—¿Sabes qué hace ahora, cómo se gana la vida?
Hardwick esbozó una mueca.
—Sí. Vende armas. Armas raras. Coleccionables. Rollo militar. Quizás incluso algunas Desert Eagle.
Cuando Gurney regresó de la casa de Hardwick en Dillweed, a las once y cuarto, Kim había aparcado su Miata junto a la puerta lateral. Al aparcar al lado, ella apartó su teléfono y bajó la ventanilla.
—Iba a telefonearte. He llamado a la puerta y nadie ha abierto.
—Llegas pronto.
—Siempre llego pronto. No soporto llegar tarde. Es como una fobia. Podemos ir tirando hacia la casa de Rudy Getz, a menos que tengas cosas que hacer antes.
—Tardaré un minuto. —Entró en la casa y usó el cuarto de baño. Comprobó en su portátil que no había recibido ningún nuevo correo electrónico. Todo lo que había era para Madeleine.
Cuando volvió a salir, le sorprendió el olor a tierra húmeda del aire. Aquel aroma terroso evocó a su vez la imagen de la flecha en el lecho de flores: plumas rojas, astil negro, clavada en el suelo marrón oscuro. Su mirada se dirigió al lugar, medio esperando…
Pero allí no había nada.
«Por supuesto que no. ¿Por qué iba a haberlo? ¿Qué demonios me pasa?»
Caminó hasta el Miata y se acomodó en el asiento del pasajero, situado muy bajo. Kim condujo dando saltos por el prado, más allá del granero y del estanque, hacia el camino de tierra y grava que seguía el curso del arroyo montaña abajo. Cuando se estaban dirigiendo al este por la carretera del condado, Gurney preguntó:
—¿Algún nuevo problema desde ayer?
Ella esbozó una mueca.
—Creo que estoy demasiado nerviosa. Puede que sea lo que los psiquiatras llaman hipervigilancia.
—¿Te refieres a comprobar constantemente si corres peligro?
—Comprobarlo constantemente y hacerlo de una forma tan obsesiva que todo parece una amenaza. Es como tener una alarma de incendios tan sensible que se dispara cada vez que usas la tostadora. Es como, ¿de verdad he dejado el boli en esa mesa? ¿No había lavado ya ese tenedor? ¿Esa planta no estaba cinco centímetros más a la izquierda? Cosas así. Como anoche. Salí durante una hora y cuando volví la luz del cuarto de baño estaba encendida.
—¿Estás segura de que la apagaste antes de salir?
—Siempre la apago. Pero eso no es todo. Creí oler el rastro de la horrible colonia de Robby. Así pues, empecé a recorrer el apartamento, olisqueando por todas partes, y por un segundo me pareció que podía olerlo otra vez. —Suspiró con exasperación—. ¿Ves lo que quiero decir? Estoy perdiendo los nervios. Alguna gente empieza a ver cosas. Yo estoy oliendo cosas.
Kim condujo durante varios kilómetros en silencio. La niebla había aparecido otra vez. Puso en marcha los limpiaparabrisas. Al final de cada arco emitían un sonido chirriante, pero la chica parecía ajena a ello.
Gurney la estaba estudiando. Su ropa era pulcra, apagada; sus rasgos, regulares; sus ojos, oscuros; su boca, preciosa. El cabello era de un castaño lustroso. Su piel clara tenía un atisbo de moreno mediterráneo. Era una mujer joven y hermosa, llena de ideas y de ambición, nada presumida. Y era lista. A Gurney esa era la parte que más le gustaba. Sin embargo, tenía curiosidad por saber cómo una chica tan lista podía haberse enredado con alguien tan turbulento como aquel Robby.
—Háblame un poco más de ese Meese.
Empezaba a pensar que ella no lo había oído cuando, por fin, le respondió.
—Como te conté, anduvo por varias casas de acogida, después de vivir una vida familiar muy complicada. A lo mejor alguna gente sale bien de eso, pero la mayoría no. Nunca supe los detalles. Solo sabía que me parecía un chico diferente. Profundo. Quizás, incluso, un poco peligroso. —Vaciló—. Creo que la otra cosa que lo hacía atractivo era que Connie lo odiaba.
—¿Eso hizo que te gustara?
—Creo que el motivo por el que ella lo odiaba era la razón por la que a mí me gustaba: a las dos nos recordaba a papá. Mi padre era un poco errático, tenía antecedentes de locura.
«Mi padre.» De vez en cuando esas palabras hacían que Gurney se pusiera triste. En gran medida, sus sentimientos acerca de su padre eran conflictivos y reprimidos. Lo mismo ocurría con lo que pensaba de sí mismo como padre: el padre de dos hijos, uno vivo y otro muerto. Intentó concentrarse en algún otro aspecto del proyecto de Kim para deshacerse de aquella sensación.
—Por teléfono empezaste a hablarme de tu contacto con Max Clinter, dijiste que te parecía extraño. Creo que esa es la palabra que usaste.
—Muy intenso. En realidad, más que muy intenso.
—¿Sí?
—Mucho más. Sonó paranoico.
—¿Qué te hizo pensar eso?
—La expresión de sus ojos. Esa expresión de «conozco secretos terribles». No dejaba de decir que no sabía en qué me estaba metiendo, que estaba jugándome la vida, que el Buen Pastor era pura maldad.
—Parece que te sacó de quicio.
—Sí. «Pura maldad» suena a cliché, pero él hizo que sonara real.
Después de unos pocos kilómetros, el GPS de Kim los hizo salir de la carretera 28, en Boiceville. Circularon junto a un tempestuoso torrente de aguas blancas, cargado por la nieve fundida, hasta que llegaron a Mountainside Drive, una carretera empinada con muchos cambios de rasante que atravesaba un bosque de perennifolios. Eso los llevó a Falcon’s Nest Lane. Los carteles que indicaban la dirección estaban situados a la entrada de senderos que conducían a casas protegidas de las miradas de extraños por gruesos árboles de hoja perenne o paredes de piedra altas. Gurney calculó que la distancia entre senderos era de al menos ochocientos metros entre vecino y vecino. El último número de la calle era el doce, grabado en letra cursiva en una placa de bronce fijada a una de las columnas de piedra que enmarcaban la entrada del sendero. Encima de cada una de las columnas había una piedra redonda del tamaño de un balón de baloncesto. En lo alto de cada una de ellas, se podía ver un águila esculpida en piedra con las alas separadas agresivamente y las garras extendidas.
Kim giró por el elegante sendero de adoquines y circuló poco a poco hacia un túnel virtual formado por enormes rododendros. Luego el túnel se abrió, el sendero se ensanchó y se encontraron delante de la casa de Rudy Getz, una construcción inclinada de cristal y cemento, de aspecto muy poco hogareño.
—Aquí es —dijo Kim, visiblemente nerviosa, al detenerse delante de una escalera en voladizo que conducía a una puerta metálica.
Salieron del coche, subieron los escalones y ya estaban a punto de llamar cuando se abrió la puerta. El hombre que los recibió era bajo y fornido, de piel pálida, cabello gris y con entradas y párpados caídos. Iba vestido con camiseta y vaqueros negros, y con una chaqueta de sport blanco roto. Sostenía una bebida incolora en un vaso de cristal grueso. A Gurney le recordó a un productor de películas porno.
—Eh, me alegro de verte —le dijo a Kim con la cordialidad de un lagarto somnoliento. Miró a Gurney y su boca se extendió en una mueca sin emoción—. Usted debe de ser el famoso detective asesor. Un placer. Adelante. —Retrocedió, haciendo un gesto hacia la casa con el vaso. Entrecerró los ojos al mirar el cielo gris—. Puto mal tiempo.
Gurney buscaba en el rostro de Getz algo que le indicara que aquel comentario pudiera ser humorístico, pero al final concluyó que no era así.
El interior de la casa era tan agresivamente moderno y angular como el exterior: sobre todo cuero, metal, cristal, colores fríos y suelos de roble blanco.
—¿Qué quiere tomar, detective?
—Nada.
—Nada. Bien. ¿Y para ti, señorita Corazon? —Dio al nombre un exagerado acento español, que combinado con su sonrisa era como una caricia lasciva.
—¿Un poco de agua?
—Agua. —Asintió, repitiendo la palabra como si fuera un comentario interesante más que una petición—. Bueno, adelante, vamos a sentarnos. —Hizo un gesto con el vaso hacia la zona de asientos situada enfrente de una ventana del tamaño de una catedral.
Mientras Getz hablaba, una chica joven con un vestido negro de bailarina pasó deslizándose por la enorme sala sobre unos patines inquietantemente silenciosos y desapareció por la puerta del fondo.
Getz los condujo hacia un conjunto de sillas de aluminio pulido situadas en torno a una mesa de café ovalada, de metacrilato. Ensanchó la boca en una expresión similar a una sonrisa, una sonrisa sorprendente, pues carecía de cualquier atisbo de afabilidad.
Después de que se sentaran ante la mesa baja, la patinadora volvió a entrar en la sala y desapareció por el otro lado.
—Claudia —anunció Getz con un guiño, como si revelara un secreto—. Guapa, ¿eh?
—¿Quién es? —preguntó Kim, que parecía desconcertada por la exhibición.
—Mi sobrina. Se queda un tiempo. Le gusta patinar. —Hizo una pausa—. Pero hemos venido a trabajar, ¿no? —La sonrisa se evaporó como si ya hubiera pasado el momento de charlar—. Bueno, bueno, tengo una gran noticia para ti.
Los huérfanos del crimen
ha conseguido una buena audiencia.
Kim parecía más perpleja que complacida.
—¿Qué? Pero ¿cómo…?
Getz la interrumpió.
—Tenemos un sistema propio para evaluar los conceptos de programa. Creamos un resumen significativo del programa, lo exponemos a través de
podcasts
a una muestra representativa de la audiencia y obtenemos reacciones en línea y en tiempo real. Resulta ser superpredictivo.
—Pero ¿qué material usaste? ¿Mis entrevistas con Ruth y Jimi?
—Fragmentos. Fragmentos representativos. Además de un poco de información adicional para establecer la escena.
—Pero esas entrevistas se grabaron con cámaras de aficionado. No estaban concebidas para…
Getz se inclinó por encima de la mesa hacia Kim.
—De hecho, ese aspecto «aficionado» resulta perfecto en este caso. En ocasiones, el aspecto de valor de producción cero es ideal. Expresa sinceridad. Igual que tu personalidad. Honrada. Abierta. Joven. Inocente. Mira, eso es otra cosa que nos dijo el test de audiencia. No debería contarte esto, pero lo haré. Quiero que confíes en mí. Te adoran. Te adoran como a la que más. Creo que tenemos un buen futuro ante nosotros. ¿Qué opinas de eso?
Kim tenía los ojos como platos y la boca abierta.
—No lo sé. O sea…, ¿solo han visto un fragmento de una entrevista?
—Envuelta en una pequeña explicación, para darle cierta perspectiva, como haremos en el programa real. Por si te interesa, el
podcast
constituye un programa de una hora, compuesto de cuatro temas de trece minutos cada uno. Aparte del tuyo, incluimos otros tres programas que estamos evaluando. Se llama
Ponlo o tíralo
. Alguna gente opina que es un tanto excesivo. Pero hay una buena razón para ello. Es visceral. —Getz pronunció la palabra con una intensidad confidencial, casi reverencial—. ¿Quieres conocer el verdadero secreto de RAM News? Pues es ese: es visceral. En los viejos tiempos, las cadenas pensaban que las noticias eran noticias y que el entretenimiento era entretenimiento. Por eso sus programas de noticias perdían dinero. Estaban sentados en una mina de oro y no lo sabían. Pensaban que las noticias eran hechos puros, presentados de la manera más aburrida posible. —Getz negó con la cabeza, como si lamentara la ineptitud del género humano.
Gurney sonrió.
—Obviamente, se equivocaron.
Getz lo señaló con un dedo, como un profesor que quiere que todos se fijen en un estudiante brillante.
—¡Obviamente! Las noticias son vida. La vida es emoción. La emoción es visceral. Drama, sangre, triunfo, lágrimas. No se trata de un capullo almidonado leyendo hechos y cifras escuetos. Se trata de conflicto. Se trata de que te jodan… No, jódete tú. ¿A quién coño le estás diciendo que se joda?
Bam, bam, bam
. Perdón por mi lenguaje, pero ¿entiende lo que estoy diciendo?
—Cristalinamente —dijo Gurney en voz baja.
—Bueno, así es como llamamos al programa donde probamos nuestras ideas,
Ponlo o tíralo
. Porque es lo que le gusta a la gente. Elecciones simples. Poder. Como el emperador que mira desde arriba al gladiador. Pulgar hacia arriba, vive. Pulgar hacia abajo, muere. A la gente le encanta el blanco o negro. El gris le da dolor de cabeza. Los matices le provocan náuseas.
Kim parpadeó, tragó saliva.
—Y… ¿
Los huérfanos del crimen
… tuvo pulgar hacia arriba?
—Arriba, bien arriba.
Kim empezó a formular otra pregunta, pero Getz la cortó, para continuar con su discurso.
—Arriba. Personalmente, es algo que me resulta gratificante. Es el círculo completo del karma. Porque fue nuestra cobertura de la serie de asesinatos del Buen Pastor lo que catapultó a RAM News a lo más alto. Es nuestro territorio. La idea de volver a ello ahora, justo diez años después, es perfecta. ¡Lo siento en los huesos! Ahora, ¿qué tal una comida fantástica?
Como si ese fuera el pie para reaparecer en escena, Claudia volvió a entrar en la sala patinando, haciendo equilibrio con una gran bandeja que colocó sobre la mesa de café. Su pelo levantado con gel, que Gurney había tomado en un principio por negro, era azul oscuro, de un tono un poco más oscuro que sus ojos, que le sostuvieron momentáneamente la mirada con inquietante franqueza. No parecía siquiera haber cumplido los veinte años. Claudia hizo una pirueta sobre una rueda y cruzó lánguidamente la sala, volviéndose a mirar una vez más antes de perderse de vista patinando.
Había tres platos en la bandeja, cada uno de ellos con un elaborado y bien presentado surtido de
sushi
. Los colores eran hermosos; las formas, complicadas. Gurney no conocía ninguno de los ingredientes, y aparentemente Kim tampoco, porque parecía estar examinándolos.
—Otra obra maestra de Toshiro —dijo Getz.
—¿Quién es Toshiro? —preguntó Kim.
Los ojos de Getz brillaron.
—Es el premio que robé de un famoso restaurante de
sushi
de Nueva York. —Cogió uno de los trozos más pequeños y brillantes del plato que tenía delante y se lo metió en la boca.
Gurney lo imitó. Era inidentificable, pero sorprendentemente delicioso.
Kim, que parecía haber estado haciendo acopio de valor, probó un trozo y se relajó visiblemente después de unos segundos de masticar.
—Buenísimo —dijo—. ¿Así que ahora es tu chef personal?