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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (41 page)

BOOK: Cruzada
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―¡En este momento pagaría por cualquier cosa que se pareciese en algo a una cama! ―exclamó Sagantha exhibiendo una fatiga quizá exagerada. Los daños causados por la batalla sólo habían dejado camas disponibles en la raya para Amadeo y Ravenna. Sagantha y yo habíamos tenido que dormir en nuestros asientos o en el suelo desde el momento en que habíamos zarpado de Kavatang.

Cenamos con Khalia (y no con toda su familia) la que fue nuestra primera comida propiamente dicha tras dos semanas de alimentarnos con las raciones de supervivencia de la raya. La doctora tenía un gusto muy caro para los vinos y era evidente que no le faltaba dinero para pagarlos. Según la tradición de Thetia, trajo el vino azul al acabar la comida. Llenó dos copas, pero al llegar a la tercera sólo sirvió vino hasta la mitad. Esa última me la dio a mí. ¿Estaba siendo deliberadamente ruda?

―Si bebes más que eso, estarás inconsciente hasta la mañana ―señaló ella, que se alejó para sentarse en el confortable diván del salón principal―. No es muy elegante, pero sé lo fuerte que es el vino azul.

―¿Y cómo sabes que no tolera la bebida? ―preguntó Sagantha―. ¿Tan notables fueron esos pacientes tuyos?

―Permitiré que hagáis vuestras propias conjeturas. Ahora, Cathan, debo confesar mi interés por saber quién es ese hombre que se siente forzado a ocultar su rostro tras una barba tan exagerada. Quiero escuchar tu historia.

―¿Por qué te interesa tanto?

Khalia me dirigió una fría mirada.

―Soy una doctora, una médica según prefieren llamarse a sí mismos los discípulos ahora. He pasado mi vida aliviando las enfermedades de la élite thetiana. Conozco todos los secretos y chismorreos de los últimos treinta; a la gente le resulta difícil ocultarle las cosas a su doctora. Los conozco, pero no los divulgo. Dado que he nacido en Thetia, tuve la oportunidad de dedicarme a la verdadera medicina en lugar de ser tan sólo una comadrona, que es todo lo que se le permite a una mujer en los continentes bárbaros. De hecho, no he ayudado a venir al mundo a muchos niños: la corte tiene sus propias comadronas y nunca fui una de ellas. Ni deseaba serlo. Pero recuerdo muy bien a los pocos niños cuyos partos asistí, en muchos casos más que a mis pacientes adultos. Sólo participé en partos cuando no había nadie más o cuando alguna amiga especial me lo pedía. Hace veintiséis años, una de mis mejores amigas dio a luz durante una noche en la que todo, pero todo, salió mal. En el palacio reinaba el caos, había guardias por todas partes y su majestad imperial iba de aquí para allá como una gaviota atrapada, tan indeciso como siempre. Hubiese sido un parto perfectamente normal, de no ser porque una de las comadronas había envenenado a la madre.

―¿Envenenado? ―exclamó Sagantha―. Pero ¿y el juramento...?

―El Dominio puede absolver a la gente que no respeta un juramento ―prosiguió Khalia―. Estamos hablando de la corte thetiana, donde todo tiene un precio. En aquel caso, una de las otras comadronas tuvo la sensatez de llamarme y conseguí administrarle a la madre un antídoto. El niño nació sin problemas y, tan pronto como corrió la noticia, una falange de mujeres pertenecientes a una de las órdenes de enfermeras del Dominio marchó hacia el palacio con instrucciones del primado. Debían buscar a la madre. Sólo yo estaba al tanto y me preocupaba el motivo de su llegada. Por eso, en cuanto me echaron de la cámara recurrí directamente al canciller. El furtivo viejo zorro encontró un trozo de papel con la firma del emperador, falsificó un decreto imperial y me acompañó de regreso a la cámara. Nos acompañaron unos pocos soldados, un destacamento de la guardia femenina de la emperatriz y una decena de legionarios de la novena brigada. Todos juntos vaciamos la cámara en unos pocos segundos. Yo ignoraba en qué comadronas podíamos confiar, de modo que me vi forzada a traer el segundo niño al mundo con mis propias manos, rodeada por guardias armadas y con el capellán del palacio aporreando la puerta y maldiciéndonos a todos. Para entonces yo ya había terminado y la madre estaba inconsciente, pero el niño se encontraba bien. Mi responsabilidad estaba con la madre, de modo que le di el niño a una de las guardias y le dije que buscara al canciller Baethelen. Supongo que sabéis lo que ocurrió. Baethelen les mostró la orden imperial a los soldados y les dijo que su misión era asegurar la salud del niño. Se produjo una lucha en los pasillos, pero él huyó y desapareció con el recién nacido. Nunca volví a ver a Baethelen, ni había vuelto a ver al pequeño... hasta ahora.

Khalia me miró fijamente a los ojos.

Desde el principio de su relato yo sabía bien de quién hablaba, pero había evitado con cuidado mencionar algún nombre. Baethelen había pasado ya a la historia, pero no mi madre.

¿Había sido en efecto esa mujer quien me había traído al mundo y había salvado a mi madre durante aquella caótica noche en Selerian Alastre un cuarto de siglo atrás? El Dominio había intentado eliminarme, del mismo modo que a mi tío Aetius. Él había sido criado en Haleth, donde había ascendido de acompañante de la realeza a general, hasta que se le presentó por sí sola la oportunidad y se convirtió en el emperador Aetius.

―¿Comprendes ahora por qué quiero oír tu historia? ―dijo Khalia con un tono algo más amable―. Tu madre sobrevivió pero nunca llegó a conocerte y tu hermano se convirtió en un monstruo. ¿Has llegado a conocerlo?

―Sí ―asentí―. Tú has accedido a sanar algunas de las heridas que él causó.

―No será necesario que le cuente eso a tu madre cuando le escriba. Ya lo sabe.

―¿Te escribes con mi madre? ―exploté, incapaz de esconder la sorpresa que se apoderó de mí.

―Todos los meses. Por eso deseo escuchar tu historia, para poder transmitírsela. Además, a primera vista me pareces bastante racional y humano. Muy diferente de tu hermano.

No me sentía demasiado racional en aquel momento. No después de lo que había sucedido en el juzgado del consejo. Pero si esa mujer se comunicaba de verdad con mi madre, Aurelia, si ella aún estaba viva y se había reunido con su gente como sospechaba Palatina...

―Ya te he ofrecido la mitad de la historia, de manera que me debes más. Sé todo sobre la vida de Orosius. Ahora quiero conocer la tuya, Carausius.

Así que ése era mi verdadero nombre. Siempre me había preguntado cuál era. No podía ser Cathan, ya que ese nombre, que me había asignado Baethelen, no acababa en «us» ni en «tino». ¿Sentía ahora algún placer al conocer esa revelación? El nombre significaba muy poco para mí. Nunca había querido ser un Tar' Conantur y estaba perfectamente conforme con el nombre que había llevado toda la vida.

―Soy Cathan ―sostuve enfrentando su mirada.

―Lo entiendo ―respondió asintiendo―. Prosigue.

Fue extraño y en algún sentido difícil hacer un balance de mi existencia durante un par de horas en compañía de aquel astuto almirante y la serena doctora thetiana perteneciente a otra época. Los sucesos de aquella noche, la misma Selerian Alastre, me parecían tan distantes entonces como la superficie de las lunas. El detalle que Khalia había revelado sin saberlo, que alguien había intentado matar a Aurelia la noche de mi nacimiento, no era en realidad sorprendente. El Dominio solía hacer cosas así.

Y también el consejo, pensé rememorando mi permanencia en la Ciudadela, intentando olvidar lo feliz que había sido allí y la facilidad con la que había creído todo lo que me habían dicho Ukmadorian y sus compañeros. Su historia había resultado ser tan parcial como la del Dominio, y yo me había mostrado tan crédulo como los demás. Quizá eso se debiese a que nos habían cogido cuando todos éramos aún lo bastante jóvenes e idealistas para aceptar sus palabras sin cuestionarlas, fascinados por tener en qué volcar nuestras energías.

No me gustaba contar mi propia historia y salió de mis labios descolorida, vacilante y apresurada. No le dije a Khalia nada sobre mí que el Dominio, o en particular Sarhaddon, no supiesen ya, y me dejé en el tintero muchas cosas. Ella debía de saber lo incómodo que me sentía, pero me dejó seguir.

Algunas cosas eran difíciles de explicar sin decirle quién era Ravenna, algo que no pensaba revelar. Sarhaddon lo sabía, pero no eran muchos más los que estaban al tanto y enterarse sólo le complicaría a Khalia la existencia.

A la doctora le intrigaba la idea sobre las tormentas, pero tras la traición de Memnón en Tehama expliqué tan poco como pude. Sólo mencioné la idea, pues eso era lo que causaba tanto temor al Dominio y a sus aliados en Tehama. Permitir que otra persona lo supiese sólo podía entorpecer sus intentos de silenciarme.

Era muy tarde cuando terminé mi relato, y los tenues sonidos de gritos y risas provenientes del pasillo ya habían desaparecido. Para entonces la mayor parte de los miembros de la familia debían de estar durmiendo (yo también deseaba dormir). En una situación normal la caminata no me habría traído ningún inconveniente, pero tras tanta inactividad forzada en la raya no me encontraba en forma.

―Has sido el más afortunado de tu familia ―concluyó Khalia―. Cuando se tiene un título se pierde el control sobre el propio destino. Cuanto más elevado es el título, menos control tienes, hasta que te designan emperador y descubres que lo has perdido por completo. Tu padre se sintió asfixiado por el poder; nunca debió haber sido emperador. El poder destruyó también a tu hermano. Los Tar' Conantur han sabido qué difícil es estar al mando, sobre todo desde que, a diferencia del resto de Thetia, decidieron perpetuarse mediante matrimonios concertados. Los herederos eran libres de escoger a alguien de su gusto, siempre y cuando perteneciese a Exilio. No había tiempo para los habituales matrimonios entre familiares.

―La realeza tiende a eso, ¿verdad? ―comentó Sagantha con cierto desdén.

―También la nobleza. Preservar la sangre azul es una cosa, pero la cosa cambia si eres consciente de que mantener la costumbre multiplica en tu familia los casos de idiotez. Por cierto que los exiliados han aportado sus propios problemas: la mayor parte de las mujeres de Exilio sólo pueden dar a luz una vez. Nadie conoce el motivo, pero parece que por eso siempre tienen gemelos. Tu abuela, Cathan, fue una de las excepciones, pero es evidente por qué tu familia está tan cerca de extinguirse.

―¿No es eso lo mejor que puede sucederles? Exceptuando al que nos acompaña ―dijo Sagantha.

―No ―sostuvo ella con firmeza―, pero tú, Cathan, tienes la libertad de casarte con quien quieras. De hecho, has tenido la oportunidad de hacer con tu vida más o menos lo que te ha venido en gana.

―Bastante menos que más ―subrayé.

―No te quejes. Nadie ha tenido éxito en su intento de obligarte a aceptar una corona que no deseas. Después de todo, lo ha intentado gente muy tenaz. Aplaudo a cualquiera que haya podido enfrentar a la vez a Ithien, Mauriz y Palatina. Y Palatina era una joven realmente decidida cuando la conocí. Abandoné las prácticas en el palacio después de que Tanais comenzó a enseñarle. Pretendía que ella fuese destinada al ejército, pero según tengo entendido consiguió salirse con la suya incluso frente él.

Eso me sorprendió. No sabía que Tanais tuviese ningún proyecto para ella, aunque, a juzgar por lo que sabía de él, me lo debería haber esperado.

―Tanais ha regresado ―señaló Sagantha―. Lo he oído hace unos meses.

―¿Es información oficial? ―preguntó Khalia.

―No.

―No creo que sea cierto, o me habría enterado. Aún tengo informantes en la corte, aunque no he hecho tantos amigos entre los militares como hubiese sido necesario. El Dominio y ellos son quienes manejan los hilos, pero los sacerdotes son tan aburridos... Pueden resultar interesantes como individuos, pero todos los no thetianos se escandalizaron al encontrar a una mujer en ese cargo. Son realmente ridículos. ―Khalia negó con la cabeza y prosiguió, aunque menos entusiasta―: El nuevo emperador trajo consigo todas sus actitudes bárbaras y apenas quedan mujeres en la corte. Disolvió incluso la guardia de la emperatriz, argumentando que no podía soportar la visión de mujeres con armadura y que al no existir una emperatriz para proteger resultaban innecesarias.

Para tratarse de una doctora retirada, Khalia parecía muy bien relacionada. Debía de haber sido casi una cortesana por mérito propio y sumamente influyente.

Khalia hizo a un lado la copa y se incorporó.

―Habéis pagado vuestro precio. Ya he enviado a alguien para organizar lo que necesitáis. Por eso, caballeros, os recomiendo dormir un poco. Los pescadores parten a primera hora de la mañana y no será una travesía tranquila, eso puedo asegurarlo.

CAPITULO XX

Las gaviotas chillaban sobre nuestras cabezas cuando la flota pesquera zarpó en dirección a la costa sur de Ilthys, todos con los ojos clavados en la proa, observando las verdes aguas más allá de las montañas y bosques de la isla. Desde mi ventajosa posición en el bauprés, para no estorbar el paso de la tripulación, podía ver el lecho marino a través de las transparentes aguas.

Sólo la irregular franja de arenas claras interrumpía el colchón de algas que cubría con delicadeza el fondo a unos diez metros de profundidad. Pude divisar peces grandes, como un joven tiburón blanco buscando comida, pero todas las especies pequeñas estaban escondidas tras la ondeante fronda de las algas. Allí eran muy bajas, pero habíamos escondido la raya debajo de algunas gigantescas, lo bastante altas para cubrir a un hombre.

A estribor pude ver otro navío con sus velas triangulares flameando a la luz brillante del sol, avanzando junto a la costa sin prisa aparente, deteniéndose cada tanto para hacer subir a alguien. Estas zonas pesqueras eran muy ricas, pero las presas mejores debían ser capturadas individualmente en el fondo del mar o atrapadas en caletas, lo que era un esfuerzo demasiado grande para los marinos. De tanto en tanto, cuando las cosas iban bien, los pescadores salían para pasar el día capturando las especies más escurridizas pero a la vez más valiosas que escondían los colchones de algas. La mayor parte del tiempo no valía la pena intentarlo. Sagantha había pagado una suma considerable para que esa tripulación aceptase realizar el viaje. No le pregunté de dónde había sacado el dinero. Supongo que lo habría sacado de los fondos del Anillo de los Ocho o quizá poseyese un vale de alguna familia tanethana que trabajaba en la ciudad.

―Pasaremos muy cerca de esa nave, creo que se llama
Colibrí
―declaró Sagantha, cruzando la cubierta para reunirse conmigo con una red de pesca en las manos. Llevaba una túnica de pescador y sandalias de esparto, muy distintas de sus antiguas galas de virrey. Sin embargo, daba el tipo físico para pasar por un auténtico pescador y sabía lo que hacía; había habido pescadores en la familia de su madre, allá por las islas del sur.

BOOK: Cruzada
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