―Dómine Sarhaddon no tenía esa intención.
―Era la intención de su santidad ―afirmó Amonis, feliz de coger las riendas por una vez―. Hay que recordarle a esta escoria que todavía tenemos el poder aquí.
―Quizá eso no dure mucho tiempo si te comportas de semejante modo ―espetó el venático.
Amonis se mantuvo en sus trece y los sacri cerraron filas a nuestro alrededor. Las cabezas de los dos sacerdotes me impedían ver (los dos era muy altos), pero antes de que llegásemos al ágora distinguí el brillo de las antorchas y oí cómo murmuraba la gente.
Custodiados por los guerreros sagrados con la cara oculta, nos empujaron hacia el ágora. Las personas bajaban la mirada a ambos lados, sin querer enfrentar los ojos de los asesinos enmascarados. El jaleo de charlas se convirtió en un murmullo, que crecía en intensidad en las zonas más alejadas de los sacri.
Los dos sacerdotes nos hicieron seguir a sus guardias, y el hombre que nos conducía acorto la soga que nos separaba. De todos modos, nadie hizo el menor movimiento para atacar a los religiosos. Sentí que mi corazón palpitaba velozmente, martilleándome el pecho. ¡Por el amor de Thetis! ¡Aquí todos odiaban a los sacri! ¿Por qué no los atacaban? Una vez dentro del templo estaríamos a merced de Midian y Sarhaddon. ¿En qué estaban pensando Ravenna y Palatina?
Ravenna captó mi atención e inclinó la cabeza, moviendo los labios para indicarme la palabra «Consejo». No estaba seguro de que con esa gente nos esperase mejor suerte, y no encontré demasiada piedad en los rostros de la multitud. Pero, claro, estaban todos demasiado ocupados intentando mostrarle a los sacri su desprecio sin ser castigados por ello.
Nadie era lo bastante osado para exponerse a represalias, y caminamos a través de la multitud sin que nadie nos dijese nada, aunque el murmullo crecía en volumen. Delante de nosotros, otras personas permanecían de pie en lo alto de las murallas carmesís, sobre el patio del templo, controlando a la gente reunida. Éstas, construidas con falsas medias columnas para armonizar un poco la estructura, eran más altas de lo que las recordaba. ¿O quizá eso se debía a que la vez anterior las había visto desde un balcón? Imposible saberlo.
Cuando llegamos hasta el portal del patio, se abrieron unas puertas dobles que en seguida se cerraron a nuestro paso. En el interior había un pequeño puesto de vigilancia y un pequeño pasaje, desde el cual accedimos a la columnata del patio del templo, iluminada por lámparas de leños dispuestas en las columnas internas. El fuego sagrado (o al menos el fuego sagrado que se les permitía ver a los fieles ordinarios) parpadeaba en el centro y detrás de él se encontraba la imponente masa roja del edificio principal con sus elevadas y estrechas ventanas, y sus almenas en lo alto.
Otros dos venáticos esperaban al pie de la columnata, con las manos ocultas entre los pliegues de las túnicas.
―¿Habéis tenido éxito? ―preguntó uno de ellos. Reconocí su voz: era Ninurtas, prior de los venáticos y asistente de Sarhaddon. Tenía treinta años más que él y lo había secundado durante el primer sermón.
―Sí ―sostuvo Amonis―. Los he traído aquí como habéis pedido, y ahora los conduciré ante el exarca.
―El exarca está ocupado ―dijo Ninurtas―. Los prisioneros deben ser llevados ante Sarhaddon, como él mismo ha ordenado.
―Son herejes ―insistió Amonis―. Están bajo la autoridad de la santa Inquisición. No puedes negar eso.
―No lo niego. De todos modos, se te ha ordenado llevarlos con Sarhaddon. Me resulta molesto que no obedezcas tu voto de obediencia salvo en los casos en que te conviene hacerlo.
―Soy un leal siervo de la orden de Ranthas ―afirmó Amonis obstinadamente―. Deberían ser sometidos a interrogatorio.
―Ya han sido sentenciados ―señaló Ninurtas dando la conversación por concluida. Tras un momento de vacilación, Amonis asintió de forma breve, dirigió al venático la más fugaz de las reverencias y siguió avanzando por el patio, moviendo la túnica al andar. Sólo quedaban allí dos sacri, mirando el extremo opuesto de la columnata.
Ninurtas no dijo nada más, pero les indicó a los sacri que lo siguieran y se marchó en la otra dirección. Sin deseos de que nos estiraran con la soga, avanzamos detrás de él. Podía oírse el murmullo de la multitud en el exterior, y en el lado izquierdo de la columnata distinguí a un grupo de figuras en la muralla; algunas no parecían ser ni sacri ni sacerdotes. Quizá oficiales thetianos. ¿Serían los que habían cogido de sus naves?
Debía de haber más arriba, en la ciudadela, pero aún ignoraba qué había sido de Hamílcar o de Ithien. ¿Dónde estarían? Si hubiesen caído en manos del consejo, no cabía duda de que Memnón nos lo habría dicho, cuanto menos para hacer más completa su victoria. Y pese a la acción de la
Aegeta
fuera del puerto, Hamílcar todavía podría alegar que estaba de parte del Dominio como del consejo. Palatina había mencionado en algún momento que tres o cuatro mantas de las grandes familias habían pasado con los años a manos de los heréticos. No era posible que Ukmadorian estuviese al tanto de que Hamílcar e Ithien eran ahora nuestros aliados, aunque la presencia de Aurelia podía dar lugar a la especulación.
Ninurtas nos guió a través de una estrecha puerta en una esquina de la columnata y desde allí pasamos a un pasadizo, cuyas paredes eran de piedra decorada pero desprovistas de murales o cuadros colgados. Si no me equivocaba, nos hallábamos aún en el muro exterior del templo, un muro más grueso de lo que suponía. De hecho, era más una fortaleza que un templo, lo que no podía sorprender a nadie.
Bajamos una escalera hasta llegar a una puerta muy ancha que debía de conducir al salón del Fuego del templo, la estancia principal inferior al santuario. Seguí con la mirada la hilera de majestuosas columnas que culminaban en un techo abovedado, del que colgaban tres arañas de hierro.
El sacrus se detuvo y desató la cuerda que había utilizado para llevarnos. Entonces él y su compañero se retiraron, cerrando las puertas detrás de ellos.
Me sentía realmente insignificante en aquel monumental edificio y en un principio no noté la presencia del tercer venático, una pequeña figura de pie junto a otro fuego en el ábside situado más al fondo. Le clavé la mirada un instante y, aunque la habitación estaba en semipenumbras, lo reconocí por la postura, por la posición de los hombros.
No iba encapuchado pese a estar en un sitio tan sagrado y vi con claridad sus facciones cuando se nos acercaba. Caminaba sin hacer el menor ruido, pero despertó un eco en las columnas al hablar.
―Habéis recorrido un largo camino ―dijo― y en él habéis cosechado más enemigos de los que hubiera creído posible. No me sorprende que os vuelva a tener prisioneros.
―¿Te vanaglorias de ello? ―replicó Ravenna, obligada a mirarlo según se aproximaba―. Encargas tus misiones a otros para que las realicen por ti. Orosius, la Inquisición...
―Todos tienen su utilidad ―completó Sarhaddon―. Pero ¿en eso consiste vuestro orgullo?, ¿en que habéis estado cautivos de un emperador en lugar de ser mis prisioneros? ¿Han merecido la pena esas cicatrices?
Ella no se conmovió.
―Aún estoy viva. Y sigo siendo la misma persona a pesar de todo lo que habéis hecho tú y tus buitres. Hemos escapado en cada ocasión. ¿No es algo de lo que podamos estar orgullosos?
―Me tiene sin cuidado.
Sarhaddon parecía mucho más viejo, aparentaba diez años más de los treinta y uno que tenía. Poseía los rasgos demacrados de un asceta, pero sus ojos seguían siendo vivaces y nos apuntaban alternativamente, intentando desnudar nuestras almas.
―¿Por qué te has molestado en salvarnos? ―preguntó Ravenna―. Después de todo este tiempo, deberías saber que lo mejor era permitir que el consejo nos matase.
―Prefería que fuese de este modo.
Ella negó con la cabeza.
―No, nosotros lo preferimos. Fue decisión nuestra venir aquí.
―Tenéis una idea muy peculiar sobre qué es una decisión ―acotó el venático que había acompañado a Amonis―. Fue la voluntad de Ranthas la que os trajo aquí y es imposible oponerse a ella.
En algún sentido, los dos tenían razón, pero empezaba a darme cuenta del motivo por el que Ravenna se había sometido tan mansamente (o quizá no se había sometido en absoluto).
―Somos tus prisioneros porque hemos escogido serlo ―dijo, decidida― y porque tú has querido tomarnos prisioneros. No ha intervenido en ello ningún dios.
―¿Incluso aquí dentro profieres herejías? ―se escandalizó Ninurtas, sonando más vehemente que ninguno. Había en su tono una velada amenaza, pero nada de la violencia típica de los inquisidores.
Ravenna se encogió de hombros, mientras que Palatina y yo permanecíamos mudos a su lado, inseguros de lo que pretendía. No era una situación especialmente agradable y apenas conseguía mantener a raya el miedo. Sólo me sostenían la decisión de no volver a ser jamás la marioneta de nadie y la ayuda extra que me daba la firmeza de Ravenna. Una prueba más, por si faltaba alguna, de la enorme distancia que nos separaba y que yo había intentado ignorar.
―Parece que no puedo decir nada más ―advirtió ella―. Soy a tus ojos una hereje porque no venero a Ranthas. Soy una hereje para el consejo porque Cathan y yo tuvimos una idea propia. Y, para ambos, porque no creo en las cosas en las que el consejo y vosotros estáis de acuerdo.
―Vuestro consejo hereje no está de acuerdo con nosotros en nada ―objetó Ninurtas.
―Ambos creéis en la existencia de ocho dioses y en que cada uno posee su propio Elemento.
Ninurtas se volvió hacia Sarhaddon.
―Mira, se inculpa ella misma. Es una heresiarca. ¿Por qué perdemos el tiempo con ella? Deberíamos quemarlos ahora mismo.
―Eso sería un error ―señaló Sarhaddon―. Podemos utilizarlos.
―No ―interrumpió Ravenna antes de que Ninurtas pudiese responder―. ¿No os basta con ser guías de almas? ¿También necesitáis poseerlas?
―Ranthas nos ha nombrado sus representantes en Aquasilva ―sostuvo Ninurtas―. Vuestra alma le pertenece, mientras que nosotros sólo somos intermediarios. Sabéis mejor que nadie que el recipiente más imperfecto puede servir a los más elevados propósitos.
―Diga lo que diga, soy maldita ―replicó ella―. ¿Qué importa todo eso? Si vais a quemarme, lo haréis tanto si confieso y me retracto de todo como si mantengo mi convicción de que el
Libro de Ranthas
es un engaño.
El rostro de Ninurtas se oscureció, pero Sarhaddon le indicó que mantuviese la calma.
―Admito que tienes razón, pero nuestra misión es salvar almas, no maldecirlas.
―Pues has sido muy rápido en maldecirnos ―intervino Palatina, incapaz de seguir callada―. Llegaste ofreciendo la paz, pero las palabras apenas habían salido de tu boca cuando nos traicionaste entregándonos a Orosius.
―No os habríais retractado ―alegó Sarhaddon―. Lo sabía entonces y lo sé ahora.
―¿Entonces por qué nos mantienes vivos? ―exigió Ravenna.
―¿Deseas ir a la hoguera? ―le preguntó Sarhaddon―. Pareces desearlo.
Ravenna negó con la cabeza.
―Por supuesto que no, pero te hemos permitido tenernos sujetos a tu compasión en medio de un templo repleto de inquisidores que desean matarnos. ¿Por qué haríamos eso?
El interrogante pareció intrigar a Sarhaddon un instante, pues ella estaba dándole la vuelta a todos los argumentos, llevando la verdad al límite.
―Nos habéis preferido a nosotros que al consejo ―señaló él―. Pese a todo lo que os hemos hecho, habéis preferido poneros en mis manos antes que morir en manos del consejo. Si, como alegas, ésa fue vuestra decisión, entonces habéis venido aquí para salvar la vida. El martirio no os sienta bien, ¿no es cierto?
―¿Realmente puedes decir eso ―prosiguió Ravenna―, después de lo ocurrido en Lepidor?
―Las cosas cambian. Vosotros cambiáis. Estuvisteis cerca de la muerte en una ocasión y no queréis que os vuelva a suceder. Lo que implica, por supuesto, que os habéis sometido voluntariamente a mí. ―Sarhaddon sonrió ligeramente antes de proseguir―: Eso deja claro por qué habéis venido y que esperáis sobrevivir. No es una estrategia muy sutil la de emplear todo el tiempo la muerte como amenaza, y no siempre funciona, pero acabáis de revelarme que puede ser eficaz. Os lo agradezco.
Dio un paso atrás, disfrutando de la incomodidad de Ravenna.
Por un instante ella no añadió nada, pero entonces volvió a la carga:
―Por tus propios intereses te conviene que estemos vivos. No ganabas nada con traernos hasta aquí para quemarnos si tenemos en cuenta que el consejo lo habría hecho por vosotros. ¿Para qué tomaros la molestia?
La voz de Sarhaddon sonó muy distinta cuando volvió a hablar, como si un inquisidor se hubiese apoderado de su cuerpo despojándolo de toda sutileza.
―Antes de que se diga nada más, aclaremos bien esta cuestión ―advirtió―. Os he traído porque he querido hacerlo, ya que me proporcionará información muy valiosa. No os engañéis. Habéis humillado a dómine Amonis en la represa y, al hacerlo, se ha visto herido el orgullo de la Inquisición como cuerpo. Si me place y se aviene a mis intenciones, os pondré otra vez en sus manos sin dudarlo. Ahora contestaréis a todo lo que yo o cualquier otro os pregunte.
―No sois magos mentales de Tehama ―objetó Ravenna.
―Es cierto y quizá deba explicarme. La Inquisición posee una técnica que emplea en determinadas situaciones para obtener información. Sólo funciona con gente que es leal a sus amigos o familiares. Si te someto a interrogatorio, Ravenna, los inquisidores no te tocarán lo más mínimo. Podrás negarte a responder a tantas preguntas como quieras y no sufrirás. Hizo una pausa, tan implacable en cada detalle como Amonis o incluso los miembros del consejo, y continuó―: Sucederá en cambio que quienes sufran serán Cathan o Palatina, o ambos. Si decides no decir nada, serán sometidos a todos los tormentos que el inquisidor considere apropiados. Y nada que ellos digan tendrá influencia alguna en su destino.
Tendríamos que haber esperado algo así. Noté la furia de Ravenna en el modo en que se tensaban sus músculos y supe de inmediato que, fuera cual fuera el resultado de aquel enfrentamiento, Ravenna saldría derrotada. Era de esperar.
Pero, por supuesto, aquello ya había sucedido con anterioridad, En mi memoria seguía marcado a luego el juzgado de Kavatang, el increíble flujo de ira en estado puro que se había apoderado de mí en el potro al presenciar las torturas a las que Ravenna era sometida.
Y ella reaccionaría de igual modo ante lo que me hiciesen.
El mismo efecto, salvo por el hecho de que yo tenía más magia latente.