Cruzada (51 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
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―¿Sabemos cómo funciona una prohibición? ―preguntó Ravenna tras un instante, antes de que yo tuviese oportunidad de intervenir. Perdí el hilo de mis ideas y maldije en silencio.

Negué con la cabeza.

―¿Quién sabe? No podríamos crear una prohibición con el Agua o con el Aire... ¿o sí?

Intenté imaginar cómo funcionaría algo semejante, pero la respuesta no parecía demasiado clara. Salvo que la evaporásemos toda, ¿cómo podríamos quitarle el agua a toda una ciudad? ¿Y evitar que más agua cayera del cielo o fluyese de la tierra?

Evaporarla, convertirla en vapor. La idea daba vueltas en mi mente.

―O la Sombra ―murmuró Ravenna―. O la Luz o la Tierra. Pero no el Espíritu.

En lo que se refería al Tiempo, nadie podía afirmar siquiera por qué existía un dios del Tiempo, pues nunca había tenido fíeles y no había nada parecido a una magia del Tiempo.

―Cathan, quizá esto suene un poco académico y no sé si es momento para debates ―dijo Ravenna―. Pero ¿has notado algún problema respecto a cómo funciona nuestra magia?

La miré un instante, preguntándome si no debería estar en la plaza con los demás, por si algo había salido mal y los prisioneros seguían cautivos.

―Por favor ―insistió ella al ver mi desinterés―. Concédeme un minuto o dos para explicarme, podría ayudarnos.

―No puedo quedarme ―objeté―. Ithien, Vespasia...

Pareció incómoda un momento, pero se puso de pie y cogió su túnica impermeable.

―Entonces voy contigo. No intentes oponerte.

Lo hice, pero sin ningún resultado, y Khalia no tuvo más éxito cuando se la cruzó abajo. Caminamos hasta el patio y salimos a la calle, avanzando entre hileras e hileras de oscuras casas. No se veía ni una luz ni un solo color cálido.

―¿Qué tipo de problemas tiene nuestra magia? ―pregunté, intrigado y sintiéndome un poco culpable por no haber querido escucharla. Casi la había obligado a levantarse y salir conmigo.

―Vapor ―dijo ella dando voz a la idea que se me había ocurrido unos minutos antes―. Calientas el agua con fuego y la conviertes en vapor. ¿Qué Elemento es entonces?

―Ambos ―afirmé recordando interminables y aburridas lecciones en la Ciudadela. Ukmadorian nos había enseñado con mucho detalle los límites de nuestras dotes mágicas, cuándo el poder de un Elemento derivaba en otro. Existían intersecciones, sustancias o áreas en las que se mezclaban dos o más Elementos, y habíamos tenido que memorizar esos listados.

«Nunca os baséis en sustancias intermedias ―nos había advertido Ukmadorian― pues el poder que se obtiene de ellas está limitado por su combinación con otro Elemento».

―No es en realidad un buen ejemplo, porque no los tenemos a nuestro alrededor ―señaló Ravenna, cuya capucha apagaba en parte su voz.

―¿Ejemplo de qué?

―De cómo se rompe el orden de las cosas ―respondió―. Lee el
Libro de Ranthas
o cualquier explicación sobre la naturaleza de la magia. Cada Elemento es único e indivisible, gobernado por su propio dios o diosa. Eso lo sabemos, todos en el planeta lo saben. ¿Por qué existen entonces zonas grises? Vapor, barro. ¡Lámparas de leños por los cielos, que son el resultado de la combinación entre el Fuego y la Luz! La gente olvida que en teoría existe un elemento Luz. Nadie adora a Phaeton porque todos sus seguidores se aliaron con el Dominio hace unos doscientos años.

Todavía no comprendía adonde apuntaban sus palabras. Lo suyo era alta teología, el ámbito de personas que se habían pasado la vida estudiando las transformaciones de cada uno de los Elementos o dónde se ocultaba el Fuego antes de ser extraído de la madera. Nunca me había interesado demasiado la teología, aunque ese tema apasionaba a Ravenna.

Me pareció oír un chapoteo detrás de nosotros y me volví para comprobar si alguien nos seguía. No, sólo era alguien echando agua por un desagüe. Había poca gente a la vista pese a ser una calle ancha.

Doblamos en dirección a un estrecho pasaje que daba al ágora. De los balcones superiores caían gotas de agua.

―¿Cómo nos ayudará eso para luchar contra la prohibición? ―pregunté.

―¡Ten paciencia! ―me pidió―. Ahora piensa: por diferentes razones, ambos podemos utilizar dos Elementos. Es algo muy inusual, y Ukmadorian aseguró que era una prueba más de que el Dominio se equivocaba al afirmar que existe un único dios, pues nosotros intervenimos en las competencias de dos.

Me pregunté qué diría Sarhaddon de eso. Probablemente le pondría coto al poderoso pero desviado intelecto de Ukmadorian con unas cadenas. Si no recordaba mal, Sarhaddon creía en la existencia de un único dios verdadero y consideraba a los demás meros espíritus de los Elementos.

―Disculpa si me tomo mi tiempo, pero es mejor que lo explique. A propósito, ¿estamos yendo en la dirección correcta?

Lo constaté en la siguiente calle lateral, aunque estaba seguro de haber cogido el camino adecuado. Por segunda vez sentí que alguien nos seguía, pero al volver la cabeza y espiar por el agujero de la capucha no descubrí a nadie. ¿Me estaría volviendo paranoico?

―Prosigue ―le pedí a Ravenna, pero estaba más concentrado en Ithien y Vespasia que en ella. Sabía que estaba siendo injusto, pero no entendía cómo podía ayudar tanto razonamiento.

―¿Por qué podemos utilizar dos Elementos? Dímelo ―exigió―. Tengo que asegurarme de que me estás escuchando.

―¡Te has convertido en una profesora! ―comenté.

―Y no me resulta agradable.

¿Acaso Ravenna se vengaba conmigo por todos los días de inactividad en los que no había podido hablar con nadie?

―Porque hemos aprendido a utilizar los dos ―le respondí.

―No es verdad.
A mí
me los enseñaron, mientras que tú eres en parte elemental y no has necesitado aprenderlos.

A nuestros profesores no les había gustado nada la idea de que dominásemos dos Elementos a la vez. Yo no había insistido en ello, ya que las técnicas para cada Elemento eran muy diferentes y cada uno requería aprender un tipo de magia completamente nuevo.

―Y tú eras muy joven cuando empezaste ―acoté.

―Exacto. Tuve tiempo. En todo caso, no pude aprender a manipular más que dos Elementos.

―Ravenna, ¿adonde quieres llegar? ¿Tiene algún sentido todo esto?

Llegamos a una placita con una pequeña fuente en el centro. Estaban cerrando un café y supuse que sería por la cercanía de la tormenta y porque ya no podían servir comida ni café caliente...

Ella se detuvo, me cogió del brazo antes de que pudiese dar un paso más y me hizo mirarla a los ojos.

―¡Claro que tiene sentido! ―respondió ella, súbitamente furiosa―, ¡pero tú estás demasiado ensimismado en tus propios problemas para escuchar!

Miró alrededor, de pronto puso ceño y retrocedió unos pasos por la calle que acabábamos de dejar.

Oí un grito e instantes después volvió a aparecer arrastrando consigo a un hombre que llevaba una sucia túnica roja. ¿Amadeo? ¿Qué estaba haciendo aquí?

―Espiándonos, sin duda ―afirmó Ravenna empujándolo hacia mí. Amadeo era más alto y fornido, pero no estaba en forma como nosotros, teniendo en cuenta incluso que Ravenna estaba algo debilitada.

―Estabais planeando emplear vuestra magia del mal ―espetó Amadeo, desafiante―. Os he seguido para ver si podía evitarlo.

―Siempre el viejo latiguillo ―suspiró Ravenna con desdén.

Me vino una idea a la cabeza.

―La ciudad está bajo la prohibición, Amadeo ―advertí―. ¿Sabes cómo funciona una prohibición?

Me miró sorprendido.

―Por supuesto ―respondió―, Ranthas es la personificación del Fuego. Es su don y sus magos pueden evitar que cualquier otro emplee el Fuego sin su permiso.

Frases memorizadas del catecismo que yo había olvidado.

―¿De modo que nadie podrá volver a encender fuego en esta ciudad? ―dije preguntando lo obvio.

―Ni en toda la isla ―sostuvo Amadeo recuperando algo de confianza en sí mismo―. ¿No pensaréis que es tan sencillo frustrar sus propósitos?

Detuve a Ravenna antes de que lo golpease.

―¿Si la magia del Fuego se extinguiese, la prohibición quedaría anulada?

―No ―afirmó Amadeo con una gélida sonrisa―. Sólo un mago del Fuego podría devolver las llamas a esta isla y sólo un mago del Fuego puede anular la prohibición. Vuestros poderes heréticos son inútiles.

Ravenna me miró.

―Ningún mago del Fuego anularía la prohibición a menos que el Dominio se lo permita ―señaló ella.

―El Dominio no permitirá que ninguno lo haga hasta que no hayan sido capturados todos los herejes.

―No olvides que te salvamos la vida ―estalló Ravenna―. Fuiste demasiado cobarde para encarar la muerte y por lo tanto decidiste que teníamos que ser enviados de Ranthas.

―Y así era. Ranthas no deseaba mi muerte.

―No, deseaba que fueses testigo de algo ―completó Ravenna y lo arrastró hasta el café, donde el desconsolado propietario estaba entrando al local la última de las mesas.

―Disculpa ―le dijo―. ¿Podría pedirte un favor algo extraño?

―Ya hemos cerrado ―respondió―, pero todavía me quedan bebidas frías. A partir de ahora sólo habrá bebidas frías.

―Pagaremos ―continuó ella―, pero ¿tienes un trozo de papel?

El hombre pareció perplejo, nos hizo pasar dentro del café y nos sirvió un jugo de frutas con especias. Pagué yo, ya que era el único de los tres que llevaba dinero.

―¿Quieres papel? ―repitió vacilante el propietario.

―Si quieren papel, dáselo ―dijo su esposa, una pequeña y pulcra mujer que asomó la cabeza detrás de una cortina del otro lado de la barra.

El hombre encontró un papel y nos lo dio. Ravenna lo estrujó y lo apoyó sobre la palma extendida de su mano mientras la pareja observaba con curiosidad. Amadeo se colocó en un lado mostrando desdén.

―Me disculpo por anticipado en caso de que no suceda nada ―nos advirtió ella―. Sólo quiero poner a prueba una teoría.

Entonces siguió un silencio, sólo roto por el susurro de la lluvia. Ravenna cerró los ojos y sentí la inconfundible comezón de la magia, que creció tomando cada vez más fuerza. En su rostro se reflejaba una intensidad cada vez mayor, pero no parecía suceder nada.

Entonces, sin ninguna señal previa, el papel empezó a arder en llamas.

CAPITULO XXV

Noté la reacción instintiva de Ravenna cuando el dolor se reflejó en su rostro. Por un momento dejó que el papel ardiese en su mano, luego lo arrojó a la impecable madera del suelo y lo observó hasta que se consumió, convertido apenas en un montón de cenizas. Ravenna se restregó la mano contra su túnica mojada.

―¿Sois del Dominio? ―preguntó el dueño del café retrocediendo nervioso.

―No ―aseguró Ravenna.

El desdén había desaparecido del rostro de Amadeo, reemplazado por una extraña combinación de menosprecio e incredulidad, como si desease ridiculizar lo que Ravenna acababa de lograr pero no supiese cómo empezar.

La miré absorto y luego bajé los ojos hacia las cenizas. Aunque casi lo había olvidado, en la celda de Amadeo ella había hecho lo mismo: había creado fuego.

―Te has quemado la mano ―dijo la mujer con calma un momento después y volvió a desaparecer detrás de la cortina para regresar en seguida con un paño húmedo. Ravenna lo aceptó, agradecida, y lo escurrió sobre la palma.

Fue un anticlimax tras el sorprendente instante en que el papel había sido devorado por las llamas. Llamas creadas por una maga de la Sombra, del Elemento más despreciado por el Dominio.

―Eso es imposible ―dijo Amadeo débilmente.

―No lo es ―objetó el propietario del café―. Lo hemos visto todos.

―El Fuego es la personificación de Ranthas, que origina la vida ―repitió Amadeo, y el hombre lo miró con disgusto.

―Lo sé, es un sacerdote ―aclaro Ravenna―. Lo rescatamos para utilizarlo de rehén.

Ni ella ni yo queríamos que nos tomasen por miembros del Dominio, de modo que casi sin pensarlo empleé una ínfima porción de mi magia del Agua y transferí el agua de su túnica al paño que sostenía en la mano.

―¿Tenéis un par de antorchas? ―pidió Ravenna al dueño del café.

Nos marchamos un poco más tarde, después de que ella encendiera el fuego del hogar. Pero, por mucho que el dueño del café lo intentase, la caja de yesca se negaba a hacer chispas. Aunque Ravenna había desafiado la prohibición, ésta seguía vigente. Anularla era sería algo muy diferente.

Amadeo nos siguió por varias calles hasta llegar al ágora, pero no dijo palabra. Ambos lo ignoramos.

En la plaza había muy pocas personas y, a juzgar por el aspecto del templo, la gente había empezado a echarlo abajo. Ya no era la residencia de Ranthas, sino un edificio devastado que había hospedado al sanguinario Abisamar. Dudé que algún sacerdote hubiese sobrevivido a la revuelta, pero, sin duda, nutridas tropas protegerían por dentro el palacio del gobernador. Me pregunté por qué no había rastro de ellas, pues para entonces lo más seguro era que Vanari ya hubiese acudido en socorro de los sacerdotes. Quizá no tuviese suficientes soldados.

No distinguí a nadie conocido, pero tampoco había motivos para que estuviesen bajo la lluvia. Si Ithien había sobrevivido, estaría a cubierto en algún lugar del templo, no allí fuera bajo las negras y furiosas nubes, sufriendo el constante azote del viento.

Las puertas del templo, insertas en el deslumbrante arco de la fachada, habían sido arrancadas de las bisagras y arrojadas sobre el césped de un pequeño jardín situado enfrente. No había nadie montando guardia, sólo personas que bajaban tambaleándose por la escalera o se descolgaban con sogas desde los altares y muros del templo.

La inmensa antecámara de paredes rojas había sido despojada de todos los objetos de valor y, en una parte, la gente había intentado incluso quitar las baldosas del suelo. Me pregunté quién podría impedirlo.

―Escucha ―dijo Ravenna señalando un estrecho pasadizo lateral―, En el salón. Voces.

Cuatro años atrás habíamos recorrido ese mismo trayecto después de que Ithien nos rescatara del juicio organizado por Abisamar. Luego habíamos salido a la calle para presenciar la grata sorpresa de los cónsules thetianos cuando descubrieron que Palatina seguía con vida.

Ahora, mientras cruzábamos el salón, no pude ignorar que la ocasión era mucho más sombría. Un grupo de personas estaba reunido rodeando a alguien que yacía en la tarima. Supe de inmediato quién era.

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