Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Mucho peor que un rechazo? ¿Para un escritor independiente como usted, Manny? ¡Hombre!
—Escuche —dijo Rubin enfurecido—. He entrado en la oficina de Correos esta mañana y he pedido un rollo de sellos de veinticinco centavos. Para empezar, eso me fastidiaba. Puedo recordar la época en que costaba dos centavos enviar una carta; pero el precio sigue subiendo cada vez más sin que parezca que afecte al eterno déficit…
—Al menos —observó Roger Halsted—, el servicio se hace peor para equilibrar el incremento de dinero.
—Usted dice eso porque piensa que es divertido, Roger —se quejó Rubin—, pero ocurre que tiene toda la razón… Gracias, Henry.
Henry, el imprescindible camarero de los banquetes de los Viudos Negros, al darse cuenta de las demandas que se le estaban haciendo a Rubin por su apasionamiento, le había traído una botella para rellenar su vaso.
James Drake, encendió su perenne cigarrillo y comentó:
—Recuerdo cuando los sellos eran de dos centavos, y el periódico de la mañana valía también dos centavos, y un paquete de cigarrillos costaba trece… y mi salario semanal era de quince dólares. ¿Qué les parece?
—No he terminado —le advirtió Rubin—. Así pues, pedí un rollo de sellos de veinticinco centavos y el idiota rematado que estaba en la ventanilla me miró fijamente a los ojos y contestó: «No tenemos» Me quedé estupefacto. Era una oficina de Correos, maldita sea. Yo le dije: «¿Por qué no?» Y él se encogió de hombros y gritó: «¡El siguiente!» Es decir, no dio ninguna señal de lamento ni de sentirse incómodo. Podían haber puesto un anuncio que dijera que los sellos se habían acabado de momento. Tuve que esperar media hora en la cola para que se me dijera que no podía conseguir ninguno.
Gonzalo comentó:
—Supongamos que le apaciguamos hasta ponerle en su estado habitual de semicordura, Manny, a fin de que pueda presentar a mi invitado… Francis MacShannon. Es un buen amigo mío.
Rubin le estrechó la mano con altivez.
—Cualquier buen amigo de Mario, Mr. MacShannon, es sospechoso para mí.
—¿Qué puedo esperar —observó Gonzalo— de alguien que se pone hecho una furia por un rollo de sellos de veinte centavos?
Le daré unos pocos para resolver su problema, Manny. Y sin ningún cargo.
—No, gracias —rehusó Rubin—. Ya he comprado los sellos después. Pero es cuestión de principios.
—Me excuso por los principios dudosos de Manny, Frank —dijo Gonzalo—. Él siempre se fabrica uno cuando no logra salirse con la suya.
Francis MacShannon respondió con una sonrisa. Aparentaba unos sesenta años; tenía una cara redonda y alegre sobre un cuerpo bajo y rechoncho. Poseía una tez colorada y llevaba una perilla gris que le daban el aspecto de un Santa Claus medio afeitado.
—Estoy con usted, Mr. Rubin —afirmó con voz aguda, que estropeaba un poco la imagen de Santa Claus—. Yo también tengo quejas de Correos.
—Las tiene todo el mundo —gruñó Thomas Trumbull, que había llegado un momento antes y se había lanzado sobre el whisky con soda que Henry le ofrecía.
Hubo una pausa mientras MacShannon era presentado a la última persona que había llegado, y luego continuó:
—Mi propia queja se refería al asunto de los matasellos. En la actualidad, no son más que manchas sucias. Cuando yo era joven, los matasellos eran legibles y hermosamente claros.
Eran lecciones de geografía. Yo formé una enorme colección de ellos.
Las imponentes cejas de Avalon se levantaron.
—¿Cómo se hace eso, Mr. MacShannon?
—Para empezar, mis padres me daban los sobres que recibían por correo. También lo hacían los vecinos de toda la calle, una vez sabían lo muy en serio que me lo tomaba. Lo mejor de todo, sin embargo, era encontrar sobres abandonados por el suelo: en las aceras, en los patios traseros, bajo los matorrales.
Se sorprenderían de ver cuántos sobres era posible encontrar.
Cada nuevo matasellos que descubría era un tesoro, y yo le buscaba el nombre en el atlas. Los ordenaba por Estados y naciones y encolaba los sobres en libretas de un modo organizado. Llegué a ser tan aficionado a los sobres, que ustedes difícilmente se lo pueden imaginar. En realidad, fue mi interés por los sobres lo que me llevó a…
En este punto, Henry, con una voz suavemente autoritaria anunció:
—La comida está servida, caballeros.
Se sentaron para tomar su melón con jamón, seguido por crema de espárragos y una ensalada mixta. La conversación trató sobre la nueva sonda rusa diseñada para estudiar el satélite de Marte,
Phobos;
y, sobre el capón asado, la discusión se fue calentando a propósito de si una expedición americano-soviética a Marte era deseable o no. Los correos y sus múltiples pecados pasaron a segundo término y acabaron por desaparecer al fuego de la nueva controversia. Siguieron el pastel de almendra con chocolate y el café. A la hora del brandy, Gonzalo los requirió para el interrogatorio.
—Manny —dijo señalándolo—, usted será quien haga las preguntas, y yo invoco el privilegio de anfitrión para decirle que el tema del correo no debe ser mencionado.
Rubin se puso ceñudo y preguntó:
—Mr. MacShannon, ¿a qué se dedica usted?
MacShannon contestó de forma amigable:
—Soy programador y diseñador de ordenadores. En el día de hoy creo que esto habla por sí mismo.
—Quizás —admitió Rubin—. Más tarde podemos volver a eso.
Obviamente, sus trabajos presentes no tienen nada que ver con sus actividades de cuando era un niño… Quiero decir, su colección de matasellos. Usted había dicho…
—Manny —intervino Gonzalo con sequedad—. He desechado el tema de Correos.
—¡Rayos y truenos! —explotó Rubin—. ¿Quién está hablando del correo? Estoy hablando de la colección de matasellos.
Apelo a los miembros de la reunión.
—Muy bien. Adelante —aceptó Gonzalo con resignación.
—Entonces veamos —dijo Rubin echando a Gonzalo una mirada demasiado prolongada—: usted comentó que había sido su interés en los sobres lo que le había llevado a su… Y entonces, antes de que usted pudiera terminar la frase, fue interrumpido por el anuncio de que la comida estaba a punto.
Así pues, me gustaría que terminase la frase. ¿A qué le condujo su interés por los sobres?
MacShannon frunció el ceño, pensativo.
—¿He dicho eso? —Su semblante se aclaró y una expresión de satisfacción casi cómica invadió su cara—. Oh, sí, naturalmente. Volviendo a 1953, fue gracias a mi interés por los sobres por lo que cogí a un espía. Un auténtico espía.
—¿En 1953? —preguntó Avalon, frunciendo el ceño de repente—. No me diga que usted era uno de los jóvenes que trabajaban para el senador Joseph McCarthy.
—¿Quién? ¿Yo? —se extrañó MacShannon, atónito ante la sugerencia—. ¡Nunca! Nunca me gustó McCarthy en absoluto.
Naturalmente… —meditó el asunto durante un momento—, él convirtió a la nación en atenta al espionaje y a la traición y eso no pudo dejar de afectarme, supongo. Uno no puede evitar pensar en esa dirección incluso si desaprueba las tácticas de McCarthy, como yo.
—Paranoia nacional, le llamo yo —dijo Rubin, muy serio.
—Quizás —admitió MacShannon—; pero, en todo caso, le llame como le llame, supongo que eso es lo que metió todo el melodrama en mi mente. En una época más tranquila, menos frenética, yo habría visto aquel sobre y no le habría concedido ni un pensamiento.
—Háblenos de ello —pidió Rubin.
—Lo haré si lo desea. Después de treinta y seis años, no puede ser delicado. Además, no conozco los detalles, sólo el bosquejo general. Yo estaba comenzando en el mundo, había acabado mi grado de ingeniería, tenía un pequeño trabajo, estaba viviendo por mi cuenta por primera vez. Contaba veinticuatro años y estaba todavía un poco inseguro de mí mismo.
»Había otra persona que vivía al otro lado del vestíbulo de mi casa… Se apellidaba Benham. No recuerdo su nombre.
Tenía unos treinta años, creo, y yo lo veía a veces saliendo o entrando. Era un mal encarado, creo que saben lo que quiero decir, un sujeto poco amistoso que nunca me saludaba. Yo le dije hola una vez o dos, al pasar; pero él me hacía un gesto con la cabeza, lo más seco posible, y me dejaba helado con su expresión. Llegó a serme muy desagradable, desde luego y, dado que yo, en aquellos días, era un gran lector de narraciones espeluznantes, me hice fantasías sobre que tenía algo de malvado…, que era un criminal, un asesino a sueldo y, más que nada, un espía.
»Entonces, un día, mientras los dos estábamos esperando el ascensor para que nos llevara a nuestros apartamentos del piso octavo, rasgó un sobre que llevaba, y que yo pensé que acababa de coger de su buzón. Yo había mirado el mío antes y estaba vacío, como lo estaba casi siempre por aquella época, excepto cuando mi madre me escribía. Observaba a mi vecino por el rabillo del ojo, en parte por vigilar a alguien sobre quien yo estaba fantaseando que era un villano misterioso; en parte porque envidiaba a cualquiera que recibiese una carta, y en parte, también, porque nunca superé del todo mi fascinación infantil por los sobres.
»Después de haberlo rasgado para abrirlo, extrajo la carta, la desplegó, la leyó sin la más mínima expresión en su cara; luego, la arrugó y la tiró a la papelera que había junto a los ascensores del vestíbulo. Después, todavía sin ninguna expresión, colocó el sobre vacío dentro del bolsillo interior de su chaqueta. Lo hizo con sumo cuidado, y acarició la parte delantera de la prenda como para asegurarse de que estaba bien colocado.
Trumbull interrumpió:
—¿Cómo sabía que era un sobre vacío? Podía haber alguna cosa más con la carta. Un cheque, por ejemplo.
MacShannon meneó la cabeza con gesto cordial.
—Ya les he dicho que yo tenía esta actitud casi profesional en lo relativo a sobres. Era de una clase endeble, casi transparente. Él lo había sostenido en la mano cerca de mí mientras examinaba la carta, y yo podía asegurar que estaba vacío. No era posible equivocarme.
—Es extraño —observó Halsted.
—Lo extraño de ello —continuó MacShannon— era que al principio,
no
pensé que era extraño. Después de todo la gente con frecuencia desecha los sobres y guarda las cartas, pero nunca había visto a nadie que desechara una carta y guardase un sobre vacío. Sin embargo, no se me antojó extraño. Me dije a mí mismo: «Vaya, está coleccionando matasellos». Y, por un momento, tuve otra vez diez años y recordé la emoción estremecedora de la captura. Por un momento, tuve a este Benham por Un compañero coleccionista de matasellos, y me sentí bien dispuesto hacia él.
»Quizás estuve acertado porque si yo no hubiera tenido el pensamiento del matasellos, podía ser que no hubiera conservado el sobre en mi mente. Pero sucedió que lo conservé y, en el tiempo en que llegaba al piso octavo, cambié de pensamiento. Como de costumbre, mi vecino no me había dirigido ni una palabra ni me había echado una mirada, y mi corazón se volvió a endurecer respecto de él. No podía ser un coleccionista de matasellos, pensé, porque los matasellos ya se habían deteriorado más allá del punto en el que coleccionarlos podía ser provechoso. Ya entonces, uno nunca veía un matasellos claro, excepto en el sobre conmemorativo ocasional.
»¿Por qué, entonces, guardaba el sobre? Me costó solamente diez segundos convertir el asunto en un relato de espías, y lo obtuve. El había recibido un mensaje casual, sin significado, que cualquiera podía ver y desechar; pero el mensaje
auténtico
estaba en el sobre donde nadie lo buscaría, y que él, por tanto, guardó para estudiarlo después.
»En el tiempo en que había estado pensando en eso, ya me hallaba en mi apartamento. Esperé allí como medio minuto; luego, miré al vestíbulo para asegurarme de que mi vecino no se estaba entreteniendo por allí. No lo estaba, así que volví al ascensor, bajé al pasillo y recuperé aquella carta arrugada.
Rubin avanzó:
—La cual, supongo, resultó ser por completo carente de interés.
—Bien —continuó MacShannon—, al menos
parecía
mostrar a Benham con una luz más humana. La carta estaba hecha con una escritura femenina, pero en absoluto cultivada…, unos garabatos poco legibles.
Avalon dijo con un suspiro:
—Eso es lo mejor que uno puede esperar en estos días de degeneración.
MacShannon sonrió.
—Lo creo. En cualquier caso, estudié aquella carta tan a fondo durante los días siguientes que todavía la recuerdo treinta y seis años después. Y no es que hubiera mucho para recordar. No tenía fecha y simplemente comenzaba:
Querido Mr. Benham, lo he pasado muy bien, y ha sido usted muy amable al prometerme comprobar el asunto de la oportunidad de trabajo. Por favor, hágamelo saber y gracias.
—Veo lo que usted quiere decir —observó Halsted—. Su vecino podía tener para usted un trato glacial; pero la mujer que le escribía creía que era un hombre amable.
Trumbull comentó:
—Muchos hombres esquinados se ablandan ante una joven para llegar al final acostumbrado.
MacShannon mostró desacuerdo.
—No pensé en nada así. Lo que me pareció fue que la carta sonaba a tan inocente como yo había pensado que tenía que ser. Todo el asunto sobre oportunidades de trabajo y amabilidad podía ser sólo un propósito de escribir al azar, por decirlo de alguna manera. Para mí, eso significaba que era muy probable que el sobre fuese lo importante. La cuestión era: ¿Qué tenía que hacer yo? Estuve agitado durante algunos días y luego, por fin, me puse en acción… Por favor, recuerden que era joven e ingenuo en aquellos tiempos, porque, al fin me fui a la oficina local del FBI.
Drake sonrió y manoseó el cenicero que tenía delante.
—Usted se arriesgó a ponerse en ridículo.
—Incluso yo me di cuenta —reconoció MacShannon—. Recuerdo que, a medida que yo contaba mi historia a un funcionario al parecer educadamente aburrido, me sentía más tonto, puesto que me sonaba cada vez menos convincente en mis propios oídos. Tenía varias cosas a mi favor, sin embargo. El senador McCarthy había logrado que fuera imposible para cualquier agente pasar por alto ninguna historia de espías.
Después de todo, le costaría una gran bronca si dejaba escapar uno sin tener que haberlo hecho.
—Puedo entenderlo —intervino Halsted—. Un agente que desechara algo por equivocación sería probablemente acusado de ser un espía él mismo, o un miembro con carnet del partido comunista.