Por otro lado, aunque aquello fuera obra de Meese, puede que le guiara una motivación más oscura y enferma que el resentimiento. Quizás estaba advirtiendo a Kim de que, o volvía con él, o aquel resentimiento se transformaría en algo realmente espantoso. Podía convertirse en un monstruo, en un demonio.
Tal vez Meese estaba incluso peor de lo que Kim creía.
Aquel susurro, sin duda, era propio de alguien con graves problemas psicológicos.
Sin embargo, eso planteaba una posibilidad más. La que más asustaba a Gurney. Una posibilidad que apenas se atrevía a considerar: puede que no hubiera existido ningún susurro.
¿Y si lo que «oyó» hubiera sido el resultado de su caída, una especie de minialucinación? ¿Y si el «sonido» fuera simplemente un efecto secundario de sacudir su cabeza apenas sanada? Al fin y al cabo, el silbido bajo de los acúfenos en sus oídos no era algo real; como le había explicado el doctor Huffbarger, se trataba de una mala interpretación cognitiva de una agitación neuronal desplazada. ¿Y si la amenaza susurrada —con toda su ardiente furia— no se sostuviera en el mundo real? La idea de que las visiones y los sonidos pudieran no ser nada más que los vástagos de tejidos magullados y sinapsis interrumpidas le provocó un escalofrío.
Quizás esa inseguridad inconsciente, respecto a que de verdad hubiera existido ese susurro, hizo que no se lo mencionara al patrullero que había acudido al apartamento de la chica poco después de que descubrieran que habían serrado el peldaño. Y lo mismo le pasó con Schiff, cuando este llegó, media hora después.
Era difícil descifrar la expresión de Schiff. Una cosa estaba clara: no parecía muy contento. Continuó mirando a Gurney como si sintiera que faltaba una parte de la historia. Después, escéptico, había vuelto su atención a Kim, a la que le hizo una retahíla de preguntas para establecer el lapso de tiempo en el cual podía haberse producido aquel acto de vandalismo.
—¿Así es como llama a esto? —lo interrumpió Gurney la segunda vez que usó el término—. ¿Vandalismo?
—Por ahora sí —dijo Schiff sin la menor pasión—. ¿Tiene algún problema con eso?
—Una forma dolorosa de vandalismo —respondió Gurney, frotándose lentamente el antebrazo.
—¿Quiere una ambulancia?
Antes de que pudiera responder, Kim dijo:
—Voy a llevarlo a urgencias.
—¿En serio? —preguntó Schiff, con los ojos clavados en Gurney.
—Me parece bien.
Schiff lo miró un momento, luego se dirigió al oficial de patrulla que estaba de pie al fondo:
—Tome nota de que el señor Gurney rechaza el transporte en ambulancia.
Gurney sonrió.
—Bueno, ¿cómo vamos con esas cámaras?
Schiff dio la impresión de que no había oído la pregunta.
Gurney se encogió de hombros.
—Ayer habría sido un buen día para instalarlas.
Hubo un destello de rabia en los ojos del policía. Echó un último vistazo al sótano, murmuró algo respecto a recoger huellas del cuadro eléctrico al día siguiente, preguntó sobre el arcón caído de costado y miró en su interior.
Finalmente, recogió el peldaño serrado, se lo llevó arriba y pasó los siguientes diez minutos examinando las ventanas y las puertas del apartamento. Le preguntó a Kim si había recibido alguna comunicación inusual en los últimos días, o cualquier mensaje de Meese. Le dijo que tal vez necesitara entrar en el apartamento al día siguiente. Luego se fue, seguido por el agente de patrulla.
El
techo del dormitorio parecía un poco más luminoso ahora; la sábana que cubría a Gurney, un poco más gruesa. Se sentía satisfecho de que su reconstrucción secuencial del caso fuera, hasta cierto punto, completa y ordenada. Su significado, causas, propósitos y motivaciones estaban todavía por determinar, pero al menos empezaba a sentir que se encaminaba hacia algo.
Cerró los ojos.
El ruido del teléfono seguido por unas pisadas le despertó unos minutos más tarde. Respondieron al final del cuarto tono. Oyó la voz de Madeleine, incomprensible, procedente del estudio. Unas pocas frases, silencio, luego otra vez pisadas. Pensó que a lo mejor le estaba trayendo el teléfono. Alguien preguntaba por él. ¿Huffbarger, el neurólogo? Pensó otra vez en su absurda conversación con aquella mujer de su oficina. Dios, ¿cuándo fue eso? ¿Hacía dos o tres días? Le parecía que había pasado una eternidad.
Las pisadas pasaron de largo por la puerta del dormitorio y llegaron a la cocina.
Voces femeninas.
Madeleine y Kim.
Kim lo había llevado en coche a Walnut Crossing después de acompañarlo a la sala de urgencias en Siracusa. No conseguía mover el cambio de marchas manual del Outback sin que le doliera muchísimo el codo. Tal vez se lo había fracturado, así que intentar conducir no parecía algo muy inteligente. Kim se había mostrado encantada de encontrar la excusa perfecta para pasar la noche fuera de su apartamento.
La chica había insistido en que no era prudente que condujera, ni siquiera después de que la radiografía demostrara que no había fractura.
Había algo en su actitud, en su forma de presentarse al mundo, que le hizo sonreír. Podía irse del apartamento tan contenta por hacerle un favor, por compasión, pero nunca por miedo.
Cuando se obligó a salir de la cama, descubrió que le acometían nuevos dolores musculares. Se tomó cuatro ibuprofenos y se dio una ducha caliente.
La ducha y las pastillas obraron, hasta cierto punto, su magia restauradora. Después de secarse, vestirse y acercarse a la cafetera de la cocina para servirse una primera taza, ya se sentía un poco mejor. Flexionó los dedos de la mano derecha y descubrió que el dolor era tolerable. Apretó la taza de café. A pesar del dolor que le produjo, concluyó que podría manejar el cambio de marchas si necesitaba conducir. No sería cómodo, pero no era un inútil.
No había señal de Madeleine ni de Kim en la casa. Oyó un murmullo de voces a través de una ventana abierta junto al aparador. Se llevó la taza a la mesa del desayuno, junto a la puerta cristalera. Entonces las vio, más allá del patio de losas, más allá del manzano descuidado, en la pequeña zona segada del campo a la que Madeleine y él se referían como el césped.
Estaban sentadas en un par de sillas de madera. Su mujer llevaba una de sus chaquetas coloridas. Kim vestía otra parecida, que Madeleine le había dejado. Sostenían sendas tazas de café entre las manos, como si quisieran calentarse los dedos en torno a una llama agradable. Los tonos lavanda, fucsia, naranja y verde lima de las chaquetas brillaban bajo la pálida luz de un sol matinal que empezaba a filtrarse a través del cielo tapado. Sus expresiones sugerían que su conversación, como su ropa, era más animada que el humor de Gurney.
Estuvo tentado de abrir la puerta cristalera para ver si el sol estaba mitigando el frío que aún hacía esos días. Pero sabía que en cuanto Madeleine lo viera le diría que debería salir, le diría que al final iba a quedar una mañana encantadora, le contaría lo dulce que olía todo, en especial la tierra. Y cuanto más hablara ella, extasiada, sobre lo maravilloso que era estar al aire libre, más insistiría él en quedarse dentro. Era una batalla ritual que libraban con frecuencia, casi como si leyeran las frases de un guion. Al final, después de dejar claro que estaba demasiado ocupado para salir, tendría que reconsiderarlo; y una vez fuera, inevitablemente la belleza del día le encantaría y se avergonzaría por haberse opuesto de un modo tan infantil.
En ese momento, no obstante, no tenía ningún deseo de iniciar ese ritual. Así pues, no abrió la puerta. Decidió tomarse una segunda taza de café e imprimió el perfil del Buen Pastor para examinarlo con una mentalidad abierta. Trató de convencerse de que las opiniones de aquellos expertos podían tener una base bastante sólida, e intentó dejar de lado la idea de encontrar allí poco más que una serie de sandeces.
Entró en el estudio y abrió los mensajes de correo de Hardwick en el ordenador de sobremesa: una agradable mejora respecto a la pequeña pantalla de su teléfono móvil. Mientras se imprimía el perfil, abrió el primero de los atestados en los que se había ocupado la tarde anterior.
No estaba seguro de qué estaba buscando. Todavía estaba en la fase en la que lo importante era buscarlo todo, absorber el máximo de datos posibles. Las decisiones sobre lo que era significativo, la búsqueda de patrones, vendrían después.
Antes había tenido demasiada prisa. Necesitaba ir más despacio. A lo largo de los años, había descubierto que uno de los peores errores que puede cometer un detective es centrarse en un posible patrón cuando posee muy pocos datos, porque una vez que se cree que existe un patrón, se tiende a desechar los datos que no encajan en él. Se desprecia cualquier aspecto que no se adecue con la idea preconcebida. Se quiere dibujar un esquema de la situación lo más rápido posible, lo que puede conllevar que se extraigan conclusiones prematuras.
El tiempo dedicado solo a mirar, escuchar y absorber tiene un valor tremendo. Y cuanto mayor sea, mejor será la forma de iniciar una investigación.
¿Iniciar una investigación?
¿Iniciar una investigación sobre qué? ¿A petición de quién? ¿Con qué autorización legal? ¿No supondría eso enfrentarse con Schiff? ¿Y con quién más?
Decidió simplificar la cuestión. Solo le interesaba investigar, privadamente, una serie de hechos. Era una cuestión de verlo como un modesto esfuerzo para responder a unas cuantas preguntas. Preguntas tales como: ¿quién estaba detrás de aquellas «bromas» que habían inquietado a Kim? ¿Qué estaba más cerca de la verdad, lo que Kim le había contado sobre Meese o lo que ella le había contado acerca de ella? ¿Quién había preparado aquella trampa que había hecho que se cayera en el sótano? ¿Se la habían tendido a él o a Kim?
Si el susurro había sido real, ¿quién había susurrado? ¿Por qué estaba acechando en el sótano? ¿Cómo había entrado en la casa? ¿Cómo había salido?
¿Qué significaba aquello de «Deja en paz al diablo»?
¿Y qué tenía que ver todo aquello con la serie de asesinatos de diez años atrás?
Debía empezar revisando todos los informes de incidente, los anexos, los del ViCap, el perfil del FBI, los informes de estatus que había en la carpeta del proyecto de Kim y las notas que había tomado mientras escuchaba los pequeños resúmenes mordaces de Hardwick sobre las víctimas.
Todo eso podía afrontarlo solo. Sin embargo, también sentía una creciente necesidad de sentarse con Rebecca Holdenfield y ahondar más profundamente en el perfil del Buen Pastor. Debía averiguar cómo se recopilaron, analizaron y priorizaron los primeros datos; cómo se examinaron ciertas alternativas teóricas; si hubo consenso; y si su opinión sobre el caso había cambiado con los años. También sentía curiosidad por saber si había hablado con Max Clinter.
Todavía tenía el número de Holdenfield en su móvil. Habían colaborado en los casos de Mark Mellery y Jillian Perry, y suponía que sus caminos podrían volver a cruzarse. Buscó el número en la pantalla y llamó. Le saltó el buzón de voz.
Escuchó un largo mensaje introductorio que daba detalles sobre el horario y la localización de su oficina, su página web y la dirección de correo electrónico a la que podían enviarse las preguntas. El sonido de su voz evocó la imagen de la mujer: dura, cerebral, atlética y ambiciosa. Sus rasgos faciales eran perfectos sin ser bellos. Sus ojos eran asombrosos e intensos, pero carecían de la calidez que los habría hecho hermosos. Era una profesional ambiciosa. Cualquier tiempo que le dejaba libre su carrera principal en el campo de la psicología forense, lo ocupaba con su consulta privada.
Gurney dejó un mensaje lacónico, para que se sintiera intrigada: —Hola, Rebecca. Soy Dave Gurney. Espero que esté bien. Estoy metido en una situación inusual que me gustaría discutir con usted, para conocer su opinión. Está relacionada con el caso del Buen Pastor. Sé lo increíblemente ocupada que está. Llámeme cuando pueda. —Terminó dejando su número de móvil.
Para cualquier otra persona con la que no hubiera hablado desde hacía seis meses, aquel mensaje podría ser demasiado insustancial, impersonal, pero sabía que para Holdenfield nada era demasiado insustancial o demasiado impersonal. Eso no significaba que no le cayera bien. De hecho, podía recordar momentos en que le había resultado inquietantemente atractiva.
Se sintió satisfecho por haber movido pieza con aquella llamada. Volvió al atestado que tenía abierto en la pantalla del ordenador y empezó a leerlo. Al cabo de una hora, cuando estaba a mitad del quinto atestado, sonó el teléfono. Miró al identificador: Albany Forensic Consultants.
—¿Rebecca?
—Hola, David. Acabo de parar a poner gasolina. ¿En qué puedo ayudarle? —Su voz parecía a la vez brusca y amable.
—Tengo entendido que sabe bastante sobre el caso del Buen Pastor.
—Un poco.
—¿Alguna posibilidad de que podamos encontrarnos para charlar un rato?
—¿Por qué?
—Han ocurrido cosas extrañas que podrían estar relacionadas con este caso. Necesito el punto de vista de alguien que sepa de qué está hablando.
—En Internet hay toneladas de material sobre el caso.
—Necesito un punto de vista del que pueda fiarme.
—¿Cuándo ha de ser?
—Lo antes posible.
—Voy camino del Otesaga.
—¿Perdón?
—El hotel Otesaga, en Cooperstown. Si quiere verme allí, puedo dedicarle cuarenta y cinco minutos, de la una y cuarto a las dos.
—Perfecto. ¿Dónde puedo…?
—En la sala de reuniones Fenimore. Presento un trabajo de investigación a las doce y media, después habrá una breve sesión de preguntas y luego un poco de cotilleo en el bufé. El cotilleo me lo puedo saltar. ¿Puede estar allí a la una y cuarto?
Gurney abrió y cerró la mano derecha, convenciéndose otra vez de que podía manejar el cambio de marchas.
—Sí.
—Hasta entonces.
Sonrió. Sentía afinidad con cualquiera que estuviera dispuesto a saltarse la parte del cotilleo. Quizás eso era lo que más le gustaba de Holdenfield, el minimalismo de su sociabilidad. Durante un momento, se preguntó cómo se reflejaría eso en su vida sexual. Sacudió la cabeza como para librarse de esa idea.
Volvió a centrarse en el quinto atestado —en la parte en la que salían una serie de fotografías y pies de foto de la escena del crimen y del vehículo— con renovada concentración. Las imágenes mostraban el Mercedes del doctor James Brewster desde múltiples ángulos; había quedado compactado hasta la mitad de su longitud tras chocar contra el tronco de un árbol. Como la mayoría de los otros vehículos, la cápsula de prestigio de cien mil dólares había quedado convertida en algo irreconocible, indescriptible, inútil.