―Cathan ―dijo Oailos levantando la mirada cuando nos aproximamos. Sin duda había notado la expresión de mi rostro―. No te preocupes, sobrevivirá.
Vespasia estaba allí, conmovida, pero por otra parte ilesa, al igual que Sagantha y Palatina. También se encontraban varias personas que había conocido en la presa.
Ithien yacía inconsciente sobre un montón de túnicas que parecía un altar de tela, y tenía una manga manchada de sangre. Había una herida en su pómulo que tardaría en cicatrizar.
―¿Qué sucedió? ―pregunté.
―Querían que estuviese vivo para ejecutarlo luego públicamente ―explicó Oailos―. Algunos integrantes de mi gremio entraron y atacaron a los sacri, los distrajeron mientras Ithien escapaba. Eran buenos amigos míos.
―Lo siento.
Oailos asintió.
―El Dominio pagará por sus vidas ―afirmó con una inquietante mirada. Se volvió hacia uno de los hombres de la presa, otro ciudadano de Ilthys, y añadió―: Convoca a los delegados gremiales. Todavía debemos enfrentarnos a ese títere thetiano que es el gobernador.
Pero el mensajero apenas había partido cuando oí una conmoción que venía de la entrada al salón y apareció el gobernador en persona con su uniforme naval y secundado por marinos con armaduras. Lo escoltaban otros dos hombres, uno era un oficial thetiano y el otro... El otro era Hamílcar Barca.
Para mi sorpresa, el almirante Vanari, sujeto robusto que rondaba los cuarenta años, no ordenó que nos arrestasen. Al contrario, miró a nuestro alrededor un momento y luego hizo sus tropas a un lado.
―No sé qué hacer ―dijo por fin―. Rebelión, herejía, traición, sacrilegio. Podría pasarme el día enumerando los crímenes que habéis cometido.
―¿Dónde quieres que luchemos? ―exigió Oailos.
―No ―objetó Sagantha con un tono de voz que impidió toda discusión―. Ithien nos pidió que no derramemos más sangre. Debemos respetarlo.
―No creo que se refiriese a este lacayo ―protestó Oailos y se encaró a Sagantha―: En todo caso, ¿quién eres tú para decirnos lo que debemos hacer? Ni siquiera eres de Ilthys.
―Has oído las palabras de Ithien ―insistió Sagantha―. Supongo que serás consciente, almirante, de que en este momento nosotros tomamos las decisiones.
―No por mucho tiempo ―dijo Vanari―, El emperador no tolerará esto, y tampoco el exarca. Ilthys será atacada nada más que se enteren de lo que ha sucedido.
―¿Y qué ganarías tú con eso? Has fracasado en la defensa del templo y no has podido salvar al avarca. No creo que tu carrera vaya a superar este fiasco.
―Es cierto lo que dices, se esperaba que yo restaurase el orden derrotando una revuelta general y enfrentando a un mago herético con menos de un centenar de soldados. He fracasado, tenéis razón ―admitió el almirante―, a menos que consiga devolver el orden ahora.
―No tienes muchas posibilidades de hacerlo ―lo desafió Oailos―. Nosotros estamos al mando de la ciudad.
―¿Nosotros?
―Los gremios, nuestros propios oficiales. Hasta que Ithien se recupere.
―Gobernaréis durante dos o tres semanas ―contraatacó Vanari―, hasta que desembarque el emperador con su flota. Las naves apostadas en Thetia son más que suficientes para vencer esta insurrección. Si os rendís ahora, no tendrá que sitiar la ciudad y quizá pueda aseguraros un juicio según las leyes thetianas y no según las del Dominio. Comprenderéis que esto no puede quedar sin castigo.
―Tiene razón ―dijo Ravenna―. No hay manera de que conservemos el control de la ciudad.
―¿Y qué deberíamos hacer, rendirnos? ―gritó Oailos―. Sabéis bien qué sucedería. ¡Vosotros sois magos, por el amor de Thetis! ¡Para vosotros será mucho peor! A no ser que planeéis huir e iros a causar problemas a otro sitio.
―Estoy tan involucrada en esto como el resto ―protestó Ravenna―. El Dominio lleva siete años persiguiéndome y tengo tanto que perder como vosotros.
Veinticuatro años hubiese sido una cifra más correcta, pero evidentemente ella no quería hacerlo público.
―En un aspecto más práctico ―intervino Sagantha, volviendo a dirigirse al almirante thetiano― tienes una crisis en tus manos. No tenéis fuego ni calor. En tres semanas quizá no quede en Ilthys ningún habitante, de modo que el emperador no tendrá a quién castigar.
―Exageras, pero entiendes el problema ―replicó el almirante―. El dómine Abisamar se negó a excluir mi palacio de la prohibición, así que estoy en una situación tan mala como la vuestra.
―O quizá no ―acotó Ravenna y sacó de un bolsillo de su impermeable la antorcha que le había dado el dueño del café.
¿Sería capaz de repetir la experiencia allí? No estaba seguro, pero nada más cerrar ella los ojos sentí la picazón de la magia. Supliqué a Ranthas que Ravenna lo lograra.
Como antes, se produjo un momento de incertidumbre. Entonces la más tenue de las llamas se encendió en el aceite y se extendió hasta que ardió toda la antorcha, iluminando el gris salón con un agradable brillo.
―Como veis ―dijo Ravenna, hablando a todos―, el Dominio no tiene tanto poder como cree.
―Estamos en el templo ―murmuró alguien.
―Creó fuego también en una casa cerca del ágora ―informó Amadeo, una ignota silueta en un rincón―. Tiene el don de la magia del Fuego.
Siguió un profundo y repentino silencio.
Oailos la miró con suspicacia.
―¡Juraste ser herética! ―acusó por fin.
―Y lo soy ―aceptó Ravenna―. ¿No lo comprendéis? El Dominio clama que sólo sus representantes pueden emplear la magia del Fuego.
Todos los ojos se centraron otra vez en ella y permanecieron cautivados.
―¿Acaso significan algo esas delimitaciones de la magia? ―argumentó en medio de un penetrante silencio―. ¿Cómo es posible que el suyo sea el único dios si un mago de la Sombra puede encender fuego en el templo de Ranthas?
Miré alrededor, atento a la expresión de honda perplejidad en el rostro de los demás. Sólo unos pocos parecían sentir otra cosa que sorpresa. Los dos almirantes, Sagantha y Vanari, se veían ambos grises y diez años más viejos, aunque sospecho que por diferentes razones. La agresividad había desaparecido de Oailos, reemplazada por un pleno sobrecogimiento. Amadeo parecía estar en medio de una revelación religiosa (lo que en algún sentido era bastante apropiado).
Fue Palatina la que rompió el silencio.
―Cojamos toda la madera ―propuso―, todo lo que pueda arder, apilémoslo en el centro de la plaza, derramemos aceite y encendamos un fuego que pueda ser visto desde toda Tandaris.
―Echadles una mano ―les ordenó Vanari a sus hombres un momento más tarde.
Finalmente todos ayudamos, sacando las sillas y los bancos del salón, la poca ropa que quedaba dentro del templo y el combustible del apagado santuario del Fuego, incluyendo unas pocas ramas de leños. La gente vio lo que hacíamos y nos ayudó sin preguntar. Empezó a congregarse una multitud a nuestro alrededor especulando sobre lo que íbamos a hacer. Soñando.
Se derramó aceite sobre el montón como había sugerido Palatina, intentando hacer lo necesario para que la vieja madera se quemase y las llamas no fuesen consumidas por la tenue llovizna.
Dejamos un amplio círculo vacío alrededor de la maderas, y cuando Ravenna dio un paso adelante ya había allí gente de toda la ciudad, la tercera multitud congregada en sólo tres días. En esta ocasión no quedaban sacerdotes para sembrar el horror y sólo los árboles chamuscados que rodeaban el ágora recordaban lo que había ocurrido.
Ravenna tardó algo más y por un momento pensé que fracasaría, que de algún modo aquellas dos llamas anteriores habían sido excepcionales. Pero entonces saltó una chispa y las llamas empezaron a danzar sobre el aceite, extendiéndose hasta cubrir todo el montón de un fuego anaranjado y saltarín que desafiaba la lluvia.
―¡Lo que Ranthas da no puede quitarlo jamás! ―gritó Ravenna un instante más tarde.
Aquel fuego sería conocido como el Milagro de Ilthys. Un fuego devuelto a la vida cuando el Dominio había hecho todo lo posible por eliminarlo. La gente se acercó con antorchas y todo lo que pudieron conseguir para encender su propio fuego y llevarlo a sus hogares y a los hornos comunales situados bajo el templo.
En menos de una hora, las luces habían regresado a Ilthys, desafiando la tormenta que pronto caería sobre la ciudad. Había llevado quizá una hora anular la prohibición, una hora enfrentar y superar el arma más importante de la que se jactaba el Dominio.
Colocamos un toldo sobre la fogata y permanecimos allí, bajo la lluvia, incluso después de estallar la tormenta. Ilthys seguiría conservando su calor pese a las inclemencias del tiempo del mismo modo que lo había hecho durante los dos siglos pasados.
Tras encender los hogares de sus casas, muchos ciudadanos regresaron a la plaza llevando más combustible para mantener encendido el fuego principal. Los árboles chamuscados se habían quemado demasiado para volver a dar frutos, de modo que fueron cortados y contribuyeron a alimentar el fuego. Pronto otra gente acercó más árboles de plantaciones situadas más al interior para reemplazar a los otros.
Mientras observaba las llamas sentí que alguien me palmeaba en el hombro. Era Palatina, y Hamílcar estaba de pie un poco más atrás. Nos hizo alejarnos un poco de la gente de Ilthys.
―Estoy muy feliz de volver a verte ―dijo Hamílcar con seriedad. Su barba parecía algo desaliñada en medio de la lluvia y llevaba sobre sus mejores galas un raído impermeable militar―. El conde, tu padre, sigue preguntándome si tengo noticias tuyas, Cathan. No sabíamos nada de ti desde hace más de un año.
Me las había arreglado para enviarle unas pocas cartas al año desde el Refugio, pero no había podido hacerlo desde Qalathar.
―El Dominio se encuentra demasiado ocupado enviando decretos aquí y allá como para que alguien más pueda mandar lo suyo ―repliqué.
Antes de que nadie pudiese hacer más preguntas, Hamílcar levantó una mano:
―Ya tendremos oportunidad de charlar más tarde, tenemos mucho que contarnos. De hecho, tengo que decirte algo que Sagantha, por motivos personales, no parece haberte revelado.
Palatina lo miró acusadoramente.
―Abandoné el consejo hace tres semanas ―señaló entonces Sagantha en voz baja―. ¿Has oído rumores al respecto?
―¿
Rumores? Lo sé con certeza ―afirmó Hamílcar, y nos miró a todos―. Ya no hay ningún emperador. Reglath Eshar ha sido asesinado.
LAS NUBES DE LA DISCORDIA
Una cálida ráfaga de aire cargado de humedad y el olor de la vegetación subtropical me dieron la bienvenida mientras caminaba los últimos metros entre las olas. La arena parecía blanca, muy pálida, perdiendo todo color bajo la brillante luz de las estrellas estivales. La luna creciente era lo bastante potente para dibujar las sombras de las palmeras sobre la playa.
Una persona me esperaba en el límite del bosque, una silueta indistinta que llevaba una túnica y una capa liviana.
Aunque eran las horas previas al amanecer, me pareció que hacía demasiado calor para usar capa, y ni siquiera la suave brisa que recorría las copas de los árboles me resultaba incómoda. La isla y sus habitantes debían de vivir en un clima singular, una pequeña avanzada de Thetia a miles de kilómetros de su centro vital.
Oí chapoteos detrás de mí, a medida que Palatina se acercaba por la arena. El único ruido más allá del romper de las pequeñas olas eran las llamadas de caza de las aves nocturnas en el bosque.
―¿Sois sólo vosotros dos? ―preguntó la silueta, saliendo de las sombras. Era una mujer más o menos de mi edad, con un rostro típicamente thetiano y el pelo recogido en una trenza. La suya no era una túnica de sirviente y me pregunté quién sería y por qué la habrían enviado a escoltarnos.
―Sólo nosotros ―confirmé.
Me clavó la mirada un instante, con los ojos ocultos en la penumbra.
―No esperaba que te parecieses tanto a él ―dijo por fin. La mía era, después de todo, una familia en la que algunos de sus muertos habían inspirado más temor y respeto que muchos de los vivos.
―Mi hermano está muerto ―advertí―. No tiene nada que ver con esto.
―En eso te equivocas. Pero basta. Seguidme.
Parecía que el bosque seguía a lo lejos, pero al llegar a la parte superior de la playa descubrí que era apenas una ilusión: entre los troncos se abría paso un curvo sendero despojado de maleza. Las copas de los árboles eran tan gruesas que la luz de la luna sólo penetraba a pequeños retazos, pero mi visión nocturna era más que suficiente para seguirla por el camino.
El sonido de las olas nunca dejó de percibirse a nuestras espaldas, aunque el zumbido de las cigarras y otros insectos era casi igual de fuerte. El sendero corría paralelo a la costa y era ligeramente ascendente.
Nuestro destino estaba mucho más cercano de lo que yo hubiese imaginado: una sencilla casa de una planta edificada con piedras blancas y rodeada por una terraza apenas lo bastante elevada respecto al mar para evitar el impacto de las olas de tormenta. Una escalera descendía hasta un pequeño muelle en la ensenada que había debajo, pero desde donde estábamos pude ver que las aguas no eran lo bastante profundas para permitir el paso de un barco.
―¿Cuánta gente sabe de este lugar? ―pregunté mientras abandonábamos el bosque y caminábamos entre un grupo de palmeras enanas no más altas que yo.
―Hay miles de casas como ésta en el Archipiélago ―informó nuestra guía sin volverse. Avanzaba con una elegante fluidez que relacioné con cierta clase de combatientes entrenados, aunque ella carecía de la rudeza habitual en esa gente―. Cada clan posee las suyas en islas sin nombre iguales a ésta. Requeriría varias décadas sólo inspeccionar cada una de nuestras islas, incluso excluyendo a nuestros aliados o el territorio de otros clanes. Admito que ésta es algo especial, más extensa que la mayoría.
Sonaba muy segura de sí misma, pero mi experiencia ya no me permitía confiar en el valor de ningún paraíso remoto. Ningún lugar era lo bastante secreto ni estaba tan alejado como para no ser descubierto, y cuatro años atrás habíamos encontrado un sitio tan escondido como aquél en un día.
Las ventanas de la casa brillaban con una grata luz amarilla, pero no fuimos adentro. En cambio, la mujer le pidió a Palatina que esperase y me hizo subir unos escalones rodeando una columnata en dirección a una amplia terraza al aire libre situada del lado de la costa y con vistas a la ensenada. Varias antorchas parpadeaban sobre bases metálicas por debajo de un marco de madera tallada cubierto de plantas y flores, pero las ventanas estaban cerradas y no había ninguna otra luz artificial.