todo y haría que se viera barato, feo y espantoso. Dijo que ellos serían mejores utilizándome a mí que yo utilizándolos a ellos, que lo único que les importaba era conseguir la máxima audiencia posible, que el precio de mi proyecto superaría sus recompensas. Y tenía razón, toda la razón.
—¿Qué quieres hacer?
—¿Hacer? Quiero alejarme lo más posible de RAM. Quiero dejarlo.
—¿Has hablado con Rudy Getz?
—Sí. —Había algo incierto en la voz de Kim.
—¿Sí, pero…?
—Lo he llamado esta mañana, antes de recibir tu mensaje sobre Ruth. Le he dicho que estaba muy decepcionada, que el programa no se parecía en nada a lo que habíamos hablado.
—¿Y?
—Y que si iba a ser así, yo no quería hacerlo.
—¿Y?
—Ha contestado que deberíamos reunirnos, que no era algo que pudiéramos resolver por teléfono, que teníamos que hablarlo cara a cara.
—¿Os vais a reunir?
—Sí.
—¿Has vuelto a hablar con él después del asesinato de Ruth?
—Sí. Ha dicho que eso hacía que la reunión fuera aún más importante. Ha dicho que el asesinato era un multiplicador.
—¿Qué?
—Un multiplicador. Dijo que aumentaba las apuestas y que teníamos que hablar de ello.
—¿Que aumentaba las apuestas?
—Eso dijo.
—¿Cuándo os vais a reunir?
—El miércoles a mediodía. En su casa de Ashokan.
Gurney tenía la impresión de que Kim se estaba dejando algo.
—¿Y?
Hubo una pausa.
—Bueno…, de verdad que odio pedirte esto. Me siento tan ingenua, impotente e idiota.
Gurney esperó, convencido de que sabía lo que se avecinaba.
—Mi visión de cómo iba a ser todo esto… Mis suposiciones… La forma en que pensaba… Lo que estoy intentando decir es que obviamente no he sido muy sensata. Necesito… la ayuda, la opinión de una mente más clara. No tengo derecho a pedirte esto, pero…, por favor…
—¿Quieres que vaya contigo el miércoles a tu reunión con Getz?
—Por favor. ¿Vendrás? ¿Podrás?
Tras pasar el cartel de Franklin Mountain que le daba la bienvenida al condado de Delaware, Gurney dejó atrás el sol de la tarde y descendió a un valle de nubes. El clima en las montañas parecía cambiar hora tras hora.
Durante el resto del trayecto a casa, tuvo que estar encendiendo y apagando el limpiaparabrisas. No le gustaba nada conducir bajo la lluvia: lluvia intensa, lluvia ligera, llovizna, cualquier cosa gris y húmeda. Lo gris y lo húmedo solían provocar que sus preocupaciones fueran a más.
Cobró conciencia del dolor en los músculos de la mandíbula. Había estado apretando los dientes: un efecto secundario de la tensión y la rabia que impulsaba sus pensamientos.
TEPT: trastorno de estrés postraumático. Esas palabras le sacaban de sus casillas. Si Holdenfield tenía razón, si su capacidad para razonar estaba afectada…
¿Para qué había dicho Kim que lo necesitaba? ¿La opinión de una mente más clara que la de ella? Se le escapó una risa aguda. La clarividencia no era en ese momento su punto fuerte.
Pensar en su conversación telefónica le recordó los siete mensajes de su buzón de voz que no había escuchado. Estaba subiendo a su casa por el camino de montaña, diciéndose que los oiría cuando llegara, pero, temeroso de olvidarlo otra vez, decidió parar a un lado y escucharlos.
Los tres primeros eran de Kim, cada vez más tensa en sus peticiones de que la llamara.
El cuarto era de la madre de Kim, Connie Clarke: «¡David! ¿Qué demonios está pasando? ¿Qué es toda esta locura en las noticias de hoy sobre Ruth como se llame, asesinada después de la entrevista de Kim? ¿Y los presentadores gritando que el Buen Pastor ha vuelto? Joder. Llámame, dime qué está pasando. Acabo de recibir un mensaje completamente histérico de Kim. Dice que quiere dejarlo, retirarse del programa, tirarlo todo por la borda. Está completamente fuera de control. No entiendo nada. La he llamado, pero no he podido hablar con ella. Le he dejado un mensaje, pero no me ha contestado. Supongo que estás en contacto con ella, que sabes lo que está pasando. Bueno, esa era la idea, ¿no? ¡Por el amor de Dios, llámame!».
Tal vez la llamara luego, tal vez no. No tenía ganas de pasar media hora al teléfono con ella, explicándole todo ese caos, todas las preguntas sin responder, solo porque su hija no le devolvía las llamadas.
El quinto mensaje no tenía identificación, pero la intensidad maniaca de la voz de Max Clinter no dejaba espacio para la duda: «Señor Gurney, siento mucho que no lo coja. Esperaba un toma y daca. Han ocurrido muchas cosas desde la última vez que hablamos. Parece que el Pastor vuelve a estar entre nosotros. La pequeña Corazon lo ha devuelto a la vida. Oí mencionar su nombre ayer en ese rollo vomitivo de
Los huérfanos
, en la tele. Basura de RAM. Pero por lo que dijeron parece que tiene ideas, ideas propias. A lo mejor no son distintas de las mías. ¿Quiere que las compartamos? Lo toma o lo deja, hora de elegir. El final no está lejos. Esta vez estaré preparado. Última pregunta: ¿David Gurney es amigo o enemigo?».
Escuchó el mensaje tres veces. O bien Clinter estaba loco, o bien solo era que había encontrado un papel en el que se sentía cómodo. Holdenfield había insistido en que estaba trastornado y era un incordio. Sin embargo, Gurney no estaba dispuesto a olvidarse del tipo que se había metido en esa pequeña habitación de Buffalo y había dejado a cinco mafiosos armados muertos en el suelo.