Kim salió de su coche cuando él cruzó la calle. Parecía nerviosa y avergonzada.
—Me siento muy estúpida. —Cruzó los brazos con fuerza, como si estuviera tratando de no temblar.
—¿Por qué?
—Porque es como estar asustada de la oscuridad. Asustada de mi propio apartamento. Me siento fatal haciéndote venir así.
—Venir fue idea mía. ¿Quieres esperar aquí mientras echo un vistazo dentro?
—¡No! No soy una niña. Voy contigo.
Gurney recordó haber tenido esa conversación antes y decidió no protestar.
Ni la puerta delantera de la casa ni la del apartamento estaban cerradas con llave. Entraron, Gurney primero, iluminando el camino con su linterna. Cuando llegó a unos interruptores situados en la pared del pasillo, los movió arriba y abajo sin ningún efecto. En el umbral de la sala, barrió el espacio con la linterna. Hizo lo mismo en los umbrales del cuarto de baño y del dormitorio antes de pasar a la última estancia del pasillo, la cocina.
Mientras movía lentamente el haz de luz por la estancia, preguntó: —¿Has mirado en la casa antes de meterte en el coche?
—Muy por encima. Casi no he mirado en la cocina. Y desde luego no me he acercado a la puerta del sótano. Sé que el interruptor de la luz del techo no va. La otra cosa en la que me he fijado es que el reloj del microondas no funcionaba. Eso significa que el problema es el diferencial, ¿no?
—Supongo que sí.
Gurney entró en la cocina. Kim andaba muy cerca de él, con una mano apoyada en la espalda de Gurney, en la semioscuridad. La única luz procedía de los reflejos cambiantes del haz de la linterna en las paredes y los electrodomésticos. Oyó un golpecito. Se detuvo y escuchó. Lo oyó otra vez y unos segundos después se dio cuenta de que solo era el grifo, que goteaba sobre el metal del fregadero.
Avanzó en silencio en dirección al pasillo de atrás que conducía de la cocina a las escaleras del sótano y a la puerta posterior de la casa. La mano de Kim se movió de su espalda a su brazo y lo agarró con fuerza. Cuando llegó al pasillo, Gurney vio que la puerta del sótano estaba cerrada. La puerta exterior del final del pasillo también parecía bien cerrada, con el cerrojo echado. Aquel espacio cerrado hacía que el sonido del agua que goteaba en la cocina se percibiera aún más claramente.
Cuando Gurney llegó a la puerta del sótano y estaba a punto de abrirla, notó que los dedos de Kim se le clavaban en el brazo.
—Tranquila —le susurró.
—Lo siento. —La chica aflojó un poco la mano, pero no lo soltó.
Gurney abrió la puerta. Enfocó con la linterna y escuchó.
Gota…, gota…
Nada más.
Se volvió hacia Kim.
—Quédate aquí, al lado de la puerta.
Ella parecía aterrorizada.
Gurney intentó decir algo, algo trivial, alguna pregunta que la distrajera, que la calmara.
—El cuadro eléctrico… ¿tiene un interruptor general, además de los interruptores de cada fase?
—¿Qué?
—Solo me preguntaba qué clase de caja es la que me voy a encontrar.
—¿De qué clase? No tengo ni idea. ¿Es un problema?
—No, para nada. Si necesito un destornillador, te doy una voz, ¿vale? —Gurney sabía que todo eso era irrelevante y que sin duda la estaba confundiendo, pero en ese momento prefería que estuviera confusa a que sufriera un ataque de pánico.
Bajó los escalones con cuidado, iluminando con la linterna adelante y atrás.
Todo parecía perfectamente tranquilo y en orden.
Entonces, cuando iba a apoyarse en la barandilla, pues no se fiaba de esa destartalada escalera, y estaba situando su peso en el tercer escalón empezando desde abajo, se oyó un fuerte crujido, el escalón cedió y Gurney cayó hacia delante.
Todo ocurrió en menos de un segundo.
Su pie derecho se hundió junto con el escalón roto al tiempo que su cuerpo se precipitaba hacia delante y hacia abajo. Levantó instintivamente los brazos para protegerse la cara y la cabeza.
Chocó contra el suelo de cemento al pie de la escalera. La lente de la linterna se hizo añicos y la luz se apagó. Notó un dolor agudo. Sintió que una suerte de corriente eléctrica le recorría el cúbito del brazo derecho.
Kim estaba gritando, histérica, preguntándole si estaba bien. Pisadas que se retiraban, corrían, trastabillaban.
Gurney estaba confuso pero consciente.
Intentó moverse para evaluar cuánto daño se había hecho. Sin embargo, antes de que sus músculos pudieran responder, oyó un sonido que le erizó el vello de la nuca. Fue un susurro, muy cerca de su oído. Un susurro áspero y sibilante. Un susurro que sonó como el bufido de un gato furioso: —Deja en paz al diablo.
Cuando se despertó en su casa a la mañana siguiente, Gurney se sentía ansioso y estaba exhausto. Notaba una profunda sensación de quemazón en el brazo derecho y una rigidez dolorosa en todo el cuerpo. Las ventanas del dormitorio estaban abiertas y el aire era frío y húmedo.
Madeleine ya estaba levantada, como de costumbre. Le gustaba despertarse con los pájaros. Parecía haber un ingrediente secreto en la primera luz del alba que le daba energía.
Gurney se notó los pies fríos y sudorosos. El mundo era de color gris al otro lado de las ventanas. Hacía mucho tiempo que no tenía resaca, pero en ese momento se sentía como si la tuviera. Había pasado una noche muy agitada, con los recuerdos de lo que había sucedido en el sótano de Kim. No paraba de darle vueltas a lo que había descubierto después de su caída, pero no lograba concluir nada coherente. Los múltiples dolores le impedían pensar con claridad. Al final se había quedado dormido justo antes del amanecer. Dos horas más tarde, se despertó. Se sentía tan agitado que supo que no podría volver a conciliar el sueño.
Necesitaba organizar sus ideas y averiguar qué había sucedido. Una vez más, repasó todo lo que había ocurrido, en busca de cualquier detalle, por pequeño que fuera.
Recordaba haber bajado con cautela por la escalera, utilizando su linterna para iluminar no solo los peldaños, sino también las zonas del sótano situadas a izquierda y derecha. No había percibido sonido o movimiento alguno. Cuando todavía le quedaban varios escalones por descender, trazó con el haz de luz de la linterna un amplio arco en torno a las paredes para localizar el cuadro eléctrico. Era una caja de metal gris, montada en una pared, no muy lejos del arcón que habían encontrado apenas dos días antes siguiendo un rastro de sangre. Las manchas oscuras todavía se veían sobre los peldaños de madera y en el suelo de cemento.
Recordaba haber bajado al siguiente peldaño; entonces oyó y notó el sorprendente crujido y el escalón cedió bajo su pie. El haz de su linterna se movió en un amplio arco mientras él se protegía la cara con las manos en un acto reflejo. Sabía que estaba cayendo, que no podía detener el golpe, que iba a hacerse daño. Medio segundo después, chocó con los brazos, el hombro derecho, el pecho y un lado de la cabeza contra el suelo del sótano.
Se oyó un grito desde lo alto de la escalera. Después dos preguntas: «¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?».
Por un momento, Gurney se había quedado aturdido, incapaz de responder. Luego, por algún lugar, no sabía procedentes de dónde, oyó lo que parecían las pisadas de unos pies que corrían, que tal vez chocaron con una pared, que tal vez tropezaron y corrieron otra vez.
Había tratado de moverse. Pero el susurro, tan cercano, lo había detenido.
Fue un sonido febril, más animal que humano. El silbido de aquellas palabras era como vapor que escapara entre unos dientes apretados.
El impacto fue tan desconcertante que apenas recordaba cuánto tiempo había transcurrido —¿treinta segundos?, ¿un minuto?, ¿dos?, ¿más?— antes de que Kim regresara con su minilinterna, cuya luz era más brillante que cuando la había empleado para examinar el arcón.
La chica empezó a bajar por la escalera al mismo tiempo que él se levantaba con dificultad. Un dolor intenso le recorría desde la muñeca hasta el codo. Las piernas le temblaban. Gurney le dijo a la chica que se quedara donde estaba, que solo iluminara la escalera. Se acercó lo más deprisa que pudo. Por el mareo casi perdió dos veces el equilibrio. Cogió la linterna de Kim, se volvió y examinó el suelo del sótano.
Bajó dos escalones más y volvió a iluminar el suelo. Otros dos escalones… y por fin consiguió iluminar el espacio completo del sótano: suelo, paredes, columnas de soporte de acero, vigas del techo. Seguía sin haber rastro de la persona que le había susurrado. No había nada patas arriba o en desorden, ningún movimiento que no fuera el de las sombras siniestras de las columnas que se desplazaban a través de las paredes de bloques de hormigón cuando inclinaba la pequeña linterna.
Desconcertado y con cierto alivio, descubrió que no había huecos, escondites o rincones oscuros donde un hombre pudiera esconderse de la luz. Al margen del arcón, el sótano no ofrecía ninguna oportunidad aparente para ocultarse.
Le preguntó a Kim —que mantenía un silencio nervioso, asomada en lo alto de la escalera— si había oído algo después de que él hubiera caído.
—¿Como qué?
—Una voz…, un susurro…, ¿algo parecido?
—No, no. ¿Qué quieres decir? —preguntó la chica, un tanto alarmada.
—Nada, solo… —Negó con la cabeza—. Probablemente solo estaba oyendo mi propia respiración. —Luego preguntó si el ruido de pisadas que corrían lo había provocado ella.
Kim dijo que sí, que probablemente sí, que seguramente corrió, al menos pensaba que lo había hecho, tal vez se había tropezado con las prisas. En realidad no podía recordarlo por el pánico. Puede que hubiera ido a tientas hasta el dormitorio, para coger la linterna que guardaba en la mesita de noche.
—¿Por qué lo preguntas?
—Solo para comprobar algo —respondió él vagamente.
No quería hablarle sobre la posibilidad de que el intruso hubiera subido por la escalera, desde el sótano, mientras Kim iba de camino a su dormitorio, de que se hubiera aprovechado de la oscuridad para ocultarse. No quería decirle que quizás en algún momento el intruso había estado a unos centímetros de ella y que tal vez había pasado por su lado para salir de la casa.
Sin embargo, al margen de adónde hubiera ido, al margen de cómo podría haber salido —suponiendo que no estuviera escondido en el arcón—, ¿qué sentido tenía todo aquello? Para empezar, ¿para qué estaba en el sótano? ¿Sería Robby Meese? Era posible, desde luego, pero, en tal caso, ¿qué pretendía?
Gurney no dejaba de darle vueltas a todo eso mientras permanecía al pie de la escalera, iluminando el arcón con la linterna, tratando de decidir qué hacer.
En lugar de averiguar qué contenía el arcón sin más luz que la que tenía en la mano, llamó a Kim para pedirle que accionara el interruptor que estaba en lo alto de la escalera, aunque sabía que no habría ninguna diferencia inmediata. Enfocando con el estrecho haz de luz alternativamente al arcón y al cuadro eléctrico principal, Gurney se acercó hasta la caja gris. En cuanto abrió la puerta metálica, vio que el diferencial principal estaba en posición de apagado. Subió la palanquita de plástico.
La bombilla desnuda del techo del sótano se encendió. Lo que sonó como un motor de nevera empezó a zumbar arriba. Oyó que Kim decía: «Gracias a Dios».
Gurney miró a su alrededor: no había más escondite posible que el arcón.
Se acercó a él. Las ganas de descubrir la verdad se impusieron a su miedo. Decidió que era mejor no levantar la tapa, sino volcar el arcón. Lo agarró y tiró hacia un lado. Estaba vacío, así que no le costó nada. Lo abrió de una patada.
Kim estaba a medio camino de la escalera, observando, como un gato asustado. Su mirada se detuvo en el escalón roto.
—Podrías haberte matado —dijo, con los ojos muy abiertos, como si acabara de reparar en ello—. ¿Se ha roto sin más?
—Sin más —dijo él.
La chica, horrorizada, examinó el escalón. Gurney descubrió algo ingenuo en su gesto, algo que le provocó ternura. Aquella chica que estaba preparando un ambicioso documental sobre el impacto terrible del asesinato parecía sorprendida por la idea de que la vida pudiera ser peligrosa.
Siguiendo su mirada, él también se fijó en la madera rota. Reparó en que alguien había serrado el escalón por ambos lados, algo que a ella le había pasado desapercibido.
Cuando se lo señaló a Kim, ella torció el gesto con aparente perplejidad.
—¿Cómo puede ser?
—Otro pequeño misterio.
Tendido en su cama, mirando al techo y masajeándose el brazo en un esfuerzo vano por hacer menguar el dolor que sentía, intentaba recordar cualquier detalle de la noche anterior.
Aquel escalón serrado debía de ser cosa del intruso del susurro; Kim era probablemente la víctima elegida; y quizás él se había interpuesto en su camino.
Preparar una trampa serrando un poco uno de los peldaños parecía tan de película que costaba pasar por alto este detalle. Las marcas de la sierra, fácilmente detectables, dejaban claro que aquello no había sido un accidente. Era tan obvio, que se podía deducir que las marcas en sí estaban hechas para ser descubiertas. En ese sentido, formarían parte de la advertencia.
Quizá también elegir un peldaño de los últimos de la escalera fuera una suerte de aviso. Tal vez había querido darle un susto, para que tuviera una mala caída, pero no tan mala como podría haber sido desde un peldaño superior. No una caída fatal. Todavía no.
El mensaje implícito podría ser: «Si no haces caso de mis advertencias, las próximas serán más violentas. Más dolorosas. Más letales».
Pero ¿de qué estaban avisando a Kim? La respuesta obvia debería proceder de su documental sobre los asesinatos, porque era lo más nuevo e importante de su vida. Quizás el mensaje era: «Para, deja de hurgar en el pasado, o las consecuencias serán terribles. Hay un diablo enterrado en el caso del Buen Pastor, y será mejor que no lo despiertes».
¿Significaba eso que el intruso estaba relacionado con la historia del Buen Pastor? ¿Era alguien con mucho interés en que las cosas se quedaran como estaban?
¿O todo era cosa, como Kim había insistido, de Robby Meese?
¿Resultaba creíble que todo lo que le había pasado y que había turbado su paz se debiera a aquel exnovio patético? ¿Tan amargado se sentía por el final de su relación con Kim? ¿De verdad todo —las veces que habían entrado en su casa, las bombillas aflojadas, los cuchillos desaparecidos, las manchas de sangre, el cuchillo en el arcón del sótano, el peldaño serrado, incluso el susurro demoniaco— podía tener su origen en unos simples celos? ¿Era todo por puro despecho?