Oímos los gritos antes de cruzar los portales, un rugido sordo proveniente del interior de la ciudad. Los dos guardias thetianos no estaban en sus puestos y las calles se veían extrañamente desiertas.
―Problemas ―dijo Vespasia―. Debemos alejarnos de aquí.
El sonido provenía del ágora, delante de nosotros, y era cada vez más fuerte y claro. Una o dos personas pasaron corriendo ante nosotros, hubo nuevos ruidos y luego otro silencio.
―¿Una revuelta?
Había una curva en la calle un poco más adelante, de modo que no podía ver el ágora ni oír nada con claridad.
―Parece que sí ―asintió Vespasia―. No nos conviene vernos involucrados en ella, aunque no creo que se trate de una revuelta religiosa. Han transcurrido apenas unos meses desde la última purga. Esto debe de estar relacionado con Ithien.
Ambos teníamos curiosidad por averiguar qué estaba pasando, pero optamos por la cautela y cogimos una calle lateral para evitar la plaza. Atravesamos entonces una de las partes más pobres de la ciudad. La pintura de los muros era vieja y se desprendía en algunas partes, el pavimento era irregular y a veces lo cubrían escombros. Pasamos frente a un taller de tinturas, cuyo desagüe se había oscurecido como consecuencia de años de materiales de desecho. Con cierta frecuencia, al cruzar una calle que conducía hacia el centro de la ciudad, el ruido de la multitud volvía a hacerse oír durante unos pocos segundos.
―¿Vacío, no es cierto? ―dijo Vespasia en un murmullo mientras recorríamos un estrecho pasaje―. Deberíamos haber visitado a los oceanógrafos locales mientras nadie vigilaba.
―¿Y por qué querías hacer tal cosa? ―preguntó una aguda voz desde un lado.
Me detuve de pronto, buscando entre las sombras el sitio exacto del que había partido la voz. Al parecer era un edificio de apartamentos. La puerta estaba abierta y había una anciana sentada en una silla junto al umbral, trabajando con las manos algo que no conseguí distinguir debido a la oscuridad.
―Dos jóvenes saludables ―añadió―, sin duda leales a la causa del ex gobernador... ¿Por qué no estáis gritando como todos los demás?
Al moverse, su voz adquirió un tono nasal:
―Quizá tenéis otras cosas que hacer. Quizá sois oceanógrafos y habéis venido a nuestra ciudad a liberar vuestras negras artes y hundir a nuestros pescadores.
Reemprendimos el paso, pero su voz nos siguió, alzando el volumen a nuestras espaldas:
―¡Herejes! ¡Oceanógrafos!
Respondió otra voz, en esta ocasión la de un hombre. Yo aceleré el paso. Vespasia no había necesitado ningún incentivo para hacerlo.
―¡Se fueron por ahí! ―aulló la anciana.
Avanzamos hasta la siguiente calle lateral a medida que se sumaban al barullo otras voces, a las que se añadió el ruido de pasos.
Era algo que no habíamos previsto, pero cuando miré adelante constaté que íbamos derechos hacia el ágora.
―¡Oceanógrafos extranjeros! ―gritó alguien detrás de nosotros, y empezamos a correr esquivando unos cajones vacíos apilados en una de las aceras y el hueco dejado en el suelo por unos adoquines.
Dimos vuelta a la esquina y corrimos a toda prisa hacia una sólida muralla de gente. Todos nos daban la espalda y el ruido que emitían me golpeó como una ola. Incluso desde allí pude notar que una multitud llenaba el ágora, un mar de personas no interrumpido más que por árboles. Distinguí las puertas del templo, herméticamente cerradas.
―Adentrémonos en la multitud ―dijo Vespasia.
―¡No! ―objeté cogiéndola de un brazo antes de que pudiese ir más lejos―. Si nos toman por espías nos lincharán.
―¡ITHIEN! ―rugía la multitud cuando presté atención por primera vez. Luego comenzaron a cantar algo que sonaba como «¡No más penitencias!».
Nunca había visto ni oído nada como aquello desde el inicio de las purgas. ¿Por qué, de entre todos los lugares, sucedería en la pacífica Ilthys? ¿Qué había despertado tanta pasión? No me hubiera sorprendido verlo en Qalathar o en las más inconstantes zonas del lejano sur, pero parecía improbable tan cerca de Thetia. Ni siquiera daba la sensación de que Ilthys hubiese padecido más allá de lo tolerable, pues en comparación con Sianor y Beraetha sus sufrimientos habían sido casi inexistentes.
No se me ocurría cuáles eran los intereses de la gente de Ilthys, pero por el momento nuestros perseguidores ya estaban junto a nosotros y tuve otras cosas de las que preocuparme.
―¿Sois oceanógrafos, no es así? ¿Habéis regresado para hundir nuestra flota pesquera? ―espetó el aparente líder del grupo, un sujeto pequeño con el pelo sucio y enmarañado, flanqueado por dos hombres más corpulentos.
―No ―sostuve con calma, capaz al menos por una vez de ocultar mi preocupación. El corazón me saltaba en el pecho, pero la multitud en la plaza me asustaba más que esos hombres.
―No esperaba que dijeses otra cosa.
Ahora se acercaban más personas, formando una revuelta menor separada de la otra sólo por nosotros dos. Un par de participantes de la protesta general se volvieron hacia nosotros. Parecían ser amigos de los que nos tenían arrinconados.
―¿Qué hacemos con los oceanógrafos? ―preguntó el pequeño líder mirando alrededor. Algunos tenían expresión de disgusto―. Es evidente que el Dominio no los tiene controlados, pues si no, no vagarían de este modo.
―Sus amos no pueden protegerlos ahora ―repuso otro hombre mirando con lascivia a Vespasia―. ¿Por qué no nos divertimos un poco antes?
―No necesito a nadie para protegerme ―advertí clavándole los ojos―. ¿Por qué para variar no os enfrentáis a las personas que corresponde?
Fue una frase poco apropiada y la siguió un murmullo de la multitud. Algunos empezaron a acercarse y de un lado se produjo una leve refriega a medida que un individuo se abría camino entre todos.
―¡No son espías! ―gritó cuando el líder ya había dado a sus matones la orden de avanzar―. ¡Deteneos!
Sentí un inmenso alivio al reconocer a Oailos, secundado por el albañil de grandes bigotes que habíamos visto la noche anterior.
―¡Los descubrimos merodeando por las calles laterales! ―chilló la anciana desde detrás.
―¡Y yo los vi junto al gobernador! ―señaló Oailos―. El
auténtico
gobernador, no el payaso tacaño que han puesto ahora en el cargo. ¡Son amigos de Ithien!
El estado de ánimo general cambió y el pequeño líder pareció perplejo.
―¿Estás seguro? No se puede confiar en los oceanógrafos.
―Totalmente. ¿Crees que olvidaría el rostro de esta mujer? Son thetianos, viejos amigos del gobernador, de los buenos tiempos.
Por suerte Oailos había referido su comentario a Vespasia, y me alegró que Ravenna no estuviese allí. Con frecuencia perdía la paciencia justo en el momento equivocado.
Me arriesgué a decir algo:
―El gobernador deseaba que hiciésemos algo en el puerto, hemos estado trabajando allí. No queríamos que nos capturaran en el ágora en caso de que empezasen a arrestar gente.
―¿Estás seguro de que los has visto antes?
El albañil asintió.
―No me cabe la menor duda. El gobernador no estaría recorriendo la ciudad junto a espías. A menos que fuesen
sus
propios espías y, en ese caso, son nuestros amigos.
Hubo gestos de asentimiento y me pareció oír a la anciana profiriendo un mudo suspiro de decepción. Semejante lealtad era difícil de entender. No me quedaba nada claro cómo un aristócrata thetiano tan arrogante había conseguido ganarse el fervor de Ilthys de esa manera. Incluso los artesanos y los habitantes más pobres parecían leales a él.
―¿Habéis visto el decreto? ―me preguntó el albañil.
―Sí. ¿A eso se debe la revuelta?
―Por supuesto. Los muy cabrones quieren volver a embarcar a nuestra gente. Sólo porque Ithien ya no pudo seguir soportando a ese emperador miserable. ¿Quién sabe lo que le hace el Dominio a los penitentes en Qalathar?
―Les hacen construir más zigurats y excavar canales a través de los bosques para que los haletitas puedan instalarse a vivir allí ―informó Vespasia.
―Oí decir que cuando los prisioneros no trabajan lo bastante duro los queman en la hoguera ―afirmó la anciana gritando para hacerse oír. Evidentemente no quería que la dejasen al margen de lo que sucedía, incluso si va no podía ser cazadora de brujas―, ¡Los queman en la misma calle, sin más! ¿No es cierto? Sin duda lo habréis visto.
―Tú, Oailos, lo has padecido en carne propia ―dijo el albañil―, algo mucho peor que lo nuestro. ¿Recordáis a Oailos, verdad?
El grupo asintió con unanimidad.
―Te embarcaron por hereje ―comentó el líder―. Si no, la Inquisición habría arrestado a todo tu gremio.
―Me embarcaron porque Badoas me denunció ―aclaró Oailos―. ¿Creéis que yo habría sido capaz de hacerle algo así a alguno de vosotros? ¿Sabíais que yo no veneraba a Ranthas?
Ahora el asentimiento fue menos general.
―¿Recordáis lo que sucedió cuando resultó dañado el templo y nos hicieron repararlo sin recibir nada a cambio? ―insistió el otro albañil, que debía de ser un viejo amigo de Oailos―. Tuvimos que trabajar dos meses sin paga, pues era en beneficio de Dios, y así nos vimos obligados a pasar hambre mientras reconstruíamos su templo.
―Me acuerdo ―gritó la anciana, que, ansiosa por recuperar protagonismo, tardó apenas dos segundos en abrirse paso entre ellos―. Les dijiste a los inquisidores que no seguiríamos trabajando por nada y todo el gremio se declaró en huelga. Fue entonces cuando aquel gusano deleznable de Badoas te denunció por hereje y logró que lo nombrasen a él delegado del gremio.
―Y entonces nos forzaron a trabajar durante un mes más, mientras Badoas se llenaba los bolsillos ―subrayó el albañil de enormes bigotes.
―Cinco de nosotros protestamos y fuimos embarcados como penitentes, porque rechazamos hacer el trabajo sucio por ellos ―afirmó Oailos―. ¿Qué opináis de esa justicia divina? ¿Cómo colabora para salvarnos de la cruzada que pende sobre nuestras cabezas?
Ahora la gente de los contornos de la multitud se había vuelto hacia nosotros y distinguí, como una onda luminosa, cómo todos los reunidos allí iban cambiando de posición para ver qué era lo que miraban sus vecinos. Pronto toda la plaza contemplaba a Oailos.
En honor suyo debe decirse que no se amedrentó por ello y prosiguió su discurso incluso después de que, tras un gesto del líder, los dos matones lo alzaron sobre sus hombros para que nadie se quedase sin verlo. Sin duda el líder estaba contento de que Oailos lo hubiese desplazado del centro de la escena; no parecía ser el tipo de persona que desea sobresalir de ese modo.
―Los inquisidores vienen aquí, secuestran a nuestros hijos, nos roban nuestro dinero, arrestan a la gente y la torturan hasta obtener cualquier confesión. ¡Todos los meses debemos respirar el humo de las hogueras en las que nos queman vivos!
Oailos había elevado el tono y vociferaba para la ahora silenciosa multitud, pero dudé que muchos de ellos llegasen a oírlo y mucho menos a verlo.
No importaba. De algún modo, quizá fuera mejor, ya que no era visible desde el templo y tenía, por lo tanto, cierta posibilidad de conservar el anonimato.
―¿Os sentís afortunados, habitantes de Ilthys? ¿Os sentís especiales? ¿No? Pues deberíais, pues todavía estáis aquí. No os estáis rompiendo las espaldas cumpliendo las penitencias del Dominio, echando abajo bosques ni construyendo canales para que ellos puedan asentar a sus propios campesinos en nuestras islas. Nos obligan a rendir reverencia a sus sacerdotes y sufrir el látigo de sus lacayos, a darles todo lo que tenemos para financiar sus matanzas, a observar cómo queman a nuestro parientes y, aun así, somos afortunados.
Era mejor orador de lo que yo pensaba; durante su discurso uno de los hombres que me rodeaban susurró que Oailos había sido subdelegado del gremio de albañiles. Es decir que no era exactamente un novato en hablar ante la gente.
―Nunca tenemos comida suficiente. ¿A qué se debe? ¿A una supuesta traición de los oceanógrafos? ¡He conocido a muchos oceanógrafos cumpliendo penitencias de por vida sin motivo alguno! Se nos ha dicho que ellos destruyeron nuestra flota pesquera, que son todos herejes decididos a destruir el Archipiélago. ¿O podría ser acaso, aunque no sea más que como hipótesis, que el Dominio quiera que creamos eso?
Se produjo un bramido furioso de la multitud. En eso, Oailos andaba sobre terreno menos firme, dado el odio hacia los oceanógrafos que el Dominio había logrado inculcar a la gente de Ilthys.
―¿Por qué harían tal cosa los oceanógrafos? ¿Por qué después de doscientos años harían algo más que medir las corrientes para nosotros, señalarles a nuestros pescadores dónde habrá peces e informarles de cuándo podrán navegar seguros? ¿Para qué habrían querido destruir las ciudades en las que ellos mismos nacieron, vivieron y murieron? ¿Recordáis cuando perdimos cinco naves en un remolino que nadie pudo predecir? ¿Recordáis a Phassili, y su buque? ¡El Dominio quemó a la hermana de Phassili aduciendo que ella había mentido acerca de la corriente y había matado a su propio hermano!
Se sucedió un nuevo bramido, pero ahora más leve.
―Permitidme contaros una historia que el Dominio os ha ocultado durante todo este tiempo. Trata sobre una ciudad de Océanus, de alrededor de la mitad del tamaño de Ilthys. Era una ciudad rica y el Dominio la pretendía para fabricar allí armas para una cruzada. Hace unos cinco años, el Dominio planeaba ya una cruzada, de modo que quería apoderarse de aquella ciudad. Deseaba invadirla y quemar a sus líderes en la hoguera.
Abrí de par en par los ojos, preguntándome cómo se habría enterado. Adornaba la historia, pero estaban claros sus motivos. Tan sólo supliqué en silencio que no me lanzase al frente de la escena. Si eso sucedía, ¿quién sabía qué represalia adoptaría el Dominio contra Lepidor?
―¡Las fuerzas del Dominio fueron derrotadas ―gritó Oailos― por unos pocos oceanógrafos y un abigarrado grupo de marinos! ¡El Dominio fue humillado, expulsado! ¿Y quiénes fueron exactamente los sacerdotes que sobrevivieron a tamaña derrota? Puedo revelaros sus nombres. ¡Fueron Midian y Sarhaddon! Nuestro poderoso exarca, con sus sanguinarios soldados que él declara invencibles, fue vencido por un puñado de oceanógrafos. ¡A eso se debe que los odie, por eso él y su bufón Sarhaddon quieren destruirlos!
Sobrevino el silencio.
―Y algunos de esos oceanógrafos eran amigos de nuestro gobernador Ithien. Nuestro auténtico gobernador, no nuestro apreciado almirante, que es incapaz de vestirse cada mañana sin que ese asesino gordinflón de Abisamar le diga qué prenda debe llevar. El Dominio quiere arrestar a Ithien porque él los muestra como los dictadores que son en realidad. Si ese campesino haletita ignorante que es Abisamar decide que alguien es culpable, nadie puede detenerlo. Todos sabemos cuáles son sus actividades favoritas: quemar, torturar, violar a las mujeres que ha designado sus concubinas.