―Y sin embargo la gente lo hacía, de un modo u otro; el mundo estaba deshabitado en su mayor parte.
―Quizá fuesen los habitantes de Tuonetar. Recuerdo haber leído que ellos ya contaban con naves cuando nosotros empezábamos a desarrollar las mantas. Claro que ellos tenían a su disposición toda Turia con sus yacimientos de metales y sus bosques. No hace allí tanto calor como aquí y la capa de hielo debió de ser mucho más pequeña si pudieron construir ciudades en esa zona.
―¡Sólo los Cielos saben cómo pudo alguien vivir aquí antes de las tormentas y mucho menos construir imperios!
En la actualidad, el tiempo era apenas cálido y jamás sofocante. Un calor maravilloso, que era inusual durante mi infancia en Océanus; un calor al que ya me había acostumbrado tras tantos años en el Archipiélago.
―Quizá debamos agradecerle algo a Tuonetar ―comentó Vespasia y fue a buscar la calabaza con agua que habíamos guardado en el sitio más fresco que pudimos encontrar. Luego regresó y me ofreció un trago. Bebí con satisfacción y se la pasé nuevamente.
―Preferiría no tener nada que agradecerles ―repliqué.
Ella se tomó unos segundos para beber y a continuación añadió:
―¿Qué dijo Salderis sobre el clima antes de la guerra?
―No mucho. Sus estudios se concentraban en las tormentas y cómo se producían, cómo funcionaban. No creo que ella se interesase por el clima en sí mismo. Se refiere a la cuestión en la conclusión de su libro, pero sus opiniones son en general negativas.
―
Fantasmas del Paraíso.
Incluso si era más caluroso que ahora, el tiempo no debió de ser tan malo. No, teniendo en cuenta todo lo que logró Thetia. Imagina tan sólo que no hubiese un auténtico invierno, que el sol brillase durante todo el año. ―Vespasia hizo una pausa―. Quizá ni siquiera hiciese mucho más calor en los trópicos. Después de todo, las peores tormentas se producen mucho más al norte o mucho más al sur.
―Y hay que pensar en la Mancomunidad. Qalathar ya es de por sí demasiado calurosa.
―No necesitas decírmelo después de haber estado en la represa. ―En sus ojos apareció una mirada distante―. Nunca me negaría a vivir en Thetia: la única diferencia con respecto a aquí serían las siestas un poco más largas. Es evidente que a los habitantes de Tuonetar les fue muy mal al manipular las tormentas, ¿no es cierto? Turia acabó convertida en un desierto helado donde nadie puede vivir, mientras que Thetia es apenas un poco más fresca que antes y, por lo tanto, habitarla resulta más agradable. No deja de ser irónico.
―Debieron de verse muy desesperados.
―O ignoraban lo que hacían. Es perfectamente posible. Salderis parece haber sido la primera en descubrirlo. Es sencillo comprenderlo si se analiza con cuidado, podemos mirarlo retrospectivamente y comprobar que fue una idea muy mala.
Cansado de permanecer de pie, me apoyé en la borda. Vespasia se sentó sobre la cadena enrollada del ancla. Estábamos tardando más de lo que se suponía, pero habíamos trabajado toda la tarde y no quedaban muchos cajones.
―Se suponía que los habitantes de Tuonetar iban ganando la guerra. El ataque a Aran Cthun fue una apuesta enorme: los thetianos sabían que estaban perdiendo.
―No sé mucho sobre historia. En mi opinión, y me has contado mucho de lo que te enseñó Salderis, Tuonetar cometió un tremendo error que fue fatal para ellos y beneficioso para los thetianos y para el Dominio, es decir, casi para todos los demás. En Tuonetar eran magos y emplearon la magia del mismo modo que nosotros usamos máquinas. ¿Por qué sabrían más que nuestros propios magos acerca del clima o los océanos?
―Aun así, no es una estrategia muy coherente.
―No te tenía por un experto en estrategia. ¿Quién sabe en qué estarían pensando? Eso nos proporciona una buena oportunidad de vencer, pues el Dominio se parece en cierto modo a Tuonetar. Ellos no conocían la ciencia y el Dominio no la tolera. Ambos emplean ejércitos y magia sin detenerse a pensar si existen otros medios.
―¿Tanto sabemos nosotros sobre el planeta? ¿Podemos predecir todas las consecuencias?
―Te preocupas demasiado. ―Vespasia sonrió―. Deja que los virreyes y los gobernadores del mundo se ocupen de las consecuencias. Son conscientes de lo que puedes hacer y saben que Salderis te instruyó. A pesar de eso, ¿te parece que lo tienen muy en cuenta? Todavía piensan en los mismos términos de siempre, permitiendo que los oceanógrafos nos ocupemos de nuestras intrascendentes tareas. Y, sin embargo, tenemos formas de combate con las que ni siquiera sueñan.
―¿Me consideras oceanógrafo? ―pregunté, pero ella no se percató de que no lo había preguntado completamente en serio.
―Claro que sí ―respondió―. Como todos los que hemos estado contigo en la presa. Has estudiado con Salderis, lo que equivale más o menos a un título. Además, sabes tan bien como cualquiera de nosotros qué se siente siendo maltratado todo el tiempo.
Por un instante clavó sus ojos en los míos y añadió:
―En palabras de Sagantha, el Consejo de los Elementos sigue existiendo. ¿Qué posibilidades crees que tenemos si vencen? Nos odian tanto como el Dominio.
―Sólo por lo que yo hice.
―Manchaste el concepto que tenían de magia considerándola como haría un oceanógrafo. Sólo tú podías hacerlo, porque nunca existió antes alguien que fuese a la vez mago y oceanógrafo, y nos desprecian por eso. ¿Cómo saben lo que vendrá después? ¿Descubriremos quizá un modo de repartir la magia? Lo ignoran y nosotros también. Parece improbable, pero les preocupa.
―En todo caso, si el consejo se las compone para vencer pese a todo, ¿qué cambiaría? Habría cuatro religiones en lugar de una y se evitaría la cruzada, pero seguirían empleando los métodos del Dominio. Ya han decidido que aquello a lo que has llegado es una herejía. Seguirán tratando el Instituto Oceanográfico como ha venido haciendo el Dominio.
Era un panorama desolador, tanto para mi como para el instituto.
―Todo lo que podamos hacer Ravenna o yo implica magia.
―Así es, pero ya habéis pensado cómo aplicarla. Y además existen una o dos cosas en las que nosotros hemos pensado que no precisan en absoluto de magia. Pequeñas cosas, pero ideas nuestras, al fin y al cabo.
―Si me veo obligado a usar las tormentas y el plan sale mal...
―Entonces tendremos que pagar el precio. Lo que quiero decir es que no se puede pretender que las teorías se cristalicen de inmediato en proyectos concretos. Pero partamos del principio de que los tan despreciados oceanógrafos, mecánicos o técnicos, como nos llaman, pueden lograr algo por sí mismos.
Empecé a comprender lo que quería decir, pero pisábamos terreno peligroso:
―Eso le daría al Dominio la oportunidad que necesita para deshacerse del instituto totalmente.
―¿Y qué lograrían con eso? ¿Saldrían en ese caso a faenar las flotas pesqueras? ¿Sabría alguien cuáles son las condiciones del mar? No pueden eliminarnos.
A pesar de su vasta experiencia como penitente, Vespasia parecía incurablemente optimista. No es que me pareciese mal, pero podía traernos problemas.
―Polinskarn nunca soñó que se pudiese sobrevivir sin bibliotecas ―objeté―. Ahora muchas han desaparecido y las demás han sido purgadas. ¿Quién habría creído que el Dominio pudiese asesinar a un emperador?
Habíamos pasado un buen rato sin hacer nada, de modo que nos incorporamos y volvimos a mover cajones, conversando cuando se nos presentaba la oportunidad. Fue una charla incómoda, acentuada por períodos de silencio cuando nos concentrábamos en pasarnos una carga o recuperábamos el aliento.
―¿Nos queda otra opción? ―preguntó Vespasia un poco más tarde, mientras yo empujaba una pila de cajones tan lejos como pude en la bodega. Nos habían dado órdenes estrictas de dejar vacía una superficie considerable del almacén para las provisiones restantes.
―¿Alguna otra opción para qué?
―Para actuar siguiendo nuestra propia iniciativa, para llevar a cabo lo que proponías inicialmente.
Se agachó para asegurar las correas de uno de los primeros cajones.
―Las tormentas son nuestro último recurso.
―Y, según me has dicho, Salderis opinaba que de ningún modo debías utilizarlas, pero, al mismo tiempo, afirmaba que las tormentas empeorarían con el paso de los siglos, incrementando así el poder del Dominio.
Ninguno de los dos dijo nada mientras alzamos el último cajón que nos habían traído y lo colocábamos en lo alto de la pila. Estaban dispuestos de forma algo precaria y se caerían a menos que se los atase con cuidado. Vespasia pasó a gatas rodeando el montón con una larga soga y la amarró a un anillo en la mampara.
―También me advirtió que emplear las tormentas como arma podría acelerar el proceso de empeoramiento ―reconocí―. En realidad no hay mucho que pueda hacer.
―Sin el Dominio, ¡maldito sea este perno, está roto!, tendríamos libertad para detener el ciclo de las tormentas. Existe un modo, pero por el momento carecemos de poder. Salderis pensaba en términos de magia, ya que así fueron creadas las tormentas. ¿Qué ocurriría si utilizásemos magos para canalizar el poder de los motores?
¿
Quién podría decir siquiera que necesitásemos magos para eso?
Vespasia era todavía más herética que Ravenna. Sin embargo, pensándolo mejor, algunas cosas que me había dicho Ravenna sugerían que podía haber llegado a la misma conclusión.
―Supondría demasiado riesgo.
Siguió una pausa mientras Vespasia luchaba con el perno roto.
―Ya está ―dijo saliendo detrás de los cajones―. ¿Por qué eres de pronto tan timorato? Has sido tú quien ha llegado a este punto, con la pequeña ayuda de Salderis. Si pudieses apoderarte de ese buque, el
Aeón,
nosotros dos podríamos hacerle más daño al Dominio en unas pocas horas que lo que han logrado los herejes durante doscientos años. Y mucha gente nos lo agradecería.
―Para luego maldecirnos cuando mis intervenciones sobre el clima hicieran que las islas del Fin del Mundo pareciesen el paraíso.
Sin duda, mi intención era regresar al
Aeón,
pues dudaba que el consejo hubiese podido encontrarlo y mucho menos moverlo. Pese a eso, ignoraba qué podría hacer con él una vez allí. Sólo cuando regresase a la cabina que Carausius había denominado la «sala del Mundo» y viese Aquasilva en su integridad sería capaz de poner a prueba las enseñanzas de Salderis. Sólo entonces sabría si podían aplicarse al planeta. Antes de eso no podía estar seguro.
―También podría ser que no afectasen al clima lo más mínimo ―objetó Vespasia― y que la gente se percatase de que el Dominio no es todopoderoso, que no puede protegerse de ti.
―Haga lo que haga también la gente lo sufrirá y los daños que causemos harán que se nos odie a nosotros tanto como a ellos.
―¿Por qué siempre piensas en lo peor? ―protestó Vespasia subiendo la escalera. Prosiguió su arenga cuando estuvimos de regreso en cubierta―: Podrías asestarles un golpe fatal...
La interrumpí, mirando alrededor para asegurarme de que nadie nos oía. Las tripulaciones nocturnas dormían todavía y los hombres de Ithien aún no habían vuelto.
―Miras la cuestión sólo desde el punto de vista de un oceanógrafo. Si yo combatiera a los thetianos, a los cambresianos o a cualquier otra nación, las cosas serían más sencillas. Pero no puedo hacer daño al Dominio sin dañar a la vez a todos los que lo rodean, pues en cada sitio donde está el Dominio también hay gente del Archipiélago.
―No hubiese querido sugerir esto ―dijo Vespasia tras un momento―, pero ya lo hizo Ravenna cuando hablé con ella unos minutos la otra noche. Existe un lugar donde el Dominio concentra su poder más que en ningún otro...
Dejó la frase sin terminar de forma deliberada, esperando a que yo lo hiciese.
―La Ciudad Sagrada ―completé mirándola a los ojos―. ¡Sólo a Ravenna se le ocurriría destruir la Ciudad Sagrada!
―No sólo a Ravenna. A todos nosotros.
―¿Todos vosotros? ¿Quiénes exactamente?
―Todos los que estuvimos en la presa, todos los que pasamos tantos años como esclavos, cada una de las personas que conoces que ha sufrido el acoso del Dominio. Aunque Sagantha y los otros no piensan igual. Podríamos acabar con el Dominio en unas pocas horas.
Cerré los ojos, sintiendo todavía el calor del sol y el tenue, grato movimiento del
Manatí.
Lo que Vespasia proponía parecía irreal en ese día tranquilo, tan abstracto como las nieves del norte de Océanus podían parecerle a una mujer que había pasado toda su vida en Thetia, en la parte central del Archipiélago.
No estaba seguro de por qué discutía con ella. De hecho, no había un único motivo, sino más bien una suma de otros más pequeños, que parecían desvanecerse cuando intentaba definirlos. Después de lo que el Dominio nos había hecho no se me ocurría nada más justo que lo que proponían Ravenna y Vespasia.
La mera idea me causaba un curioso tipo de euforia, la idea de que quizá pudiésemos eliminar al Dominio en un solo día, demostrándole al mundo el error en que había incurrido. Dudé que pudiera existir en otro momento una mejor oportunidad u otras dos personas que reuniesen las habilidades que lo pudiesen hacer posible.
«El mejor camino a tomar es siempre el que requiere el menor derramamiento de sangre.» El que estábamos contemplando no lo era... ¿O sí? ¿Cuántos más morirían en manos del Dominio si permanecíamos quietos sin hacer nada?
No era una simple cuestión de aritmética. Era preciso tener en cuenta las vidas que se perderían, las venganzas y resentimientos que desataría entre los supervivientes del Dominio, incluso despojados de líderes. Nada era tan simple nunca.
Y sin embargo... Sin embargo yo recordaba el salvaje placer de la venganza, la intensa satisfacción que me había embargado estando de pie ante los escombros del juzgado. ¡Qué pocos remordimientos había tenido desde entonces!
Volví a abrir los ojos y noté cómo Vespasia me miraba, preocupada. Negué con la cabeza.
―No, ni siquiera podemos imaginar el daño que causaríamos.
―¿Es responsabilidad tuya? ―protestó ella mientras bajábamos para recoger más cajones. Se detuvo y me clavó la mirada―: ¿Cuántos hay que saltarían de alegría ante la posibilidad de estar en tu lugar, que no lo dudarían ni un instante?
―¿Y eso es bueno? Pareces Ravenna.
Vespasia ignoró mi comentario.
―Vosotros dos sois los únicos con esta clase de poder, lo únicos con la posibilidad de castigar sus excesos. Los demás podemos ayudaros, pero en última instancia no podríamos hacer nada por nuestra cuenta. Y tampoco podemos hacernos a un lado y permitir que os neguéis.