Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
En este momento, Henry, desde su situación junto al aparador, dijo suavemente:
—¿Puedo ofrecerle una sugerencia?
MacShannon se volvió ante esta entrada inesperada en la conversación y preguntó con aire fastidiado:
—¿Qué es lo que desea, camarero?
Gonzalo, inmediatamente, levantó la mano en un gesto que le invitaba a detenerse.
—Henry es miembro del club, Frank —explicó—. Se espera de él que contribuya.
—Ya veo —aceptó MacShannon, sin que sus modales se suavizaran.
—¿Qué es lo que usted desea decir, pues, buen hombre?
—Solamente, señor, que conservar un sobre vacío es algo tan normal que cualquiera de nosotros podría hacerlo y que todos lo hemos hecho en alguna ocasión.
—Lo niego —exclamó MacShannon.
—Considere, señor —dijo Henry tranquilamente—, que la carta que usted sacó de la papelera, era, tal como usted dijo, la primera que se había cruzado entre ellos. Los dos habían salido juntos en cierto momento, o quizá como resultado de un encuentro casual. Hablaron. Ella, le contó las dificultades de conseguir un empleo adecuado y él se ofreció a ayudarle. Dado que él no era una persona agradable, como se desprende de la descripción que usted hizo de él, Mr. MacShannon, él debió sentirse atraído por ella y se esforzó en ser agradable contra su inclinación natural. No sabemos si era joven y bonita, pero es una suposición razonable. Ella debió haberse sentido atraída por él, también. Ciertamente la carta expresaba gratitud y animaba a continuar la correspondencia. Ella decía: «Por favor hágame saber lo que haya». Y, de hecho,
hubo
más correspondencia y, al parecer, no existe ninguna otra cuestión sino que finalmente comenzó entre ellos un cierto romance. ¿Considera usted que todo esto es correcto?
—Sí —afirmó MacShannon—. ¿Pero a qué conduce todo ello?
—Podríamos seguir entendiendo —señaló Henry— que Mr. Benham quiso continuar la correspondencia con una mujer que podía ser joven y bonita y que, ciertamente estaba agradecida y bien dispuesta. Entonces usted nos contó el contenido de la carta, Mr. MacShannon, y dijo que lo recordaba palabra por palabra. No era una carta larga y acepto que tenga buena memoria. Era la carta de una mujer joven agradable; pero no bien organizada, porque usted dijo que no tenía fecha t.
y casi todo el mundo que tenga algún sentido del orden pondría fecha en una carta.
—Sí —asintió MacShannon—. No tenía fecha; pero todavía no capto a dónde va usted a parar.
Henry observó:
—Alguien que sea lo bastante descuidado para dejar una carta sin fecha puede igualmente haber omitido otras cosas.
Usted dijo que comenzaba, sin preámbulo, con un «Querido Mr. Benham». Supongo, pues, que no había ningún remite incluido en la hoja de la carta.
El gesto fruncido de MacShannon de suavizó y dijo con una nota de sorpresa:
—No, no lo había.
—Entonces —continuó Henry—, dado que la carta no era una carta de amor y que Benham no era el tipo de persona, quizá, que ponga cerca de su corazón ni siquiera una carta de amor, él la arrugó y la tiró. Sin embargo, quería contestarla y quizás animar una relación que sospechaba que podía ser sexualmente satisfactoria. Las personas que no ponen el remite en la misma carta a menudo lo ponen en el sobre. Así que Mr. Benham miró el sobre, se dio cuenta de que llevaba remite, y lo conservó para poder contestar a la joven. Sin duda, es una explicación razonable.
Una ola de breve aprobación barrió la mesa y Henry, ruborizándose ligeramente, exclamó:
—Gracias, caballeros.
MacShannon, claramente desconcertado, observó:
—Pero, en ese caso, el sobre no tenía nada que ver con el espionaje de Benham.
—Tal como Mr. Halsted ha comentado antes —dijo Henry—, un espía no tiene que serlo en cada momento de su vida. Ha de tener intervalos de normalidad. Sin embargo, él transgredió una regla principal de la profesión, creo.
—¿Cuál era, Henry? —preguntó Trumbull.
—Me parece que cualquiera que esté metido en la difícil profesión del espionaje debe, ante todo, no llamar la atención.
No debería haber conservado el sobre ni desechado la carta delante de un testigo. Ni siquiera debería haberla abierto y leído en presencia de nadie… Naturalmente, Mr. Benham, no tenía manera de saber que el joven al que siempre ignoraba deliberadamente, había coleccionado matasellos en cierto momento y que, por tanto, estaba sensibilizado respecto de los sobres.
Alguna vez que otra, mi momento favorito para escribir historias de Viudos Negros es cuando estoy de vacaciones. Janet y yo vamos de crucero a las Bermudas. Durante siete días, estoy lejos de mi máquina de escribir, mi procesador de textos y mi biblioteca de consulta. Lo que hago, bajo condiciones tan abismales, es meter, como de matute un bloc de papel y algunos bolígrafos en mi equipaje, y entonces escribo historias de ficción. Esta narración y la siguiente fueron escritas en un viaje a las Bermudas, en julio de 1988, junto con una tercera historia que no era de Viudos Negros, así que las vacaciones no fueron del todo una pérdida de tiempo.
Por cierto, hasta que no reuní las narraciones para formar esta colección, no me di cuenta de que el punto central de El sobre estaba utilizado también en Atardecer en el agua. Esto ocurre a veces, sobre todo cuando uno escribe tanto y tan asiduamente como yo; pero me hace sentir igualmente incómodo.
Este relato apareció por vez primera en
Ellery Queen's Mystery Magazine.
“The Alibi”
Durante la hora del aperitivo que precedía al banquete de los Viudos Negros, Emmanuel Rubin estaba de un humor suave, cosa desacostumbrada en él. Y también era desacostumbrada su actitud pensativa… Pero se mostraba didáctico de modo tópico.
Estaba explicando a Geoffrey Avalon, aunque su voz era lo bastante fuerte como para llegar a todos los rincones de la habitación:
—No sé cuántas narraciones de misterio, o historias de suspense, como se tiende a llamarles ahora, se han escrito; pero el número se acerca a lo astronómico. Por supuesto, no las he leído todas. Naturalmente, el anticuado relato de enigmas está pasado, aunque me gusta escribir alguno de cuando en cuando; pero incluso el relato psicológico moderno en el cual el crimen se menciona sólo de pasada, y en cambio los mecanismos internos del alma torturada del criminal ocupan miles de palabras torturadas, puede tener sus aspectos enigmáticos. A lo que me refiero, es a que estoy intentando imaginar una nueva clase de coartada que se destruya de una forma nueva y me pregunto qué probabilidades tengo de inventar alguna que no haya sido utilizada nunca. Por ingenioso que sea, ¿cómo puedo saber que alguien, hace mucho tiempo, en algún volumen oscuro que nunca he leído no utilizó precisamente la misma clase de ingenio? Envidio a los primeros que cultivaron la especialidad. Casi ninguna de las cosas que inventaron había sido utilizada antes.
Avalon inquirió:
—¿Cuáles son las probabilidades, Manny? Si usted no ha leído todos los relatos de suspense que se han escrito, tampoco lo ha hecho ningún otro lector. Simplemente invente algo. Si es una repetición de algún artilugio oscuro que apareció en una novela publicada hace cincuenta y dos años, ¿quién lo sabrá?
Rubin contestó en tono áspero:
—Alguien, en algún lugar, habrá leído aquella novela temprana y me escribirá para comunicármelo. Y lo más probable es que lo haga de un modo sarcástico.
Mario Gonzalo, desde el otro extremo de la habitación, gritó:
—En su caso, no tendrá importancia, Manny. Existen tantas otras cosas para criticar en sus relatos, que probablemente nadie se preocupará de señalar que sus trucos son viejos.
—Habla una persona —comentó Rubin— que en toda una vida de dedicarse al retrato, solamente ha producido caricaturas.
—La caricatura es un arte difícil —contestó Gonzalo—, como debería usted saber, si supiera algo de arte.
Gonzalo estaba bosquejando al invitado de la noche con objeto de que el dibujo pudiera añadirse a los que estaban colocados en la pared de la habitación del restaurante «Milano», donde tenían lugar los banquetes.
Esta vez tenía lo que parecía una tarea fácil, porque el invitado traído por Avalon, que era el anfitrión de la noche, lucía una magnífica mata de pelo blanco, espeso y algo ondulado que brillaba como la plata a la luz de la lámpara. Sus facciones regulares y su espontánea sonrisa, que mostraba sus dientes bien alineados, hacía ver claramente que era uno de aquellos hombres que van haciéndose más majestuosos y agraciados con la edad. Se llamaba Leonard Koenig, y Avalon lo había presentado solamente como «mi amigo».
Koenig observó:
—Usted me está haciendo parecer como una estrella de cine superveterana, Mr. Gonzalo.
—No puede engañar al ojo de un artista, Mr. Koenig —repuso Gonzalo—. ¿Lo es usted, por casualidad?
—No —contestó Koenig sin más explicaciones.
Rubin se rió.
—Mario tiene razón, Mr. Koenig —afirmó Rubin—. Usted no puede engañar al ojo de un
artista.
Con eso la conversación se hizo más general, interrumpiéndose temporalmente sólo cuando la suave voz de aquel incomparable camarero, Henry, anunció:
—Por favor, tomen asiento, caballeros. La cena se está sirviendo.
Todos se sentaron para tomar su sopa de tortuga, la cual Roger Halsted, como
gourmet
del club, probó con cuidado antes de darle la bendición de una amplia sonrisa.
A la hora del brandy, Thomas Trumbull, cuyo cabello blanco muy rizado perdía categoría de algún modo, frente al del invitado, más brillante y suave, asumió la tarea del interrogatorio.
—Mr. Koenig, ¿a qué se dedica usted? —preguntó.
Koenig le dirigió una amplia sonrisa y luego dijo:
—A la vista de los problemas de Mr. Rubin con la invención de coartadas, supongo que puedo fácilmente explicar mi ocupación y revelarles que, en mi época, fui un rompedor de coartadas.
—Su profesión no ha sido anunciada por Jeff —observó Trumbull—. ¿Puedo suponer, pues, que pertenece usted a las fuerzas de la Policía?
—No del todo. No estoy en una fuerza ordinaria de Policía.
Me encuentro en el contraespionaje; o, para decirlo con más exactitud, me encontraba. Me retiré pronto y me pasé a la abogacía, que es como conocí a Jeff Avalon.
Las cejas de Trumbull se alzaron de modo brusco.
—¿Contraespionaje?
Koenig volvió a sonreír.
—He leído en su mente, Mr. Trumbull. Conozco su situación con el Gobierno y usted se está preguntando por qué no sabe mi nombre. Le aseguro que soy un elemento menor y que, excepto en una ocasión, nunca hice nada notable. Además, como sabe, no entra en la política del departamento hacer públicos los nombres de sus miembros. Realizamos mejor nuestro trabajo en la oscuridad. Y, como he dicho, me retiré pronto. En cualquier caso, he sido olvidado.
Gonzalo preguntó con avidez:
—Esa coartada que rompió usted, ¿cómo lo hizo?
—Es una larga historia —respondió Koenig— y no es ninguna cosa de la que debiera hablar con detalle.
—Puede usted confiar en nosotros —le aseguró Gonzalo—.
Nada de lo que se diga en ninguna reunión de los Viudos Negros es mencionado jamás fuera de ella. Eso incluye a nuestro camarero, Henry, que también es miembro del club. Tom, explíqueselo.
—Bien, es verdad —corroboró Trumbull de mala gana—.
Todos nosotros somos modelos de discreción. A pesar de ello, no puedo presionarle a usted para que hable de asuntos de los que no debería hablar.
Avalon frunció los labios, pensativo:
—No estoy seguro de que podamos tomar esa actitud, Tom.
Las condiciones del banquete son que el invitado debe contestar a todas las preguntas y confiar en nuestra discreción.
Gonzalo intervino:
—Verá, Mr. Koenig, usted puede omitir cualquier cosa que crea que es demasiado delicada para hablar de ella. Describa sólo la coartada y no nos explique cómo la rompió.
Nosotros la romperemos
por usted.
James Drake se rió.
—No haga promesas precipitadas, Mario.
—Podemos intentarlo —decidió Gonzalo.
Koenig dijo, pensativo:
—¿Quiere decir que desean convertir esto en un juego?
—¿Por qué no, Mr. Koenig? —respondió Gonzalo—. Y Tom Trumbull puede descalificarse a sí mismo si resulta que recuerda el caso.
—Dudo de que sea así. Todo el asunto consistía en «buscar más información» y él no formaba parte de la misma organización que yo. —Koenig hizo una pausa para pensar durante un momento—. Supongo que es posible transformarlo en juego; pero esto sucedió hace casi treinta años. Espero recordar todos los detalles.
Se aclaró la garganta y empezó.
—Es interesante —comentó Koenig— que Mr. Rubin mencionara los relatos que hablan de la psicología del criminal, porque, en mi antiguo trabajo, había muchas cosas que dependían de la psicología del espía. Había gente que traicionaba a su país por dinero, o por rencor, o por apasionamiento sexual. Estas personas son fáciles de manejar porque, en cierto modo, no tienen un fuerte apuntalamiento de convicción y, si se las coge, aflojan con facilidad.
—La codicia es lo que cuenta —señaló Halsted vivamente—, y uno no tiene que ser un espía. El político corrupto, el hombre de negocios que engaña al fisco, el industrial que defrauda a las Fuerzas Armadas con precios exagerados y trabajos de mala calidad, pueden hacer tanto daño al país como un espía.
—Sí —convino Rubin—; pero estos tipos irán pregonando su patriotismo por todo el país. Pueden robar al Gobierno y a la gente; y, mientras cuelguen la bandera en el
Memorial Day
y denigren a los extranjeros y a cualquiera que esté a la izquierda de Genghis Khan, serán grandes tipos.
—Ésa es la razón —señaló Avalon— por la que Samuel Johnson señaló que el patriotismo era el último refugio del granuja.
—Sin duda —asintió Koenig—. Pero nos estamos desviando del tema. Iba a decir que también existen espías que hacen su trabajo por un sentimiento ideológico fuerte. Pueden hacerlo por admiración hacia los ideales de otra nación, o porque sienten que están sirviendo a la causa de la paz mundial o que, de alguna otra manera, se están comportando con nobleza ante sus propios ojos. No podemos realmente quejarnos de eso, porque hay gente en países extranjeros que trabajan para nosotros por razones idealistas similares. De hecho, tenemos más colaboradores de ésos que nuestros enemigos. En cualquier caso, estos ideólogos son los espías realmente peligrosos, porque hacen planes más cuidadosos, están deseosos de asumir riesgos mayores y son mucho más resueltos cuando los cogen.