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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (43 page)

BOOK: Cruzada
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¿Podría enredarlo de algún modo en las algas el tiempo suficiente para escapar? No, no había tantas algas y no me daría tiempo.

De hecho, el tiempo ya se estaba acabando. La criatura no hacía más que esperar un movimiento mío, cualquier gesto que le permitiese vencerme con facilidad.

Aún estaba pensando cuando empezó a mover las aletas y se lanzó hacia adelante. Horrorizado, lo único que atiné a hacer fue nadar otra vez hacia arriba para quitarme de la línea de su embestida.

Un dolor penetrante se apoderó de mi tobillo. No había sido lo bastante veloz. Sacudí la pierna hacia adelante con espanto y descendí buscando el cuello de la criatura. Sus dimensiones eran demasiado grandes para caber a través del canal, de modo que tenía que moverse con lentitud, por encima del agua. Su piel era increíblemente abrasiva y raspó mis brazos cuando trepé sobre su cuello, pero por un momento estuve seguro: el leviatán no era lo bastante flexible para alcanzarme allí con aquellos malditos dientes.

Mientras la criatura volvía a retroceder, divisé en las aguas una nube de mi propia sangre. Apenas un par de segundos más tarde volvía a estar en mar abierto, retorciéndose hacia un lado, casi en círculo. Doblaba su cuello tanto como podía intentando morderme, pero no lo consiguió. Todos sus movimientos, sin embargo, me causaron nuevas raspaduras en los brazos.

Vi la silueta de otros peces en el agua, pequeñas formas plateadas que por un instante parecieron ser pirañas. Tras nadar graciosamente volvieron a alejarse y sentí un enorme alivio. De ser pirañas, pasado un tiempo se habrían acercado, y no había modo de enfrentarme a ellas. Pequeñas y sanguinarias, podían desgarrar a un ser herido en cuestión de minutos. Hubiese sido para ellas un plato fácil.

El leviatán se irguió y volvió a avanzar hacia las rocas moviendo las aletas con un ritmo lento y deliberado. Se contorsionaba, girando el cuello hacia los costados y luego enderezándolo hasta ponerlo a la misma altura del resto del cuerpo.

Me di cuenta demasiado tarde de lo que intentaba hacer y salté de su cuello apenas a tiempo para caer lejos de él y de las rocas, esquivando por poco un golpe de sus aletas traseras.

Mientras el leviatán empezaba a nadar en círculos sobre el lecho de algas, yo escalé las rocas, pero o bien la breve lucha había agotado por completo mis energías o subirlas requería un esfuerzo mayor del que calculé. De pronto sentí como si intentase nadar en melaza.

Entonces, sin nada que me hiciese advertirlo, vi una sombra sobre el lecho de algas y un arpón se deslizó en el agua en dirección al leviatán como si fuese a cámara lenta. En el último momento, la criatura nadó haciéndose a un lado. Para mi alivio, se alejó hacia aguas más profundas en lugar de seguir acercándose a mí.

El pescador se acercó en seguida, ¿o era una pescadora? No me encontraba en un buen ángulo para distinguirlo. Todavía me impresionaba lo que acababa de suceder, pero un momento más tarde me percaté de que era una mujer con un extraño casco que le cubría medio rostro. En teoría, una protección contra mordeduras, aunque no parecía demasiado útil si protegía sólo la cabeza.

Guardó con cuidado el arpón en su cinturón, salpicando un poco de agua en el proceso, y me hizo gestos de que saliese del agua. Ya no parecía ser tan complicado como antes y, un instante después, emergía a la luz del sol intentando ignorar el punzante dolor de mi pierna.

La persecución me había llevado un poco más cerca del barco, que seguía anclado en el mismo sitio, aunque ahora una de las plataformas estaba de lado mientras subían a cubierta el cuerpo de un pez colosal.

―¿Puedes nadar esa distancia? ―preguntó ella.

―Por supuesto. ¿Y las pirañas? ―indagué.

―Tendremos que arriesgarnos ―respondió ella sonriendo mientras miraba alrededor―. Si no, deberemos esperar a que acaben con esa plataforma.

―La mía ha de estar en algún sitio por aquí.

―No, ya han regresado. Pareces extrañamente desarmado para ser un pescador.

La miré con atención.

―Tú no eres tripulante del
Estela Blanca...

Ella negó con la cabeza mientras nos acercábamos al navío.

―No. Estaba pescando un tiburón cerca de las tierras centrales y no me di cuenta de que vuestro buque había anclado en la bahía hasta que os tuve casi encima.

No dijo nada más hasta que llegamos al lado del navío y trepé por la escalerilla de soga, frunciendo el entrecejo ante el olor de entrañas y sangre de pescado. Habían capturado un tiburón, que se erguía en el aparejo donde había sido colgado de unos garfios para drenar su sangre.

El capitán se me acercó tan pronto como llegué a bordo.

―¿Qué te sucedió? ¿Quién es ella? ¿Estaba en la raya?

―Me perdí ―sostuvo la mujer con frialdad―. Y él estaba siendo atacado por un leviatán. Sugiero que en el futuro consigáis disfraces mejores y más convincentes.

―¿A qué barco perteneces? ―preguntó el capitán con desconfianza.

―Al
Manatí.
Está anclado en la bahía contigua.

Mientras hablaba oí un grito proveniente de proa y me volví para ver. La raya estaba emergiendo a pocos metros del lado del navío, imposible de divisar desde mar adentro, pero visible para la mujer del casco.

―Ése es un pez muy interesante ―comentó―. ¿Capturas muchos de ésos?

El rostro del capitán adquirió una expresión severa y fue hacia sus hombres. Dos de ellos se acercaban con las manos en la empuñadura de sus cuchillos.

―¿Quién eres tú? ―contraatacó el capitán volviendo con nosotros―. Si perteneces a la tripulación del
Manatí,
haces trabajos de espionaje para alguien.

―¿Y por qué habrían de preocuparte los espías? ¿Quizá porque estáis haciendo contrabando, llevando a cabo operaciones ilícitas sin permiso? ―respondió ella.

Los marinos se miraron con incomodidad entre sí y se les unió un tercero que llevaba en la mano un enorme anzuelo.

―Si tuviese permiso, no sería exactamente una operación ilícita, ¿no es cierto? ―replicó, burlón, el capitán. Ahora todos los ojos estaban clavados en el pequeño grupo―. ¿Esperas que le pida permiso al gobernador para todo lo que haga?

―No sería un mal comienzo ―señaló ella.

Parecía plena de confianza. Retrocedí unos pasos y eché una mirada al mar abierto para comprobar que no se acercase ningún buque. Luego bajé los ojos para inspeccionar el agua que rodeaba el lado del
Estela Blanca.

Por un momento no estuve seguro de si estaba viendo algas flotantes o figuras en movimiento, pero entonces alguien nadó rodeando el borde de un banco de arena y constaté que eran hombres, todos buceando en dirección a nosotros.

―¡Tenemos compañía, capitán! ―grité y percibí cierta desilusión en el rostro de la mujer, pero no tuve tiempo de reflexionar al respecto―. ¡Impedid el abordaje!

Uno de los hombres se asomó a la barandilla y desenvainó su cuchillo.

―¡Tiene razón! ¡Vienen muchos!

―¡Coged las armas! ―ordenó―. Atadla, podremos utilizarla como rehén.

Pero la mujer era demasiado rápida para él, ya se había alejado con desdeñosa facilidad y se había situado en el lado opuesto, blandiendo su propio cuchillo.

―Somos demasiados para que pueda vencernos, capitán ―dijo ella.

―Deliras si piensas que abordaréis mi nave ―afirmó él y avanzó hacia la mujer cuchillo en mano. Otro me dio un cuchillo mientras sus compañeros se apresuraban a coger los arpones.

Conté al menos ocho hombres de mi lado, quizá más, pero no pude ver cuántos había del otro. Apenas siete de los tripulantes del
Estela Blanca
estaban en cubierta en aquel momento: otros cuatro aún permanecían en las balsas, mientras que Sagantha y Ravenna debían de encontrarse todavía dentro de la raya. Nos superaban en número con mucho.

―¡Retroceded o dispararemos! ―gritó el capitán cuando los primeros buzos empezaron a salir a la superficie al lado del
Estela Blanca.

El primero de ellos se apartó. Llevaba puesto un casco similar al de la mujer y entre otras armas tenía un arco colgado de la espalda.

―Rendíos en nombre del gobernador ―exigió―. No os haremos ningún daño.

―¿Por qué clase de idiota me tomas? Todos saben lo oscuras que son las prisiones del emperador.

Pero el sujeto no respondió. Su réplica provino de la popa, donde tres figuras acababan de trepar la barandilla y nos miraban ahora cara a cara en cubierta. Dos de ellos vestían ropas con el azul de la realeza que caracterizaba a la marina imperial. Habían colocado flechas en sus arcos y apuntaban al capitán. El del medio parecía llevar algún tipo de armadura, aunque no sabía cómo habría podido nadar con ella. También llevaba casco y algo en él me resultaba familiar.

―Y nadie lo sabe mejor que el propio emperador en persona ―dijo cruzando los brazos y recorriendo de arriba abajo con mirada glacial el cuerpo del capitán, que había palidecido por completo―. Te advertí que no volvieras a romper las reglas, pero te has negado a escuchar. Cualquiera que crea que gobierna estas islas se equivoca. El único gobernante soy yo, y me darás una explicación
de inmediato.

CAPITULO XXI

Por un segundo, el capitán permaneció en silencio, mirando temeroso hacia la figura con armadura que acababa de salir de la bahía. Los invasores aprovecharon la pausa para controlar todos los lados del navío, pero cuando el primero de ellos trepó gateando por la borda yo ya me había colocado delante del capitán, protegiéndolo.

―¡Este hombre defiende los intereses de la faraona, Ithien! ―exclamé―. ¡Y los míos! ¿Es ése modo de tratar a tus viejos amigos?

El ex gobernador de Ilthys indicó a sus hombres que bajasen las armas y rodeó el timón saltando hasta la cubierta principal en lugar de emplear la escalerilla.

―¡Lo has logrado! ¡Por el amor de Thetis! ¿Qué sucedió? ―preguntó, entusiasta, y luego hizo una pausa―. Parece que hayas madurado más desde que te vi en el lago.

―Me llevará un tiempo contártelo todo ―respondí, apenas capaz de contener el deseo de saltar de pura alegría.

Ithien se quitó el casco y se lo dio a uno de sus compañeros (otra mujer, lo que no me sorprendió en absoluto). Un momento después la reconocí, me di cuenta de quién era.

―¡Palatina! ―dije casi sin creerlo. Parecía algo mayor, pero su rostro, su pelo, extrañamente claro para una thetiana, y su expresión no habían cambiado.

Nos abrazamos con fuerza. Éramos los únicos miembros de nuestra familia aún con vida y también viejos amigos. ¡Por Thetis, era maravilloso volver a verla! Ithien había cumplido su promesa, aunque quizá ni él mismo pensase que lo haría tan pronto.

―Espléndido encuentro, en todo caso ―dijo él con una amplia sonrisa―. Perdonad nuestra intrusión.

―¿Por qué habéis venido? ―pregunté, todavía recuperándome de la sorpresa de ver a Palatina.

―Me enteré de que alguien había alquilado esta nave durante el día. No podía saber que eras tú ―explicó Ithien y negó con la cabeza mirando a su alrededor―. ¡Por todos los dioses, Cathan, pensamos que nunca volveríamos a verte!

―¡Estuve cerca de que eso sucediera! ―exclamé, sin deseos de que pasara mi euforia―. ¿Puedo contároslo más tarde?

―Por supuesto. Cenarás en palacio esta noche.

―¡Todavía vive en los viejos tiempos! ―comentó uno de sus compañeros alzando las cejas.

―Deja de ser tan prosaico ―lo amonestó Ithien―. ¡Siempre tienes que subrayar los errores!

―Alguien debe hacerlo. A propósito, ¿qué haremos con la raya?

―Hay personas heridas a bordo ―informé―. íbamos a llevarlas a la ciudad para que fuesen atendidas.

―Tenemos una especie de médico... ―comenzó, pero lo interrumpí.

―No quiero una especie de médico.

―Ah, eso quiere decir que has encontrado a Khalia ―repuso Ithien―. Si alguien puede ayudaros, es ella, pero rehúsa cooperar conmigo. Dice que nuestros asuntos no le interesan, pero eso no es cierto.

―Sanar a un herido no equivale a participar en una rebelión.

―En su tiempo hizo mucho más que implicarse en intrigas. No permitas que su amable aspecto te engañe. Es astuta y despiadada cuando se lo propone.

Se volvió hacia el hombre que acababa de hablar.

―Cadmos ―le dijo―, necesitamos llevarlos a casa de Khalia. ¿Cuántos heridos me has dicho que eran?

―Dos. Pueden caminar, pero no un trecho muy largo ni subir de ningún modo la colina hacia Ilthys. Khalia dijo que deben estar en un sitio donde pueda atenderlos personalmente.

Ithien me pidió que le explicase la propuesta de la doctora y cuando concluí negó con la cabeza.

―Implica demasiado riesgo. Tenía que haberse puesto en contacto conmigo.

―¿Y cómo habría podido hacerlo a tiempo para esta mañana? ―objeté―. Hubieses tenido que confirmarlo y trazar un plan, lo que nos habría obligado a perder otro día.

―Puedo actuar con más rapidez de lo que piensas. ¿Cómo crees que llegué aquí tan pronto? No, tengo una idea mejor. Entrarán en la ciudad como si hubiesen sido enviados para su tratamiento por alguna familia de una isla lejana. El gobernador no tiene forma de confirmarlo y al avarca le gusta pensar que sabe todo lo que sucede, aunque no sea así. ¿Cómo podría, rodeado de una treintena de sacri y tres inquisidores? Ya no necesita saber tanto. Ilthys es la provincia más pacífica y obediente de todo el Archipiélago.

Pronunció las últimas palabras suavemente, con la intención de que sonasen artificiales y afectadas. Aunque yo no supiese tanto, no podía creer que el Dominio ignorase por completo la existencia de grupos tan organizados y bien entrenados como el de Ithien. Al menos, como el de ahora, pero deduje que hasta no hacía mucho tiempo había sido el grupo de Cadmos. Y, sin embargo, el Dominio nunca hubiese tolerado su existencia de haberlo sabido.

―Me parece una buena idea ―acepté―, pero deberías contarles el plan a los demás.

―Eres un buen republicano ―admitió con una sonrisa algo más suave, y luego se volvió antes de que tuviese tiempo de responderle―. Cadmos, ve a por la raya.

―Quizá sea mejor que yo hable con ellos ―volví a interrumpirlo―. Ya los has asustado bastante.

Pareció sorprendido cuando se volvió hacia mí, pero avancé hasta la proa sin esperar a que me respondiese y me zambullí otra vez en el agua. Sagantha había vuelto a sumergir la raya y la había dispuesto de cara a la bahía, lista para huir si era necesario. Sólo volvió a salir a la superficie después de que buceé a su alrededor subiendo los pulgares para indicarle que todo estaba bien.

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