Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Gracias a Anacreon —dijo Emmanuel Rubin, levantando su copa—, o cualquier espíritu que presida nuestros banquetes de almas gemelas.
Thomas Trumbull frunció el ceño y peinó hacia atrás su blanco cabello rizado con una mano.
—¿Qué estás haciendo, Mario? ¿Ahorrando dinero?
—Bueno… —dijo otra vez Gonzalo, mirando con fijeza su trago con una concentración completamente falsa.
—No sé si esto es tan bueno —dijo Roger Halsted—. Me gustan las sesiones de interrogatorio.
—No nos hará daño —dijo Avalon, con su voz profunda—, tener una conversación tranquila de vez en cuando. Si no podemos entretenernos sin un invitado, entonces los Viudos Negros no son lo que fueron alguna vez, y deberemos prepararnos, con pena, para el olvido. ¿Ofreceremos a Mario un voto de agradecimiento por su desacostumbrada discreción?
—Bueno… —dijo Gonzalo por tercera vez.
James Drake se interpuso, tirando la colilla de su cigarrillo y aclarándose la garganta.
—Me parece, caballeros, que Mario está tratando de decir algo y que está asombrosamente avergonzado por eso. Si tiene algo que duda decir, me temo que no nos gustará. ¿Puedo sugerir que todos nos quedemos callados y que le dejemos hablar?
—Bueno… —dijo Gonzalo, y se detuvo. Esta vez, sin embargo, hubo un silencio prolongado y ansioso.
—Bueno… —dijo Gonzalo otra vez—. Sí tengo un invitado —y una vez más se detuvo.
—¿Entonces dónde demonios está él? —dijo Rubin.
—Abajo, en el comedor principal… ordenando la cena… a mis expensas, por supuesto.
Gonzalo recibió cinco miradas vacías.
—¿Puedo preguntar —dijo entonces Trumbull—, qué estúpida razón puedes sugerir para eso?
—¿Aparte —dijo Rubin— de ser un estúpido congénito?
Gonzalo dejó su copa, aspiró profundamente, y con firmeza dijo:
—Porque pensé que ella estaría más cómoda allá abajo.
Rubin logró decir un, “¿Y por qué…?” antes de que el significado del pronombre se volviera claro. Agarró las solapas de la chaqueta de Gonzalo.
—¿Dijiste “ella”?
Gonzalo sujetó las muñecas del otro.
—Quita las manos, Manny. Si quieres hablar, utiliza los labios, no las manos. Sí, dije “ella”.
Henry, con su sexagenario liso rostro mostrando un poco de inquietud, levantó la voz un grado diplomático y dijo:
—¡Caballeros! ¡La cena está servida!
Rubin, habiendo soltado a Gonzalo, movió la mano imperiosamente hacia Henry.
—Lo siento, Henry —dijo—, no habrá banquete… Mario, maldito burro, ninguna mujer puede asistir a estos encuentros.
Hubo, de hecho, un alboroto general. Mientras ninguno llegó hasta la furia y los decibeles de Rubin, Gonzalo se encontró a sí mismo en un aprieto con los otros a su alrededor, formando un semicírculo. Sus comentarios generales se perdieron en la explosión general de enojo.
Gonzalo, agitando los brazos frenéticamente, se subió a una silla.
—¡Déjenme hablar! —gritaba una y otra vez hasta que el cansancio, al parecer, acalló a la oposición en un gruñido bajo.
—Ella no es —dijo Gonzalo— nuestra invitada en el banquete. Es sólo una mujer con un problema, una mujer mayor, y no nos hará ningún daño si la vemos después de cenar.
No hubo respuesta inmediata.
—No es necesario que ella se siente a la mesa —continuó—. Se puede sentar en el umbral.
—Mario —dijo Rubin—, si ella entra aquí, me voy, y si me voy, maldita sea, puede ser que no regrese jamás.
—¿Estás diciendo —dijo Gonzalo— que romperás con los Viudos Negros antes de escuchar a una mujer mayor en problemas?
—¡Digo —dijo Rubin— que las reglas son reglas!
Halsted se veía profundamente preocupado.
—Escucha, Manny —dijo—, tal vez deberíamos hacer esto. Las reglas no nos fueron enviadas desde el Monte Sinaí.
—¿También tú? —dijo salvajemente Rubin—. Mira no me importa lo que diga ninguno de vosotros. En un asunto tan fundamental como éste, una sola bola negra es suficiente, y yo la coloco. O se va ella o me voy yo, y por Dios, nunca me volverán a ver. En vistas de esto, ¿hay alguien que quiera desperdiciar su aliento?
Henry, aún parado a la cabecera de la mesa, esperaba con una imperturbabilidad marcadamente menor a la habitual a que la compañía se sentara.
—¿Puedo decir una palabra, señor Rubin?
—Lo siento, Henry —dijo Rubin—, nadie se sienta hasta que esto quede establecido.
—Quédate fuera, Henry —dijo Gonzalo—. Pelearé mis propias batallas.
Este fue el punto en que Henry se separó de su rol de epítome de todos los camareros del Olimpo y avanzó hacia el grupo. Su voz era firme.
—Señor Rubin —dijo—, deseo tomar la responsabilidad por esto. Hace algunos días, el señor Gonzalo me telefoneó para preguntar si sería tan gentil en escuchar a una mujer que él conocía, quien tenía la clase de problemas con los que, él pensaba, yo podría ser de ayuda. Le pregunté si eran cosas del corazón. Me dijo que la mujer era pariente de alguien que posiblemente le diera una comisión para una importante obra de arte…
—¡Dinero! —dijo Rubin despectivo.
—Oportunidad profesional —soltó Gonzalo—. Si puedes entender eso. Y simpatía por un ser humano semejante, si puedes entender eso.
Henry levantó la mano.
—¡Por favor, caballeros! Le dije al señor Gonzalo que no podría ayudar pero le insté, si aún no había arreglado con un invitado, a que la trajera. Sugerí que podría no haber objeción si en realidad ella no asistía al banquete mismo.
—¿Y por qué no podías ayudarla de otro modo? —dijo Rubin.
—Caballeros —dijo Henry—, no afirmo poseer una perspicacia superior. No me comparo a mí mismo, tal como hace por mí ocasionalmente el señor Gonzalo, con Sherlock Holmes. Solamente después de que ustedes, caballeros, han discutido el problema y eliminado lo que es extraño, es cuando parece que veo lo que queda. Por lo tanto…
—Bueno, mira, Manny —dijo Drake—, soy el miembro más antiguo aquí, y la razón original para la prohibición. Podríamos no aplicarla, parcialmente, sólo esta vez.
—No —dijo Rubin, categóricamente.
—Señor Rubin —dijo Henry—, se ha establecido frecuentemente en estos banquetes que soy un miembro de los Viudos Negros. Si es así, deseo tomar la responsabilidad. Insté al señor Gonzalo a hacer esto y hablé a la mujer en cuestión y le aseguré que sería bienvenida a nuestras deliberaciones después de la cena. Fue un acto impulsivo basado en mi estimación de los caracteres de los caballeros del club.
»Si la mujer es enviada de regreso, señor Rubin, entenderá que mi posición aquí será imposible y estaré forzado a renunciar a mi posición como camarero de estos banquetes. No tendré elección.
Casi imperceptiblemente, la atmósfera había cambiado mientras Henry hablaba, y ahora era Rubin quien estaba en un aprieto. Miró fijo a todos en el semicírculo que le rodeaba, y dijo casi ásperamente:
—Aprecio tus servicios al club, Henry, y no deseo colocarte en una situación deshonrosa. Por lo tanto, en la estipulación de que esto no siente un precedente y recordándote que no lo debes hacer otra vez, quitaré mi bola negra.
El banquete fue el menos placentero en la historia de los Viudos Negros. La conversación era desganada y aburrida, y Rubin mantuvo un silencio glacial todo el tiempo.
No hubo necesidad de golpetear la copa durante el servicio de café, ya que no había conversación que interrumpir. Gonzalo simplemente dijo:
—Iré abajo y veré si está lista. Su nombre, para el caso, es Señora Bárbara Lindemann.
Rubin levantó la vista.
—Asegúrate de que haya tomado su café, o té o lo que sea, allá abajo —dijo—. No puede tomar nada acá arriba.
Avalon parecía desaprobarlo.
—Los dictados de la cortesía, mi querido Manny…
—Tomará lo que quiera allá abajo a expensas de Mario. Acá arriba, la escucharemos. ¿Qué más puede querer?
Gonzalo la acompañó escaleras arriba y la condujo hasta un sillón que Henry había obtenido de la oficina del restaurante y que había colocado bien lejos de la mesa.
Era una mujer bastante delgada con rasgos agradables, bien vestida y con el cabello blanco cuidadosamente arreglado. Llevaba un bolso negro que parecía nuevo y se aferraba a él firmemente. Miró tímidamente los rostros de los Viudos Negros.
—Buenas noches —dijo.
La respuesta fue un sordo murmullo como a coro.
—Me disculpo por venir aquí con mi ridícula historia —dijo—. El señor Gonzalo me explicó que mi aparición aquí es algo fuera de lo habitual y he pensado durante la cena que no debería molestarles. Me iré si lo desean, y gracias por la cena y por dejarme subir aquí.
Hizo el ademán de levantarse y Avalon, que parecía notablemente avergonzado, dijo:
—Madame, es usted enteramente bienvenida aquí y nos gustaría mucho escuchar lo que tiene que decir. No podemos prometer que seremos capaces de ayudarle, pero podemos intentarlo. Estoy seguro de que todos sentimos lo mismo sobre esto. ¿No lo crees, Manny?
Rubin lanzó una mirada oscura hacia Avalon a través de sus gruesas gafas. Su escasa barba tembló y su mentón se levantó, pero dijo en tono completamente apacible:
—Enteramente, madame.
Hubo una corta pausa, y entonces Gonzalo dijo:
—Es nuestra costumbre, señora Lindemann, interrogar a nuestros invitados y bajo las circunstancias me pregunto si le importa que lo haga Henry. Él es nuestro camarero, pero también miembro del grupo.
Henry se quedó sin movimientos por un momento.
—Me temo, señor Gonzalo —dijo—, que…
—Has reclamado el privilegio —dijo Gonzalo— de ser miembro más temprano esta noche, Henry. El privilegio va con sus responsabilidades. Apoya esa botella de brandy, Henry y siéntate. Cualquiera que desee brandy se lo servirá. Aquí, Henry. Toma mi silla —Gonzalo se levantó con resolución y se movió hacia el aparador.
Henry se sentó.
—Madame —dijo Henry a la señora Lindemann calmadamente—, ¿podría pretender estar en el banquillo de los testigos?
La mujer miró alrededor y su aspecto nervioso se disolvió en una breve carcajada.
—Nunca he estado en uno y no estoy segura de saber cómo comportarme allí. Espero que no les importe si estoy nerviosa.
—No, claro, pero no necesita estarlo. Esto será muy informal y sólo estamos ansiosos por ayudarle. Los miembros del club tienen la tendencia a hablar en voz alta y en forma excitada a veces, pero si lo hacen, es solamente una manera y no significa nada. Por favor, primero díganos su nombre.
—Mi nombre —dijo ella con una formalidad ansiosa— es Bárbara Lindemann. Señora Bárbara Lindemann.
—¿Y tiene usted alguna línea particular de trabajo?
—No, señor, estoy retirada. Tengo sesenta y siete años como se puede ver en mi aspecto —y soy viuda. Fui una vez maestra de escuela en una escuela intermedia.
Halsted se agitó.
—Esa es mi profesión, señora Lindemann —dijo—. ¿Qué asignatura impartía usted?
—Mayormente, Historia Americana.
—Ahora, de lo que el señor Gonzalo me ha dicho —dijo Henry—, usted ha sufrido una experiencia desagradable aquí en Nueva York y…
—No, excúseme —interrumpió la señora Lindemann—, fue, en general, una experiencia agradable. Si no lo hubiera sido, me sentiría feliz de poder olvidarla por completo.
—Sí, por supuesto —dijo Henry—, pero estoy bajo la impresión de que usted ha olvidado algunos puntos clave y que le gustaría recordarlos.
—Sí —dijo ella con entusiasmo—. Estoy tan avergonzada de no recordar. Debe hacerme parecer senil, pero fue una cosa muy desusada y atemorizante en cierto modo —al menos en parte— y supongo que esa es mi excusa.
—Creo que entonces será mejor —dijo Henry—, si nos relata lo que sucedió en todos los detalles que pueda y, si no le molesta, alguno de nosotros le hará preguntas mientras lo hace.
—Eso no me molestará, se lo aseguro —dijo la señora Lindemann—. Lo recibiré como una señal de interés.
»Llegué a Nueva York hace nueve días. Iba a visitar a mi sobrina, entre otras cosas, pero no quería quedarme con ella. Eso hubiera sido incómodo para ella y una limitación para mí, de modo que tomé una habitación de hotel.
»Llegué al hotel alrededor de las seis de la tarde del miércoles y después de una corta cena, que fue muy agradable, aunque los precios eran sencillamente espantosos, telefoneé a mi sobrina y arreglé para verla al día siguiente cuando su esposo estuviera en el trabajo y sus hijos en la escuela. Eso nos daría tiempo para nosotras mismas y entonces en la noche podríamos tener un encuentro familiar.
»Por supuesto, no intentaba colgarme de sus cuellos las dos semanas completas que estaría en Nueva York. Intentaba hacer cosas por mis propios medios. De hecho, esa primera noche después de la cena, no tenía nada que hacer en particular y no quería sentarme en mi habitación a ver televisión. De modo que pensé —bueno, toda Manhattan está allí afuera, Bárbara, y has leído sobre ella toda tu vida y la has visto en las películas, y ahora es tu oportunidad de verla en la vida real.
»Pensé que sólo saldría y caminaría por allí por mis propios medios y que miraría los complejos edificios y las luces brillantes y a las personas que pasaban rápidamente. Solamente quería sentir la ciudad, antes que tomar giras organizadas. He hecho eso en otras ciudades en estos últimos años cuando estuve viajando, y siempre lo he disfrutado mucho.
—Usted no tenía temor —dijo Trumbull— de perderse, supongo.
—Oh, no —dijo la señora Lindemann animadamente—. Tengo un excelente sentido de orientación, y aunque me hubiera entretenido mirando y no hubiera notado dónde iba, tenía un mapa de Manhattan y las calles están todas en una grilla rectangular y numeradas —no como Boston o Londres o París, y nunca me perdí en esas ciudades. Además siempre podría tomar un taxi y darle al conductor el nombre de mi hotel. De hecho, estoy segura de que cualquiera me indicaría si lo pidiera.
Rubin emergió de su pozo de desaliento para lanzar una resonante:
—¿En Manhattan? ¡Ha!
—Por cierto, ¿por qué? —dijo la señora Lindemann con calmo reproche—. Siempre escuché que los residentes en Manhattan son poco amigables, pero no lo encontré así. He sido receptora de varias gentilezas —sin ser la menor de ellas la manera en que ustedes caballeros me habéis recibido aun cuando soy bastante extraña a todos.
Rubin encontró necesario quedarse mirando fijamente sus uñas.