—¿Por qué quiere vivir allí?
—Dice que es el lugar donde él y el Buen Pastor cruzaron sus caminos, y que es donde el karma volverá a juntarlos otra vez.
—¿Y ese es el tipo con el que quieres que hable?
—Parece una locura, ¿verdad?
—Me lo pensaré —contestó él.
—Te garantizo que te resultará… interesante.
—Ya veremos. Te lo haré saber.
Gurney bajó del coche, vio que ella daba la vuelta y enfilaba la estrecha carretera.
Su corto paseo por el prado le sirvió para despejarse. Su conciencia se inundó con los aromas de la naturaleza al principio de la primavera: la compleja dulzura de la tierra húmeda, el aire, que olía lo bastante limpio para purificar su alma, para llevarse lejos sus preocupaciones.
O eso parecía, hasta que llevaba cinco minutos en la casa, fue al cuarto de baño y Madeleine le preguntó cómo le había ido el día.
Él le contó detalladamente aquellas tres peculiares reuniones: Rudy Getz con su patinadora, Larry Sterne con su cárdigan del señor Rogers, Roberta Rotker con su desquiciada exhibición de puntería. Y le contó todo lo que sabía de Max Clinter, aquel peculiar y trágico personaje cuya vida cambió para siempre al cruzarse con el Buen Pastor.
Estaba sentado a la mesa, junto a la puerta cristalera. Madeleine estaba picando verdura en la tabla, junto al fregadero.
—Kim quiere que siga participando en esto durante un día más. No sé qué hacer.
Madeleine cortó el extremo de una gran cebolla roja.
—¿Cómo está tu brazo?
—¿Qué?
—Tu brazo. El punto entumecido. ¿Cómo está?
—No lo sé. O sea, no he… —Su voz se fue apagando mientras se frotaba el antebrazo y la muñeca—. Bien…, igual, supongo. ¿Por qué lo preguntas?
Ella dio la vuelta a la cebolla y peló un par de capas de piel dura.
—¿Y el dolor en el costado?
—Bien, por el momento. Es una cosa intermitente, viene y va.
—Cada diez minutos o así, creo que me dijiste.
—Más o menos.
—¿Con qué frecuencia lo has notado hoy?
—No estoy seguro.
—¿No estás seguro de haberlo notado?
—No lo sé.
Madeleine asintió, cortó un calabacín a lo largo, puso las dos mitades en la tabla y empezó a trocearlo en medias lunas del tamaño de un bocado.
Él parpadeó, la miró y se aclaró la garganta.
—¿Me estás diciendo que debería dejar que Kim me contrate un día más?
—¿He dicho eso?
—Creo que sí.
Hubo un largo silencio. Madeleine cortó una berenjena, una calabaza amarilla y un pimiento rojo dulce y lo echó todo en un gran
wok
que llevó al fuego, inclinándolo para que su contenido chisporroteara.
—Es una joven interesante.
—¿En qué sentido?
—Lista, atractiva, ambiciosa, sutil, enérgica… ¿No crees?
—Hum. Desde luego tiene algo.
—Quizá deberías presentarle a Kyle.
—¿Mi hijo?
—No conozco a ningún otro Kyle.
—¿Qué es lo que te hace pensar que ellos…?
—Me los imagino juntos, nada más. Diferentes personalidades, pero en la misma longitud de onda.
Gurney trató de imaginárselos juntos, pero enseguida renunció al esfuerzo. Demasiadas posibilidades y muy pocos datos. Envidiaba lo intuitiva que era Madeleine, capaz de saltarse obstáculos, incógnitas, que a él lo frenaban en seco.
«Llegando a su destino por la derecha.»
El GPS de Gurney acababa de llevarlo a una intersección sin marcar en la cual un camino de tierra estrecho se cruzaba con la carretera pavimentada, una carretera que había seguido durante tres kilómetros sin ver ni una sola casa que no tuviera aspecto de estar derrumbándose.
En un lado del camino de tierra había una verja de metal abierta; al otro, un roble muerto, con la cicatriz de un rayo marcada en la corteza. Gurney vio un esqueleto humano clavado al tronco o, supuso, una réplica notablemente convincente. En un cartel pintado a mano colgado del cuello del esqueleto se leía: EL ÚLTIMO QUE ENTRÓ SIN PERMISO.
Sobre la base de lo que sabía de Max Clinter hasta el momento, incluida la impresión que le había dado durante la conversación telefónica que habían mantenido aquella misma mañana, el cartel no era sorprendente. Llamativo, tal vez, pero no sorprendente.
Gurney giró por el camino lleno de surcos que cruzaba, como una carretera elevada primitiva, el centro de un estanque construido por castores. Más allá del estanque, el camino continuaba a través de un bosquecillo de arces rojos y llegaba a una cabaña de troncos construida sobre un trozo elevado de tierra seca, rodeado por una extensión de agua y espadañas.
En torno a la cabaña había una peculiar barrera: una franja de hierbas enredadas, como si fuera un foso, encerrada por una cerca de malla fina. El sendero que conducía a la puerta de la cabaña atravesaba la franja de hierbas entre dos vallas que delimitaban el paso. Gurney se estaba preguntando sobre su propósito cuando la puerta de la cabaña se abrió. Por ella salió un hombre que se situó en un pequeño escalón de piedra. Iba vestido con camisa y pantalones de camuflaje militar y unas botas de piel de serpiente que desentonaban completamente. Tenía una expresión dura.
—Víboras —dijo con voz rasposa.
—¿Perdón?
—En las hierbas. Es lo que estaba pensando, ¿no? —Su voz tenía un acento extraño, sus ojos estaban fijos en los de Gurney—. Pequeñas serpientes de cascabel. Las más pequeñas son las más peligrosas. Corre la voz. Es un excelente factor de disuasión.
—No creo que sirviera de mucho. Hibernan con el tiempo frío —dijo Gurney, amablemente—. Supongo que es usted el señor Clinter.
—Maximilian Clinter. El clima solo afecta a las serpientes «físicas». Es la idea de las serpientes la que mantiene alejados a los indeseables. La cosa es que el clima no tiene efecto en las serpientes que viven dentro de sus cabezas. ¿Me entiende, señor Gurney? Le invitaría a pasar, pero nunca he invitado a nadie. No puedo afrontarlo. Por el estrés postraumático. Si usted entra, yo me quedo fuera. Dos son multitud. No puedo respirar. —Hizo una mueca de loco. Gurney se dio cuenta de que tenía un acento irlandés que iba y venía, como el de Marlon Brando en
Missouri
—. Recibo a todos mis invitados al aire libre. Espero que no se ofenda. Sígame.
Llevó a Gurney por el exterior de las hierbas valladas hasta una vieja mesa de pícnic situada detrás de la cabaña. Más allá, aparcado justo al borde de la ciénaga, había un Humvee militar original, pintado en color marrón desierto.
—¿Conduce eso? —preguntó Gurney.
—En ocasiones especiales. —Clinter hizo un guiño de complicidad al sentarse a la mesa. Cogió del asiento del banco una pinza para ejercitar la muñeca y empezó a apretarla—. Póngase cómodo, señor Gurney. Dígame, ¿por qué le interesa el caso del Buen Pastor?
—Ya se lo he dicho por teléfono. Me han pedido que…
—¿Guarde las espaldas de la encantadora señorita Corazon? Un nombre perfecto para ella, ¿no cree? Asuntos del corazón. Pasiones fracasadas. Corazon que sangra por las víctimas de los crímenes. Pero ¿qué pinta en eso Maximilian Clinter?
En esta última pregunta el acento irlandés desapareció. Los ojos del hombre adoptaron un mirada intensa.
Gurney tenía que decidir rápidamente cómo proceder. Optó por la franqueza.
—Kim cree que sabe cosas del caso, cosas que no quiere contarle. No lo entiende. Creo que la ha asustado. —Habría jurado que Clinter estaba complacido con eso, pero no lo demostró. Poner las cartas sobre la mesa parecía el mejor modo de proceder—. Por cierto, me impresionó su actuación en Buffalo. Si la mitad de lo que he oído es cierto, es usted un hombre de talento.
Clinter sonrió.
—El Miel.
—¿Perdón?
—Era el nombre de Frankie Gold en la mafia.
—¿Por lo dulce que era?
Los ojos de Clinter brillaron.
—Por su afición. La apicultura.
Gurney se rio.
—¿Y usted, Max? ¿Qué clase de caballero es usted? He oído que se dedica al comercio de armas especiales.
Clinter le dedicó una mirada astuta, apretando rápidamente la pinza para fortalecer la mano, casi sin esfuerzo.
—Desactivadas y de colección.
—¿Se refiere a que son armas que no funcionan?
—El material grande militar ha sido más o menos inutilizado. También tengo cierto interés en piezas más pequeñas que funcionan. Pero no las vendo. Los vendedores necesitan licencia federal. Así que no vendo. Soy lo que la ley llama un coleccionista. Y en ocasiones vendo algo de mi colección personal a otro coleccionista. ¿Me explico?
—Creo que sí. ¿Qué clase de pistolas vende?
—Armas inusuales. Y he de sentir en cada caso que es adecuada para el individuo en cuestión. Eso lo dejo perfectamente claro. Si lo único que quieren es una puta Glock, que se vayan a un puto Walmart. Esa es mi filosofía con las armas de fuego, y no me avergüenzo de ello. —El acento irlandés estaba volviendo—. Por otra parte, si quiere una ametralladora Vickers de la Segunda Guerra Mundial, más o menos desactivada, con su correspondiente trípode antiaéreo, podríamos tener un motivo para conversar, suponiendo que usted fuera un coleccionista como yo.
Gurney se volvió en el banco para poder mirar el agua marrón de la marisma. Bostezó y se estiró. Le dedicó una sonrisa a Clinter.
—Bueno, dígame si sabe algo del caso del Buen Pastor, como cree Kim. ¿O son todo un montón de mentiras?
El hombre miró a Gurney un buen rato antes de hablar.
—¿Es mentira que todos los coches eran negros? ¿Es mentira que dos de las víctimas fueron al mismo instituto en Brooklyn? ¿Es mentira que los crímenes del Buen Pastor triplicaron los índices de audiencia y los ingresos de RAM News? ¿Es mentira que el FBI erigió un muro de silencio total alrededor del caso?
Gurney levantó las manos en un gesto de desconcierto.
—¿Qué se supone que significa todo eso?
—El mal, señor Gurney. En el fondo de este caso, hay un mal increíble. —Sus manos estaban apretando y soltando, una y otra vez, la pinza con movimientos tan rápidos que parecían convulsivos—. Por cierto, ¿sabía que en el mundo hay gente tan jodida que tiene orgasmos viendo películas de accidentes de coches? ¿Lo sabía?
—Creo que alguien hizo una película sobre eso en los noventa. Pero no cree que el caso del Buen Pastor trata de eso, ¿no?
—No creo nada. Solo tengo preguntas. Montones de preguntas. ¿El manifiesto era solo el embalaje de una clase de bomba diferente, un regalo de Navidad en una caja de Pascua? ¿Nuestro Clyde tenía una Bonnie en su coche? ¿La clave de todo es el conjunto de seis animalitos del arca de Noé? ¿Hay vínculos secretos entre las víctimas que nadie ha investigado todavía? ¿Que les pintaran dianas en la espalda se debió a que eran ricos o a cómo se habían hecho ricos? Esa es una pregunta interesante, ¿no le parece? —Hizo un guiño a Gurney. Estaba claro que no estaba interesado en una respuesta. Estaba en su propia perorata retórica—. Muchas preguntas. ¿Podría ser el Buen Pastor una pastora (una Bonnie ella misma), una loca arpía que guardaba rencor a los ricos?
Se quedó en silencio. El único sonido que turbaba aquella inquietante calma era el repetitivo chirrido del muelle de su pinza.
—Tiene que estar desarrollando unas manos muy fuertes —dijo Gurney.
Clinter esbozó una sonrisa feroz.
—La última vez que me encontré con el Buen Pastor estaba terrible, vergonzosa y trágicamente mal preparado. Eso no volverá a ocurrir.
Gurney tuvo una visión momentánea de la escena culminante de
Moby Dick
. Ahab agarrando el arpón y clavándolo en el lomo de la ballena. Ahab y la ballena, la pareja enredada desapareciendo para siempre en las profundidades del mar.
Después de marcharse de la extravagante casa de Clinter —con sus víboras reales o imaginadas, su foso anegado, su esqueleto centinela—, Gurney condujo unos cuantos kilómetros y se detuvo en un desvío del camino para dar la vuelta. Estaba cerca de lo alto de una suave pendiente que le permitía divisar el extremo norte del lago de Cayuga, tan brillantemente azul como el cielo.
Sacó el teléfono, marcó el número de Jack Hardwick. Saltó su buzón de voz.
—Eh, Jack, tengo preguntas. Acabo de mantener una charla con el señor Clinter. Necesito preguntarte cómo ves un par de cosas. Llámame. Cuanto antes mejor. Gracias.
A continuación llamó a Kim.
—¿Dave?
—Hola. Estoy relativamente cerca de tu casa. Creo que estaría bien hablar con Robby Meese. ¿Tienes una dirección y un número de teléfono?
—¿Qué…? ¿Por qué quieres hablar con él?
—¿Hay alguna razón por la que no quieras que lo haga?
—No. Es solo que…, no lo sé; claro, está bien, espera un segundo. —Al cabo de un instante Kim volvió a ponerse al teléfono—. Tiene un apartamento en el barrio de Tipperary Hill, en el 3003 de South Lowell. Su número de móvil es el 315 135 645. Recuerda que usa el nombre de Montague, no Meese. Pero… ¿qué vas a hacer?
—Solo quiero hacerle unas preguntas para ver si descubro algo que tenga sentido.
—¿Sentido?
—Cuanto más sé sobre este proyecto tuyo, o sobre el caso en el que se basa, más complicado me parece. Necesito aclarar un par de cosas.
—¿Aclarar un par de cosas? ¿Crees que vas a conseguir eso de él?
—Quizá no directamente, pero parece que es un actor de nuestro pequeño drama y la verdad es que no sé a quién demonios representa. Eso me hace sentir incómodo.
—Te conté todo lo que sé sobre él. —Sonó herida, a la defensiva.
—Estoy seguro.
—Entonces, ¿por qué…?
—Si quieres mi ayuda, Kim, tienes que darme un poco de espacio.
Ella vaciló.
—Vale…, supongo, está bien. Ten cuidado. Es… raro.
—Los tipos con más de un apellido suelen serlo.
Gurney colgó. El teléfono sonó cuando se lo estaba guardando en el bolsillo. El identificador decía que era J. Hardwick.
—Hola, Jack, gracias por llamar.
—Soy solo un humilde servidor público, Sherlock. ¿Qué puedo hacer hoy por el famoso detective?
—No estoy seguro. ¿A qué clase de material del Buen Pastor tienes acceso?
—Oh, ya veo. —Su voz tenía el tono malicioso que Gurney odiaba.
—¿Qué ves?
—Siento que parte del cerebro retirado de Sherlock ha vuelto a la vida.