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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (40 page)

BOOK: Cruzada
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Caminando sin pausa, avanzábamos ahora hacia el valle situado debajo de la ciudad. Un acueducto enlazaba el hueco en uno de los lados: una elegante serie de arcos proveyendo agua de los manantiales de la montaña. Pese a todo, el camino seguía en general los accidentes del terreno.

―Lo vi en una ocasión en Ral Turnar, cuando no era más que un agregado diplomático. Parecía el típico thetiano, demasiado arrogante para ser útil.

―¿De veras somos tan malos?

―¿Cuándo comenzaste a considerarte thetiano?

―Pasé tres años en Thetia, aunque sólo fue en un castillo lleno de académicos del clan Polinskarn.

―Ser thetiano es un estado de ánimo ―citó Sagantha. No recordé entonces quién lo había dicho o escrito. Sus siguientes palabras no procedían, sin embargo, de ningún poeta thetiano―: Los haletitas creen que son el pueblo elegido de Dios, aunque nunca se muestran seguros del todo. Los thetianos
saben
que son los elegidos. Les encanta subrayarle a cualquiera que vivían en ciudades con agua corriente cuando el resto del mundo todavía no construía cabañas. Como sea, sólo los thetianos se permiten pasar por alto a Tuonetar y Taneth.

Su tono era mucho más amargo y desdeñoso de lo que sus palabras podían sugerir. Lo comprendía. Los thetianos habían abandonado al Archipiélago a su suerte durante la cruzada.

Ahora, a medida que nos aproximábamos al único portal de guardia de Ilthys, pensé en Ithien y en la ciudad que había gobernado, un sitio que no me había imaginado que volvería a ver. Nos acercábamos al portal. Las casas a uno y otro lado del camino tenían paredes cada vez más gruesas y habían añadido recientemente una garita. Cuatro hombres estaban custodiando la entrada, más de los que yo esperaba.

Fueran los que fuesen, los marinos thetianos de servicio sólo nos formularon las preguntas de rigor y constataron que no llevásemos armas antes de dejarnos pasar.

El camino ascendía un poco antes de alcanzar por fin el nivel normal de las calles. Se iniciaba allí una ancha avenida flanqueada por casas encaladas que llevaba hasta el ágora, el centro de los pueblos thetianos o del Archipiélago.

Supongo que, debido a las dos semanas que había pasado allí durante nuestro desgraciado viaje a Tandaris, conocía Ilthys mejor que otra ciudad del Archipiélago. Sus antiguas calles, con plantas y fuentes, eran reliquias de un tiempo anterior al Dominio y no parecían haber cambiado demasiado desde mi visita anterior. Los muros estaban aún cubiertos de clemátides y de plantas trepadoras tropicales que formaban arcos sobre la entrada de los pequeños patios. Atravesamos una pequeña plaza que recordaba, donde algunas ancianas conversaban sentadas en un banco de piedra mientras un gato cazaba una hoja sobre las piedras. Quizá esas mujeres estuviesen allí desde mi partida... Había cosas que parecían eternas.

―¿La casa de Khalia se encuentra en el punto más alejado de la costa, verdad? ―preguntó Sagantha. Enfrente de nosotros estaba el ágora y contemplé con detalle la fachada de su templo―. No estoy seguro de cuál es el mejor camino. Quizá doblando a la derecha.

Giuliana, la discípula de Khalia, nos había indicado cómo llegar, pero sus instrucciones eran muy vagas. La joven había estudiado con Khalia en Thetia y había visitado Ilthys sólo en una ocasión.

Ninguno de nosotros deseaba entrar en el templo, de modo que lo esquivamos cogiendo una estrecha calle que salía del ágora y que resultaba más angosta todavía debido a las ánforas que había en una de sus aceras, apoyadas contra el muro.

Conseguimos evitar el templo, pero sólo tras caminar varios minutos me percaté de que tendríamos que pasar por delante del palacio del gobernador. Debimos haber dado la vuelta por el otro lado.

De todos modos, nadie nos prestó la menor atención cuando avanzamos enérgicamente cruzando otra gran plaza por delante del palacio, que parecía ahora desproporcionado pues se habían elevado las murallas protectoras y se le había añadido una torre de vigilancia a su portal. Varios marinos observaban desde allí, pero no se molestaban en detener a los transeúntes, pues en una ciudad de veinte mil habitantes no había forma de diferenciar a ciudadanos de extranjeros.

De algún modo yo había adquirido la peculiar idea, la sensación omnipresente de resaltar siempre demasiado, de quedar en evidencia. Todavía no conseguía caminar ante un sacrus o un inquisidor sin que se apoderase de mí una profunda incomodidad, como si llevase un cartel clamando mi herejía.

El sol tocaba el horizonte cuando alcanzamos el límite costero de la ciudad. En pocos minutos estaría oscuro y las linternas de leños que iluminaban las calles ya habían sido encendidas. Ilthys era el lugar más thetiano, exceptuando la propia Thetia, y poseía toda la gama de servicios desarrollados por los thetianos, desde la iluminación hasta un considerable teatro de la ópera y un anfiteatro a cielo abierto.

―Giuliana me dijo que es saliendo de un patio, justo por aquí ―afirmó Sagantha con la mirada puesta en el lado derecho de la calle―. ¿Aquello es una entrada? No, no lo es. Ya sabes, tampoco Engare tiene el menor sentido de la orientación. Es un buen doctor, pero dale un mapa y no sabrá qué hacer con él. Quizá sea algo propio de su profesión.

―¿Engare estaba en el
Meridian
cuando lo destruiste? ―pregunté. Sagantha se había referido al médico en tiempo presente.

―No, por fortuna. Es uno de los pocos oficiales del consejo a quienes puedo tolerar. Engare estaba aún en la fortaleza, buscando a los prisioneros.

Anduvimos un poco más, pasando por delante de casas cuyas luces empezaban a encenderse. De una taberna con la fachada decorada en blanco y negro salía un intenso aroma a comida. Subiendo unos escalones había un letrero de madera informando a los clientes de que poseía una terraza que daba al mar.

Justo pasado el restaurante, el camino doblaba bruscamente hacia la izquierda, pero seguimos en línea recta por un pequeño pasaje en dirección a un largo y estrecho patio encalado que tenía en el centro un par de matas de adelfa. Un grupo de niños jugaba con caballos de madera junto a la fuente.

―¿Qué queréis? ―inquirió uno de ellos al vernos. Los otros observaban mudos algo detrás.

―Khalia Mezzarro ―dijo Sagantha―. La médica thetiana.

―¿Os espera? ―preguntó una niña―. No le gusta que la molesten.

―Tenemos un mensaje para ella, de un viejo amigo. ¿Dónde podemos encontrarla?

Los niños todavía discutían ruidosamente cuando se abrió ante nosotros la mitad de una puerta doble y el patio se inundó de luz. Apareció una mujer con una blusa entallada y pantalones. Su cabello plateado estaba cortado con elegancia.

―¿Quiénes sois? ―dijo.

―¿Eres Khalia Mezzaro? Nos ha enviado aquí una discípula suya, Giuliana Barrati. Es un asunto privado.

La mujer hizo una breve pausa.

―Soy Khalia ―dijo después.

―¿Cómo podemos estar seguros?

―No podéis. Tendréis que confiar en mi palabra. ¿Cómo está Giuliana? ¿Disfruta de su exilio en las islas Ilahi entre tantos pescadores?

―No ―respondió Sagantha―. Es la única doctora de la isla desde que el Dominio arrestó a todos los demás y le cuesta mucho cumplir con todo.

―Se las arreglará ―sostuvo Khalia―. Es culpa suya, por ofrecerse voluntaria. Le dije que una zona de guerra no sería grata. Entrad.

Nos condujo hacia el salón principal, donde dos niños un poco mayores conversaban entre sí colgándose de la barandilla de la escalera. Ella les dirigió una mirada reprobadora, les dijo que no dañaran la madera de la baranda y nos llevó arriba.

El edificio era un laberinto de escaleras y pequeños pasajes, ruidoso y sumamente vital, colmado de gente, que me recordó con cierta nostalgia a mi propia familia en Lepidor. Como mi padre era presidente del clan, la casa era todavía más grande, pero mi familia ya era de por sí numerosa y yo, a diferencia de las costumbres del Archipiélago, me había criado rodeado por decenas de personas. Algunas cosas no cambiaban.

El piso de Khalia estaba una planta más arriba. Era espacioso y miraba al mar hacia el sudeste. A juzgar por el olor a comida, demasiado fuerte para venir del comedor, debíamos de encontrarnos junto al restaurante.

Estaba oscuro cuando entramos, pero cuando ella encendió las luces me percaté de que el piso era más espacioso de lo que había pensado, con dos habitaciones separadas por una bóveda y una puerta lateral comunicada con el exterior. Su decoración era escasa pero elegante, al estilo thetiano.

―Entonces decidme vuestros nombres antes de proseguir ―sugirió, pero luego se detuvo y me miró.

―Di «Selerian» ―me ordenó en el mismo tono de voz que hubiese empleado con un paciente, y me pidió que me quitase la ropa para examinar una herida.

Con repentina inseguridad, obedecí y añadí que me llamaba Cathan.

―¿Qué sucede? ―exigió saber Sagantha.

―Nada en particular ―aseguró la doctora encogiéndose de hombros. Luego retrocedió unos pasos sobre una suntuosa alfombra verde, inclinó levemente la cabeza hacia un lado, del mismo modo que a veces lo hacía Ravenna, y preguntó―: ¿Qué mensaje me habéis traído?

―No es un mensaje estrictamente ―admitió con calma Sagantha―. Tenemos dos amigos heridos que necesitan permanecer de incógnito. Ambos han vivido experiencias bastante desagradables. Giuliana fue la única doctora que pudimos encontrar en Qalathar y ella misma estaba huyendo del Dominio, de modo que no pudo atendernos de forma apropiada.

Khalia nos dedicó una segunda mirada.

―¿Dónde están ellos? ¿En la ciudad?

―No. Los hemos dejado en una raya a unos veinticinco kilómetros. No estaban en condiciones de caminar hasta aquí.

―En ese caso será difícil trasladarlos a algún sitio donde pueda atenderlos. Parece sorprenderos que haya aceptado hacerlo... Soy... fui una doctora profesional, pero doctora de la corte. Permitidme recordaros que antes de dictar cátedra en la Universidad de Selerian Alastre trabajé para varias personas notables, siempre por honorarios considerables.

―¿Es decir que nos cobrarás? ―indagó Sagantha con cautela―. Necesitaríamos tiempo para encontrar el dinero.

―Necesitaríais tiempo, pero lo que yo os estoy pidiendo es una historia, no dinero ―dijo Khalia―. Todavía cuido de los ricos y famosos de Ilthys: el gobernador, el antiguo gobernador, el eventual sacerdote, los ricos comerciantes... Con eso quiero decir que me las compongo bastante bien por mí misma. No es un mal retiro y además sigo con mi cátedra. No necesito vuestro dinero, pero, por otra parte, tenéis cosas que contar, y uno de vosotros tiene una historia en especial que ardo en deseos de escuchar.

Miré a Sagantha, preguntándome qué pensaría de todo aquello. Se había dejado crecer una barba que ocultaba en parte sus facciones y lo volvía menos reconocible, pero que a la vez hacía más difícil leer sus expresiones (no porque antes me resultase muy sencillo leerlas).

―Me parece que no tenemos elección ―opinó Sagantha dirigiéndose a mí―. No en el estado que se encuentra Ravenna.

Estuve de acuerdo: sólo acompañarla en sus padecimientos me había destrozado los nervios. Ravenna era una enferma terrible y rehusaba incluso admitir que las costillas rotas limitasen en lo más mínimo su movilidad. No había aceptado ninguno de nuestros cuidados, como si no estuviese incapacitada en absoluto. Por fin había reconocido que debía ver a un doctor. Estaba preocupado por ella desde que la atendió Engare. Si las heridas internas eran tan profundas, ¿quién sabe qué otros problemas podría sufrir?

Khalia se volvió todavía más brusca y resuelta, interrogándonos con detalle sobre los dos pacientes, su edad, condición, cuáles pensábamos que eran sus heridas, qué las había ocasionado. Escribió con velocidad nuestras respuestas en una tablilla de cera, acercándose a una lámpara para ver mejor.

―En lo que respecta al hombre, han pasado unas dos semanas desde que sufrió las primeras torturas, por lo que no debería sufrir nada que amenace su vida; si sus heridas no se han infectado todavía, es poco probable que se suceda ahora. Supongo que sólo deberé someterlo a una limpieza exhaustiva. La mujer, en cambio, tendrá que descansar y ser controlada. Eso implica que deberéis traerla aquí.

―No podemos dejar la raya en el puerto ―objetó Sagantha―. La robamos de un buque insignia imperial y llama demasiado la atención.

―Me proporcionas estas pequeñas perlas con mucha habilidad ―comentó Khalia―. ¿Hay alguna otra cosa que deba saber?

―Aquí hay personas que podrían reconocer nuestras caras.

―Claro que sí ―afirmó ella con ironía―. El único motivo sensato por el que puedes dejarte crecer esa barba es que intentes ocultarte de alguien. Ahora, no hay manera de hacer nada hasta mañana. Los portales se cierran al anochecer. No es que sea necesario cerrarlos, al menos no en esta isla, pero el nuevo gobernador insiste en ello.

―¿Y la flota pesquera nocturna?

―No os ayudarán. No a menos que seas Ithien Eirillia disfrazado. Mantienen una absurda lealtad hacia ese hombre. Quizá sea por su encanto personal o quizá por algunos favores que les hizo mientras estuvo aquí. En todo caso, navegan hacia el sudeste y vosotros debéis ir hacia el oeste. No. Los que podrían ayudarnos son los pescadores diurnos y tengo algunos conocidos entre ellos.

―¿Te merecen confianza suficiente para cargar a alguien en camilla por toda la ciudad? ―preguntó Sagantha con incredulidad―. Eso es difícil de creer.

―¿En camilla? ―dudé, ignorando si Sagantha había perdido el juicio―. ¿Pretendes que Ravenna sea trasladada por la ciudad en una camilla? ¿Cuánto hace que la conoces?

―Hará lo que yo le diga ―afirmó Khalia, terminante.

―Eso espero ―repuse―. Ravenna debe de estar preocupada. No esperábamos tardar tanto.

―Traerla ahora implica demasiado riesgo. Si alguien os descubriese, seguiría el rastro hasta aquí y me complicaría la vida.

¿Podíamos dejarlo para el día siguiente? No me preocupaba una eventual huida de Amadeo, pero ¿qué sucedería si hubiese cualquier otro problema? ¿Algo que no hubiésemos calculado, como un nuevo desperfecto en la tan dañada raya? Ya estaba bastante maltrecha después de atravesar tres mil doscientos kilómetros de océano tras la batalla con el
Meridian.

―No tenemos opción ―sostuvo Khalia―. Buscaré una habitación de huéspedes para que podáis dormir, y disfrutaréis de la hospitalidad de mi familia. Pasada la noche, deberéis pagar por vuestro alojamiento. Son tiempos duros y el comercio va lo bastante mal para que la gente necesite todo el dinero que pueda obtener. No dudo que alguno de vosotros posee una considerable cantidad de dinero a su disposición.

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