Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Cuando la policía allanó el café, comprobó que yo estaba en lo cierto y lograron apoderarse de una buena cantidad de droga.
“Countdown to Disaster (Dollars and Cents)”
—Mi propia opinión —dijo Jennings estando los cuatro reunidos en la atmósfera algo lúgubre y melancólica de la biblioteca de nuestro club— es que con el objeto de contrarrestar la actividad terrorista, lo mejor sería bajar una cortina de silencio total sobre ella.
—Quieres decir —dije con tono sarcástico— que no le digamos a nadie, por ejemplo, que mataron al presidente, si acaso lo matan.
—No —respondió Jennings—. No es eso lo que quiero decir ni mucho menos. Digo que no se divulgue la identidad del presunto asesino ni ningún dato relativo a su persona; que no se publiquen fotografías, ni se hable de él. Así se convierte en alguien sin personalidad, lo mismo que cualquiera que esté implicado en actividades terroristas. Y es más, disminuyamos en especial la cobertura televisiva, excepto para anunciar en los términos más escuetos lo sucedido.
—Deduzco que lo que quieres insinuar es que los terroristas actúan por la publicidad que logran. Les quitas la publicidad y no tiene objeto para ellos hacer nada.
—Hasta cierto punto, sí —dijo Jennings—. Digamos que hay un movimiento en favor de la independencia de la población de Fairfield en Connecticut. Cinco locos establecen un Comité para la Liberación de Fairfield. Se otorgan así mismos la sigla FLC y lanzan una campaña de destrucción de neumáticos en Hartford, una ciudad próxima, enviando cartas a los diarios y atribuyéndose los hechos. En la medida que continúan loS cortes de neumáticos y los medios lo publican en forma extensa, no sólo se consigue que esos cuatro locos se crean importantes y poderosos, sino que la publicidad lleva a montones de gente impresionable a imaginar que quizá tenga cierta validez la idea de dar la independencia a Fairfield. Por el contrario, si se investigan los delitos dentro del más estricto silencio…
—Sencillamente, no es posible —dije— por dos razones. La primera es que la gente a quien le cortan los neumáticos se verá obligada a marchar a pie y surgirán rumores mucho peores que la verdad. La segunda es que una vez establecido el principio de que es posible imponer el silencio periodístico sobre algo semejante, es posible extenderlo a cualquier cosa que consideremos peligrosa que la gente sepa. Y quiero enfatizar cualquier cosa. Espero que no ocurra nunca en los Estados Unidos. Prefiero el terrorismo esporádico…
—Además —la voz de Griswold tronó en forma inesperada— llega el momento en que el silencio puede quebrarse. ¿Cómo mantienes secreto que hay que evacuar un hotel en medio de las horas de mayor tránsito de la noche y que es necesario convocar a todas las dotaciones de bomberos de la zona…?
Tenía los dos ojos abiertos, su azul resplandecía sobre nosotros, y estaba sentado muy erguido. Sí, estaba más despierto de lo que lo había visto en muchos años.
—¿Estuviste implicado en algo semejante? —pregunté.
Todo comenzó [dijo Griswold] cuando un periodista de un diario de Nueva York recibió un anónimo cuidadosamente escrito a máquina según el cual se había depositado una falsa bomba en determinada habitación de cierto hotel. Se mencionaba el número de dicha habitación.
El periodista se preguntó qué debía hacer y decidió que era una broma que le hacía uno de esos graciosos que andan por ahí, pero en seguida reflexionó y decidió que no podía correr riesgos. Retiró entonces el papel arrugado del canasto y se lo entregó a la policía. El acto implicaba el riesgo de pasar por idiota, pero no tenía alternativa.
La policía no se mostró nada comprensiva. También creía que era una broma de la que hacían objeto al periodista, pero ellos tampoco tenían alternativa. Enviaron al hotel a un miembro del equipo antiexplosivos y lo condujeron a la habitación señalada. Afortunadamente quien la ocupaba estaba ausente. Bajo los ojos llenos de desaprobación de un empleado del hotel y con la sensación de estar actuando como un imbécil, el policía revisó más o menos superficialmente el cuarto y casi de inmediato descubrió una caja en el estante del armario junto a algunas mantas. Llevaba escrito afuera, con torpes letras mayúsculas, la palabra BOMBA. En el interior había cartón de embalaje. Nada más.
Claro está que trataron de localizar huellas digitales en la caja. Nada. La carta estaba llena de huellas del periodista. Seguía pareciendo una broma aunque más seria de lo que habían supuesto al principio. Se indicó al periodista que entregase cualquier otra carta que le llegara sin la menor demora y tratando de no tocarla demasiado. Y el periodista comenzó a abrir todas sus cartas con un par de guantes de cabritilla puestos. Resultó una precaución útil porque tres días más tarde recibió otra carta. Mencionaba otro hotel y volvía a dar un número de habitación. De inmediato la llevó a la policía y una vez más enviaron a un miembro de la brigada antiexplosivos. Esta vez encontraron en el cuarto de baño una caja llena de pedazos de cartón, metida detrás del inodoro. También decía: BOMBA.
No había ni una huella digital. La policía había informado a los diarios principales de la ciudad lo que había sucedido, pidiendo que no se hiciera publicidad con el fin de prevenir una ola de pánico y, pidiendo también que estuviesen todos vigilantes frente al eventual recibo de otras cartas.
Precaución afortunada, además, porque la tercera carta llegó a un periodista perteneciente a otro diario. Era igual a las otras, salvo que esta vez había un párrafo más que decía: “Espero que advierta que esto no es más que una práctica. Un día de estos, la bomba será de verdad. En ese caso, desde luego, no le daré el número de la habitación”.
Ahí fue cuando la policía me llamó y me mostró las cartas.
—¿Qué establecieron en el laboratorio? —pregunté.
Mi amigo de la policía, un teniente llamado Cassidy, me dijo:
—Es una máquina eléctrica, probablemente de la marca IBM y el presunto terrorista es un hombre educado que sabe usarla muy bien. No hay huellas digitales. Tampoco hay nada especial en el papel ni en el sobre. Tampoco en las falsas bombas, dicho sea de paso. El sello postal indica que las cartas fueron despachadas desde diferentes puntos, pero todos en Manhattan.
—No parece un dato demasiado útil —comenté. Cassidy hizo una mueca.
—Así es. ¿Sabe cuántas máquinas de escribir IBM hay en Manhattan? ¿Y cuántos expertos mecanógrafos con buen nivel de educación? Pero si el hombre manda un número suficiente de cartas, no obstante, espero que podamos recoger algunos datos más.
Tampoco veía yo que fuese posible hacer mucho más. Quizá tenga una capacidad extraordinaria para advertir cosas mínimas que escapan a los demás, inexplicables aún, pero sólo el resto de los mortales me considera un forjador de milagros. Personalmente, jamás he afirmado tal cosa. Con todo, me mantuve en estrecho contacto con la policía mientras se desenvolvió el caso.
Llegaron en efecto más cartas y contenían mayor información, por lo menos relativa a los móviles. El terrorista misterioso comenzó a expresarse con mayor espontaneidad. Al parecer estaba harto de nuestra sociedad de consumo y deseaba el retorno a épocas más puras, más espirituales. Cómo era posible volver a ellas con sus excentricidades, era algo que no explicaba.
Manifesté a Cassidy:
—Es obvio que no tiene dificultad alguna para entrar en las habitaciones de los hoteles, aunque claro está, tampoco hay razón para que la tuviera.
—¡Ah! —dijo Cassidy—. ¿Llaves maestras?
—Todos los cuartos se limpian todos los días. Las mujeres encargadas de la limpieza suelen alejarse para cumplir alguna otra tarea y dejan la puerta abierta, en especial cuando el cuarto está vacío entre dos ocupantes y por lo tanto no hay nada de valor que pueda ser robado. Yo he visto cuartos de hotel con la puerta abierta y sin mujeres de limpieza a la vista, aun en casos en que hay equipaje y ropas expuestas en forma visible. Nadie puede impedir a nadie vagar por los pasillos de los hoteles, de modo que todo lo que tiene que hacer nuestro hombre es encontrar una puerta abierta.
Se pasó la voz a todos los hoteles de Nueva York en el sentido de que las encargadas de la limpieza no debían dejar puertas abiertas bajo ningún pretexto. Algunos indicaron a sus empleadas que estuviesen alerta para localizar cajas de tamaño reducido y que llamaran la atención de la gerencia frente a cualquier elemento sospechoso.
Apareció una caja y llegó a las oficinas de la policía antes de que llegase la carta que anunciaba su colocación. La carta se demoró en el correo, cosa nada sorprendente en realidad.
—Espero —dijo Cassidy con tono melancólico—, que cuando se trate de la bomba de verdad, no la anuncie por correo. Nunca llegará la carta a tiempo para darnos la posibilidad de prevenir el atentado.
Las precauciones tomadas para que no se dejaran puertas abiertas hicieron más lento el trabajo del hombre. Las cartas disminuyeron en número, pero no cesaron del todo. Las crecientes dificultades lo ponían al parecer más irritable. Acusaba a bancos y financistas en general. Los psicólogos policiales trataron de elaborar un perfil de la personalidad del remitente de las cartas partiendo de lo que decía. Se preguntó a los bancos si alguno de ellos había rechazado una solicitud de préstamo y si el solicitante había reaccionado con exagerada amargura o amenazas. El estudio sostenido de las fechas del sellado postal en las cartas indicaba preferencia por ciertos barrios en desmedro de otros como posibles centros de actividades del terrorista.
—Si sigue así durante un tiempo, acabaremos arrestándolo.
—Pero un día de estos —vaticiné— será la bomba de verdad y ocurrirá probablemente antes de que hayamos conseguido aislarlo entre los millones de personas que viven o trabajan en Manhattan.
—Pero la situación puede prolongarse durante bastante tiempo. Puede no estar en condiciones de fabricar u obtener una bomba. Todas estas tretas de colocar bombas falsas son una manera de eliminar tensiones y, una vez que las haya eliminado, dejará de enviar cartas.
—Sería muy agradable —dije—, pero hoy en día cualquiera puede conseguir un aparato explosivo o aprender a fabricarlo a poco que se esfuerce.
Así estaban las cosas cuando un día llegó un oficial de policía a ver a Cassidy con urgencia.
—Un hombre que dice ser el de las bombas llamó por teléfono.
Cassidy se levantó de un salto, pero el oficial le dijo:
—Cortó ya la comunicación. No pudimos retenerlo. Dice que volverá a llamar… y dice que ahora será una bomba de verdad.
Llamó varias veces, con intervalos, desde distintos teléfonos públicos. Según él la bomba estaba ya colocada. La bomba de verdad. Nombró el hotel, nada menos que el más nuevo de Manhattan. Además, dijo la hora en que estallaría: las 17.00 de ese día, sí, el momento de máxima concentración de gente en la calle.
—Tienen tiempo para evacuar el hotel —dijo con voz ronca—. No quiero que muera nadie. Solo quiero destruir la propiedad para dar una lección a los que consideran a la propiedad por encima de la humanidad.
Era poco después de las dos, cuando por fin nos comunicó el lugar y la hora. Había tiempo para hacer el trabajo, pero considerando no sólo la evacuación, sino además la colocación de cordones para aislar la zona y la congestión de material contra incendios, íbamos a producir un tumulto de tránsito de órdago en Manhattan…
Junto al teléfono, Cassidy hizo todo lo que pudo.
—Escuche —dijo con un tono tan persuasivo como pudo—. Usted es una idealista Es un hombre de honor. No quiere hacerle daño a nadie. Supongamos que logremos sacar a todos a la calle. Supongamos que quede un solo niño en el interior a pesar de todo lo que hagamos. ¿Está dispuesto a cargar ese peso sobre su conciencia? Díganos por lo menos el número de la habitación. Hágalo y le garantizo que escucharemos sus motivos de queja.
El hombre de la bomba no estaba dispuesto a acceder.
—Volveré a llamar —dijo.
Al cabo de quince minutos interminables, durante los cuales la policía y la brigada de antiexplosivos se dirigieron al punto indicado, recibimos el llamado.
—Muy bien —dijo el hombre—. Dólares y centavos. Es todo lo que le preocupa a la gente. Dólares y centavos. Son demasiado tontos para comprenderme y por lo tanto yo no soy responsable. Ustedes lo son —dijo y cortó la comunicación.
Cassidy se quedó mirando el teléfono.
—¿Qué diablos quiso decir? —preguntó.
Pero yo había oído la conversación por una extensión de la oficina y me apresuré a decirle:
—Suspendan la evacuación por unos minutos. La brigada debe haber llegado ya. Comuníquese con ellos. Creo que tengo el número de la habitación y es posible que puedan desactivar el artefacto allí mismo.
No me equivocaba. La bomba, un artefacto sencillo, pero de verdad, fue desactivada con facilidad sin molestar a nadie en el hotel. No atrapamos al terrorista, pero nunca volvió a hacer otro intento. Al parecer estaba satisfecho y, como no había nadie herido…
Las palabras de Griswold dieron lugar poco a poco a un ronquido muy leve y Jennings levantó la voz.
—Oye, no te duermas. ¿De dónde sacaste el número de la habitación? ¿Cuál fue la pista?
Puse en práctica mi truco habitual de pisar el pie de Griswold que tenía más cerca, pero esta vez él estaba preparado y me dio un buen puntapié en el tobillo.
—Les dije la pista. El hombre habló de “dólares y centavos” y dijo que si éramos demasiado tontos para comprender, los responsables éramos nosotros.
—¿Qué pista es esa? —exclamó Baranov—. Eso no era más que su queja de siempre sobre la sociedad enloquecida por el dinero.
—Podría haberlo sido, además, pero yo consideré que era el indicio que buscábamos. Les dije que el hombre era un mecanógrafo experto y un mecanógrafo experto piensa más bien en términos de teclas que de palabras.
—Yo escribo muy bien a máquina y la frase no significa nada para mí —observé.
—No me sorprende —dijo Griswold tan simpático como de costumbre—. Pero si escribes a máquina “dólares y centavos” y estás con mucha prisa, lo más probable es que escribas los símbolos “$&c” y el hombre hizo esos símbolos en el aire.
Eso se logra golpeando tres teclas en la máquina eléctrica IBM con la tecla de mayúsculas baja. Pero si no la bajas, las mismas teclas te dan el número 476. Prueben y verán. Por ello pensé que debíamos buscar la habitación 476. Y era la indicada.