Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Detrás de una nube de humo de cigarrillo, Drake dijo:
—Ustedes están olvidando un punto. La señora Lindemann dijo que no era sólo el nombre que encajaba con la dirección, sino lo que el joven respondió; o sea, en el lugar del rescate. ¿Qué fue lo que respondió?
—”Es todo tan confuso” —dijo la señora Lindemann.
—Usted dijo que le habló con dureza a los matones. ¿Puede repetir lo que les dijo?
La señora Lindemann se ruborizó.
—Puedo repetir algo de lo que les dijo, pero creo que no quiero. El joven se excusó por ello más tarde. Dijo que a menos que utilizara lenguaje grosero esos matones no se habrían impresionado ni se hubieran dispersado. Además, sé que no pude haber hecho referencia a eso.
—Eso muerde el polvo entonces —dijo Drake pensativo—. ¿Ha pensado en un aviso? Ya sabe, “¿Puede el joven que ayudó a una dama en desgracia…?”, y todo eso.
—He pensado en eso —dijo la señora Lindemann— pero sería terrible. Puede no verlo él, pero algunos impostores podrían llegar a reclamar. Realmente, esto es tan terrible.
Avalon parecía afligido, y se volvió hacia Henry.
—Bueno, Henry —dijo—, ¿se te ocurre algo?
—No estoy seguro… —dijo—. Señora Lindemann, usted dijo que para el momento en que tomó el taxi era tarde en el reloj pero no en su interior. ¿Significa eso que usted llegó desde la Costa Oeste por avión, de modo que su percepción del tiempo era tres horas más temprano que la del reloj?
—Sí, lo hice —dijo la señora Lindemann.
—Tal vez desde Portland, ¿o no tan lejos de allí? —preguntó Henry.
—Vaya, sí, de las afueras de Portland. ¿Lo había mencionado?
—No, no lo había hecho —interrumpió Trumbull—. ¿Cómo lo supiste, Henry?
—Porque se me ocurrió, señor —dijo Henry—, que el nombre del joven era Eugene, el que es el nombre de una ciudad a sólo cien millas al sur de Portland.
La señora Lindemann se levantó, con los ojos abiertos de par en par.
—¡Por el cielo! ¡El nombre era Eugene! Pero es maravilloso ¿Cómo pudo adivinarlo?
—El señor Rubin señaló —dijo Henry— que la dirección tenía que ser en el centro de Manhattan o en el West Side. El Dr. Drake señaló su referencia sobre lo que el joven dijo en la escena del rescate y recordé que usted le había informado que además del lenguaje grosero que no describió específicamente, le había dicho que era mejor que se fuera antes de que hubiera una batalla.
»El señor Halsted señaló que la dirección tenía que tener alguna significación en la historia americana entonces pensé en la Calle 54 Oeste, ya que es bien conocido el slogan de las elecciones de 1844, “54 a 40 o pelea”, creo. Eso sería de particular significado para la señora Lindemann si fuera del noroeste ya que es pertinente a nuestra disputa con Gran Bretaña por el Territorio de Oregon. Cuando dijo que era de las cercanías de Portland, Oregon, adiviné que el nombre del rescatador era Eugene.
La señora Lindemann se sentó.
—Hasta el día de mi muerte, nunca olvidaré esto. Esa es la dirección. Cómo pude haberla olvidado cuando usted la ha averiguado tan claramente de lo poco que recordaba.
Y entonces se emocionó.
—Pero no es demasiado tarde. Debo ir allí de inmediato. Debo pagarle o pasarle un sobre por debajo de la puerta, o algo.
—¿Reconocería la casa si la viera? —dijo Rubin.
—Oh, sí —dijo la señora Lindemann—. Estoy segura de eso. Y su apartamento 4F. Recuerdo eso. Si conociera su apellido le telefonearía, pero, no, quiero verle otra vez y explicarle.
—Por cierto que usted no puede ir sola, señora Lindemann —dijo suavemente Rubin—. No a ese vecindario en este momento de la noche después de lo que ha pasado. Alguno de nosotros irá con usted. Cuanto menos, iré yo.
—No me gustaría provocarle problemas a usted, señor Rubin —dijo la señora Lindemann.
—Bajo las circunstancias, señora Lindemann —dijo Rubin—, lo considero mi deber.
—Creo que todos le acompañaremos, señora Lindemann —dijo Henry—. Conozco a los Viudos Negros.
Estoy empecinado en mantener a mis Viudos Negros con el mismo formato rígido. He pensado algunas veces en llevarlos de picnic al Central Park, y asistiendo a una enorme convención en masa, o separarlos y ponerlos a cada uno en trabajos de detectivescos con Henry tirando de los hilos por detrás. (Puedo tratar esto último si alguna vez hago una novela de los Viudos Negros, lo que no es un pensamiento que me atraiga). De todos modos, ninguna de estas variantes me suena segura. Una vez que comience a jugar con la fórmula, todo podría desmoronarse.
Y aun con la rigidez del juego, hay algunas reglas que pueden flexibilizarse. ¿Podríamos no haber tenido un invitado femenino a pesar del resistente chauvinismo masculino de las Viudos Negros? ¿Podría una mujer no estar en problemas? Y si los Viudos Negros son Estúpidos con respecto al asunto, seguramente Henry no lo sería.
De modo que deliberadamente me senté a escribir “El Buen Samaritano”. No tenía que hacerlo. Bien podría haber sido un caballero gentil y sencillo el que tuviera el problema con los muchachos de una banda. Pero quería una mujer, aunque sea para ver a Manny teniendo un ataque.
La historia apareció el 10 de setiembre de 1980, en el número de
EQMM.
“The Gilbert and Sullivan Mystery (The Year of the Action)”
—El señor Rupert Murgatroyd —canturreó Geoffrey Avalon—, su ocio y su riqueza; despiadadamente empleados en persecución de brujas…
Estaba regresando del servicio de caballeros y estaba claramente de buen humor. Sus ojos oscuros brillaban y sus formidables cejas se movían en gesto amistoso.
Excepto que “canturreo” no es la palabra correcta a utilizar en conexión con cualquier intento realizado por Avalon en la dirección de una canción. No es que fuera desafinado o demasiado agudo, ya que en ninguna ocasión en la memoria de los Viudos Negros había acertado a una nota lo bastante cerca para poder decir se era desafinada o demasiado alta.
Thomas Trumbull giró sobre sus talones como si le hubieran pinchado alguna parte tierna de su anatomía con una chincheta.
—Jeff, cállate —dijo—. Hace cinco años, cuando hiciste eso por última vez, te dije que cualquier repetición de ese vil sonido induciría en todos una manía homicida, y que yo intentaría alentar a todos a darte un puñetazo.
—Vamos, Tom —dijo Mario Gonzalo, complaciente—, el hombre está en la onda de Gilbert y Sullivan. Pongámosle a hacer algo interesante. Si no dice las letras y sólo la melodía, podemos tratar de adivinar la canción.
—Excepto —dijo James Drake, pensativo—, que sería una causa perdida. Si Jeff hace la melodía de “Yankee Doodle” y luego “Old Man River” no podríamos distinguirlas.
—No creo —dijo Roger Halsted— que el experimento debiera ser intentado sin tapones en los oídos.
Avalon se hubiese elevado, si su constitución natural no lo hubiera colocado en una posición perpetua a setenta y cuatro pulgadas de altura. Su voz, en su natural tono de barítono —cuando hablaba— estaba claramente ofendida.
—No he tenido el propósito de continuar cantando después de salir del servicio de caballeros, y con gusto me detendré. Pero, ¿podría recordarles que como anfitrión del banquete de esta noche estoy en mi derecho de declarar mi permiso de cantar?
—Hacer algo —dijo Trumbull, ásperamente—, que alguien, en algún lugar, en algún momento, en un estado no demasiado próximo a la insensibilidad embriagada puede llamar cantar, sí. De todos modos, eso no incluye lo que tú haces.
Henry, el mejor de los camareros, que había escuchado indiferente mientras terminaba de poner la mesa, levantó la voz, sin que de alguna manera se notara, y dijo:
—Caballeros, por favor, tomen asiento.
Lo hicieron, y Emmanuel Rubin, que estaba conversando con el invitado de la noche de Avalon durante el altercado, condujo ahora al invitado hasta el asiento junto al suyo.
Henry sostuvo la silla para el invitado y dijo:
—Bienvenido a los Viudos Negros, señor Graff.
El invitado levantó la vista con sorpresa.
—¿Usted me conoce?
Era bastante bajo, no mucho más alto que Rubin, con rostro redondo y un bigote generoso como el de una morsa bebé, y cabello gris espeso que le cubría la mayor parte de las orejas.
Asistí a una conferencia suya —dijo Henry— en la Universidad de Nueva York, hace cerca de un año, y la disfruté mucho.
Graff sonrió.
—¿Ves? —le dijo a Rubin—. ¿Quién necesita intelectuales? Con camareros soy grandioso.
—No desprecie a Henry tan fácilmente, Graff —dijo Rubin—. Nosotros los intelectuales nos bronceamos con su resplandeciente gloria.
—Escucha —dijo Graff—. ¿Ustedes hablan de esta manera todo el tiempo? Nunca escuché una pelea así. Ni tampoco sobre algo tan pequeño. Con palabras. Con frases completas. Y díganme Herb.
—Tiene que comprender, Herb —dijo Rubin—, que cada uno de nosotros pasa la mayor parte del tiempo con personas ordinarias. No podemos elegir; no sería justo. Una vez al mes, estamos aquí y nos relajamos.
—Pero usted se oye como si se estuviera volviendo loco. Mire a Jeff Avalon. En un minuto tomará su cuchillo y nos cortará a todos.
—En absoluto —dijo Rubin—. Le doy cinco minutos y estará pontificando. Escuche…
Rubin esperó cinco minutos y entonces, mientras el ganso asado era colocado delante de él, dijo:
—Por supuesto, Jeff, es realmente injusto decir Gilbert y Sullivan. Debería ser Sullivan y Gilbert. En cualquiera de las numerosas parodias de las operetas, las letras de Gilbert son invariablemente cambiadas pero nadie soñaría con cambiar una nota de la música de Sullivan.
—Te equivocas, Manny —dijo Jeff—. Había otros compositores de opereta ligera en el tiempo de Sullivan y después —Offenbach, Strauss, Lehar, Romberg, y otros. Varias melodías de cada uno de ellos vivan. Pero sólo en el caso de Sullivan las melodías son cantadas por personas ordinarias. Nadie conoce las letras —excepto en el caso de Sullivan, porque sólo Sullivan tiene al letrista más grande en idioma inglés trabajando con él.
Su mal humor parecía haberse evaporado.
—Gilbert es uno de los letristas que utilizara la fuerza completa del idioma inglés y el vocabulario completo. Rima “ejecutor” con “lavador”, “reducidor” y “tú-evitas-el-amor”
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. Él…
Rubin se volvió hacia Graff y dijo en voz baja:
—¿Lo ve?
Henry estaba dando la vuelta con la botella de brandy, y Avalon se reanimó. Golpeteando la copa de agua con la cuchara, dijo:
—Caballeros, hemos llegado a la parte importante de la velada. Manny, ya que fuiste la persona que, más temprano esta noche, se abstuvo del innecesario seudo-ingenio a mis expensas, y mostró una extraña y desacostumbrada caballerosidad de comportamiento…
—¿Extraña y desacostumbrada? —dijo Rubin indignado, con la escasa barba temblando—. Si estás intentando que sea un cumplido, maldita sea tu poco graciosa forma de hacerlo.
—Extraña y desacostumbrada es lo que dije —dijo Avalon, altivo—. Y te estoy pidiendo que te hagas cargo del interrogatorio.
—¿Qué interrogatorio? —dijo Graff, y se veía asombrado.
—El periodo de preguntas y respuestas, Herb —dijo Avalon en lo que para él era voz baja—. Te lo dije.
Graff, recordando, asintió.
—¿Puedo preguntarle, Herb —dijo Rubin—, cómo justifica su existencia?
Graff se echó atrás en su asiento y miró con asombro a Rubin por un momento, antes de responder.
—¿Justificar mi existencia? —dijo con un tono un tanto alto—. Escuche, usted se va a la calle y les echa una mirada a las ridículas personas que pasan. ¿Ha entrado en un ascensor y les ha escuchado hablar? Escucha tres cosas. Tres. “¿Qué viste en la televisión anoche?”, “¿Dónde irás de vacaciones?”, y “¿Crees que los Mets ganarán hoy?”. Eso es, si es que pueden hablar. ¿Debería justificar mi existencia? Que ellos justifiquen su existencia, y yo justificaré la mía. No antes.
Rubin asintió.
—Hay algo en lo que usted dice.
Trumbull interrumpió.
—¿Sabes? Jeff tiene razón acerca de ti. ¿Estás seguro de ser Emmanuel Rubin, o eres un doble enviado aquí a ponernos locos con desacostumbrada dulzura?
—Recibí noticias ayer de una muy buena venta de libros en rústica —dijo Rubin—, por lo tanto estoy de buen humor, pero no presumo de ello. Por ejemplo, lo diré cortésmente sólo una vez, y no volveré sobre el tema. Ahora, Herb, poniendo la pregunta de la justificación de su existencia fuera de juicio, ¿qué es lo que hace?
—Soy un maven en películas —dijo Graff.
—¿Un qué? —murmuró Gonzalo.
—Maven —dijo Rubin— es del yidish, por “experto”.
—¿Quiere decir que hace películas? —dijo Gonzalo.
—No realmente —dijo Graff—. Hablo sobre ellas. Tengo, o puedo obtener, casi todas las películas viejas que han sido hechas y mostrarlas, o mostrar partes, y conferencio sobre ellas. A las personas les gusta. Hago viajes de conferencias, especialmente en campus universitarios, y me gano la vida. Henry, dígale a estos señores acerca de mis conferencias.
El rostro sesentón y sin arrugas de Henry cambió brevemente a una sonrisa gentil.
—Fue una velada por cierto entretenida. Creo que la audiencia, en general, lo disfrutó.
—Allí lo tienen —dijo Graff—, un testimonio sincero. Pero lo mismo podría estar haciendo realmente una película, o ayudando a que otro la haga, si tan sólo pudiera imaginarme cómo manejar a los locos.
—¿Qué clase de película? —preguntó Rubin.
—Realmente, Gilbert y Sullivan —dijo Graff, con lo que parecía un rastro de embarazo—. Estuve hablando de eso a Jeff Avalon de camino hacia aquí y eso fue lo que lo puso —deberán perdonar la expresión— en onda musical.
—¿Hay dinero invertido en películas de Gilbert y Sullivan? —preguntó Drake, escéptico—. Pensaría que sólo tiene un pequeño culto de seguidores.
—Más de los que piensa —dijo Graff—, pero tiene razón. No se pueden hacer una extravagancia colosal de ellos. Pero entonces no se tienen que gastar diez millones de dólares. Se puede hacer en pequeña escala. Se ha hecho ya. Kenny Benny cantó Manki-Poo en una versión filmada de The Mikado, y fue cortado en cintas por todos los tipos de D”Oyly Carte que lo patrocinaban. El problema es que no se puede hacer mucho con Gilbert y Sullivan excepto filmar la obra en el escenario. No se puede cambiar la música ni las letras o el argumento, porque tan pronto se cambia algo ya no es Gilbert y Sullivan, y uno no llega a ningún lado. Entonces, si sólo se va a filmar la obra, no se toma ventaja del poder de la cámara y ¿dónde está uno?