Una pequeña alfarería, regentada por una familia que comprende que ha dejado de serle necesaria al mundo, frente a un centro comercial gigantesco. Un mundo en rápido proceso de extinción, otro que crece y se multiplica como un juego de espejos donde no parece haber límites para la ilusión engañosa.
La caverna
habla de un modo de vivir que cada vez va siendo menos el nuestro. Todos los días se extinguen especies, todos los días se extinguen especies, todos los días hay profesiones que se tornan inútiles, idiomas que dejan de tener personas que los hablen, tradiciones que pierden sentido, sentimientos que se convierten en sus contrarios.
El autor despliega su visión del mundo actual a la vez que nos alerta: no cambiaremos de vida si no cambiamos la vida.
José Saramago
La caverna
ePUB v1.0
nalasss16.08.12
Título original:
A caverna
José Saramago, 2000.
Traducción: Pilar del Río
Diseño/retoque portada: Manuel Estrada, Ignacio Ballesteros
Editor original: nalasss (v1.0)
ePub base v2.0
A Pilar
El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a saber que algor significa frío intenso del cuerpo, preanuncio de fiebre, y que gacho es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y, no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial Gacho no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del pulgar hasta la base del dedo meñique. La camioneta no merece ese nombre, es sólo una furgoneta de tamaño medio, de un modelo pasado de moda, y está cargada de loza. Cuando los dos hombres salieron de casa, veinte kilómetros atrás, el cielo apenas había comenzado a clarear, ahora la mañana ya ha puesto en el mundo luz bastante para que se pueda observar la cicatriz de Marcial Gacho y adivinar la sensibilidad de las manos de Cipriano Algor. Vienen viajando a velocidad reducida a causa de la fragilidad de la carga y también por la irregularidad del pavimento de la carretera. La entrega de las mercancías no consideradas de primera o segunda necesidad, como es el caso de las lozas bastas, se hace, de acuerdo con los horarios establecidos, a media mañana, y si estos dos hombres madrugaron tanto es porque Marcial Gacho tiene que fichar por lo menos media hora antes de que las puertas del Centro se abran al público. En los días en que no trae al yerno, y tiene piezas para transportar, Cipriano Algor no necesita levantarse tan temprano. Pero siempre es él, de diez en diez días, quien se encarga de ir a buscar a Marcial Gacho al trabajo para que pase con la familia las cuarenta horas de descanso a que tiene derecho, y quien, después, con loza o sin loza en la caja de la furgoneta, puntualmente lo reintegra a sus responsabilidades y obligaciones de guarda interno. La hija de Cipriano Algor, que se llama Marta, de apellidos Isasca, por parte de la madre ya fallecida, y Algor por parte del padre, sólo disfruta de la presencia del marido en la casa y en la cama seis noches y tres días de cada mes. En una de estas noches se quedó embarazada, pero todavía no lo sabe.
La región es fosca, sucia, no merece que la miremos dos veces. Alguien le dio a estas enormes extensiones de apariencia nada campestre el nombre técnico de Cinturón Agrícola, y también, por analogía poética, el de Cinturón Verde, aunque el único paisaje que los ojos consiguen alcanzar a ambos lados de la carretera, cubriendo sin solución de continuidad perceptible muchos millares de hectáreas, son grandes armazones de techo plano, rectangulares, hechos de plástico de un color neutro que el tiempo y las polvaredas, poco a poco, fueron desviando hacia el gris y el pardo. Debajo, fuera de las miradas de quien pasa, crecen plantas. Por caminos secundarios que vienen a dar a la carretera, salen, aquí y allí, camiones y tractores con remolques cargados de verduras, pero el grueso del transporte se ha efectuado durante la noche, éstos de ahora, o tienen autorización expresa y excepcional para realizar la entrega más tarde, o se quedaron dormidos. Marcial Gacho se subió discretamente la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj, está preocupado porque el tránsito se torna paulatinamente más denso y porque sabe que de aquí en adelante, cuando entren en el Cinturón Industrial, las dificultades aumentarán. El suegro notó el gesto, pero se mantuvo callado, este yerno suyo es un joven simpático, sin duda, aunque nervioso, de la raza de los desasosegados de nacimiento, siempre inquieto con el paso del tiempo, incluso si lo tiene de sobra, en ese caso nunca parece saber lo que ha de ponerle dentro, dentro del tiempo, se entiende, Cómo será cuando llegue a mi edad, pensó. Dejaron atrás el Cinturón Agrícola, la carretera, ahora más sucia, atraviesa el Cinturón Industrial cortando por entre instalaciones fabriles de todos los tamaños, actividades y hechuras, con depósitos esféricos y cilíndricos de combustible, centrales eléctricas, redes de canalización, conductos de aire, puentes suspendidos, tubos de todos los grosores, unos rojos, otros negros, chimeneas lanzando a la atmósfera borbotones de humos tóxicos, grúas de largos brazos, laboratorios químicos, refinerías de petróleo, olores fétidos, amargos o dulzones, ruidos estridentes de brocas, zumbidos de sierras mecánicas, golpes brutales de martillos pilones, de vez en cuando una zona de silencio, nadie sabe lo que se estará produciendo ahí. Fue entonces cuando Cipriano Algor dijo, No te preocupes, llegaremos a tiempo, No estoy preocupado, respondió el yerno, disimulando mal la inquietud, Ya lo sé, era una manera de hablar, dijo Cipriano Algor. Giró la furgoneta hacia una vía paralela destinada a la circulación local, Vamos a atajar camino por aquí, dijo, si la policía nos pregunta por qué dejamos la carretera, acuérdate de lo que hemos convenido, tenemos un asunto que resolver en una de estas fábricas antes de llegar a la ciudad. Marcial Gacho respiró hondo, cuando el tráfico se complicaba en la carretera, el suegro, más tarde o más pronto, acababa tomando un desvío. Lo que le angustiaba era la posibilidad de que se distrajese y la decisión llegase demasiado tarde. Felizmente, pese a los temores y los avisos, nunca les había parado la policía, Alguna vez se convencerá de que ya no soy un muchacho, pensó Marcial, que no tiene que estar recordándome todas las veces esto de los asuntos que resolver en las fábricas. No imaginaban, ni uno ni otro, que fuese precisamente el uniforme de guarda del Centro que enfundaba Marcial Gacho el motivo de la continuada tolerancia o de la benévola indiferencia de la policía de tráfico, que no era simple resultado de casualidades múltiples o de obstinada suerte, como probablemente hubieran respondido si les preguntasen por qué razón creían ellos que no habían sido multados hasta el momento. La conociera Marcial Gacho, y tal vez hubiera hecho valer ante el suegro el peso de la autoridad que el uniforme le confería, la conociera Cipriano Algor, y tal vez le hubiera hablado al yerno con menos irónica condescendencia. Buena verdad es que ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe.
Después del Cinturón Industrial comienza la ciudad, en fin, no la ciudad propiamente dicha, ésa se divisa allá a lo lejos, tocada como una caricia por la primera y rosada luz del sol, lo que aquí se ve son aglomeraciones caóticas de chabolas hechas de cuantos materiales, en su mayoría precarios, pudiesen ayudar a defenderse de las intemperies, sobre todo de la lluvia y del frío, a sus mal abrigados moradores. Es, según el decir de los habitantes de la ciudad, un lugar inquietante. De vez en cuando, por estos parajes, en nombre del axioma clásico que reza que la necesidad también legisla, un camión cargado de alimentos es asaltado y vaciado en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo. El método operativo, ejemplarmente eficaz, fue elaborado y desarrollado después de una concienzuda reflexión colectiva sobre el resultado de los primeros intentos, malogrados, según se hizo obvio, por una total ausencia de estrategia, por una táctica, si así se puede llamar, anticuada, y, finalmente, por una deficiente y errática coordinación de esfuerzos, en la práctica entregados a sí mismos. Siendo casi continuo durante la noche el flujo de tráfico, bloquear la carretera para retener un camión, como había sido la primera idea, supuso la caída de los asaltantes en su propia trampa, dado que tras ese camión otros camiones venían, portando refuerzos y socorro inmediato para el conductor en apuros. La solución del problema, efectivamente genial, así fue reconocido en voz baja por las propias autoridades policiales, consistió en que los asaltantes se dividieron en dos grupos, uno táctico, otro estratégico, y en establecer dos barreras en lugar de una, comenzando el grupo táctico por cortar la carretera inmediatamente después del paso de un camión que circulara separado de los otros, y luego el grupo estratégico, unas centenas de metros más adelante, adecuadamente informado por una señal luminosa, con la misma rapidez montaba la segunda barrera, de modo que el vehículo condenado por el destino no tenía otro remedio que detenerse y dejarse robar. Para los vehículos que venían en dirección contraria no era necesario ningún corte de carretera, los propios conductores se encargaban de parar al darse cuenta de lo que pasaba más adelante. Un tercer grupo, llamado de intervención rápida, se encargaría de disuadir con una lluvia de piedras a cualquier solidario atrevido. Las barreras se hacían con grandes piedras transportadas en parihuelas, que algunos de los propios asaltantes, jurando y requetejurando que no tenían nada que ver con lo sucedido, ayudaban luego a retirar a la cuneta de la carretera, Esa gente es la que da mala fama a nuestro barrio, nosotros somos personas honestas, decían, y los conductores de los otros camiones, ansiosos por que les limpiaran el camino para no llegar tarde al Centro, sólo respondían, Bueno, bueno. De tales incidencias de ruta, sobre todo porque casi siempre circula por estos lugares con luz del día, se ha librado la furgoneta de Cipriano Algor. Por lo menos hasta hoy. De hecho, habida cuenta los útiles de barro son los que con más frecuencia van a la mesa del pobre y más fácilmente se rompen, el alfarero no está libre de que una mujer de las muchas que malviven en estas chabolas tenga la ocurrencia de decirle un día de éstos al jefe de la familia, Estamos necesitando platos nuevos, a lo que él seguramente responderá, Ya me ocuparé de eso, pasa por ahí a veces una furgoneta que lleva escrito por fuera Alfarería, es imposible que no lleve platos, Y tazas, añadirá la mujer, aprovechando la marea favorable, Y tazas, no se me olvidará.