―¡Emergencia! ―anunció Sagantha sin motivo aparente―. Nos estamos...
Y, en aquel instante, sin ninguna advertencia previa, disparó el cañón directamente al interior del desprotegido
Meridian.
No tuve tiempo siquiera de ver los rayos de fuego anaranjado, pues casi de inmediato estábamos a unos diez metros de distancia. Apenas distinguí como manchas las llamas que inundaban el interior de la manta. Oí en el agua un chirriante sonido y las comunicaciones con el
Meridian
quedaron interrumpidas.
El impacto de los disparos de Sagantha nos había impulsado a bastante distancia de la manta. Entonces activó el pequeño conjunto de dispositivos de la raya que nos permitía avanzar marcha atrás y empezamos a movernos a toda velocidad.
―Cierra los ojos ―me indicó Sagantha―. ¡Ahora!
Incluso a través de los párpados el mundo se llenó de un potente brillo. De haber tenido los ojos abiertos a tan poca distancia, la bola de fuego producida por la destrucción del
Meridian
me habría dejado ciego.
Sagantha echó el morro de la nave hacia abajo y aceleró. La onda expansiva de la explosión nos golpeó, empujando la raya con fuerza hacia aguas más profundas. El éter crepitó a través del panel y el extraño sonido artificial de la sirena de emergencias retumbó aturdiendo mis oídos.
La nave se convulsionó y el ángulo de nuestro avance se volvió más y más vertical hasta que yo casi colgaba del asiento.
―Puedes volver a abrir los ojos ―dijo Sagantha poco después mientras seguíamos cayendo a toda velocidad y con un ángulo no menos extremo.
Todo cuanto conseguí ver fueron negras aguas y al hombre de rostro tenso sentado junto a mí, un hombre que acababa de destruir su buque acabando con sus propios subordinados. Numerosas luces rojas de emergencia titilaban frente a mí.
―Estamos liberando una estela de escombros ―señaló bruscamente Sagantha. Sentí como si los motores hubiesen dejado de existir y estuviésemos yendo hacia las profundidades por el mero peso de la raya―. Los campos de éter han desaparecido, la explosión debe de haber dañado la superficie de nuestra nave. Hay varios sectores que no responden. No tenemos tiempo de repararla ahora.
Caímos unos cientos de metros más antes de detenernos con suavidad en lo que Sagantha describió como «un sitio seguro». Arriesgándome a entrar otra vez en contacto con el éter, eché una mirada y comprendí por qué lo decía: estábamos en el fondo, ocultos casi por completo tras unas rocas y camuflados contra una capa de sedimentos.
―Ahora estamos a suficiente profundidad ―anunció apagando los sensores y los motores, todo salvo unas luces pequeñas que no podían ser reconocidas por el éter. Se inclinó hacia mí y me quitó las ataduras y los brazaletes de los brazos.
―¿Por qué te molestaste en colocarlos? ―le pregunté mientras cambiaba de posición y me frotaba las muñecas, como si desease librarme de la irritación producida por la contaminación con éter. No me quedaría ningún daño permanente, sólo una incómoda picazón y una sensación de fragilidad que durarían algunas horas.
―Cuanto más cerca está una mentira de la verdad más convincente puede resultar. Dije que estabais a buen recaudo, y ellos no sabían qué había de verdad en mis palabras.
―¿Qué le has hecho a Ravenna? ―pregunté nada más que desactivó el campo de éter que cubría la puerta y se agachaba para alzar la barrera metálica que obstruía el paso.
―Lo mismo. Una oleada de éter y escudos para mantenerla dentro.
Salté de mi asiento y me acerqué adonde estaba ella, al parecer semiconsciente, al lado de Amadeo.
―Estoy bien ―mintió, pero miraba más allá, hacia Sagantha―. ¿Por qué? ―dijo soltando su cinturón y gimiendo de dolor al moverse―. ¿Por qué has hecho eso?
El dejó el puente de mandos y se colocó de pie ante la escotilla, una elegante pero exhausta figura con uniforme naval.
―Algún día os lo diré ―afirmó con gravedad―. Cuando hayamos sobrevivido.
Hizo una pausa para reducir a un mínimo el brillo de las luces de la cabina, hasta que apenas pudimos distinguir más que nuestras caras.
―Las rayas buscarán restos y supervivientes, pero no nos encontrarán aquí. Podremos marcharnos dentro de un par de horas.
―¿Estamos en condiciones de navegar? ―le pregunté.
―Lo descubriremos más tarde. Deberíamos recorrer un pequeño trecho, pero que lo logremos dependerá del daño que haya recibido la cubierta protectora de la nave.
Ravenna se puso de pie, apoyándose en el respaldo de la silla.
―«Algún día os lo diré» no me convence. Los que iban a bordo del
Meridian
eran tus aliados, tus subordinados. Confiaban en ti y, a diferencia de nosotros, no sospecharon ni por un instante que ibas a traicionarlos.
―Deberías ser más coherente, Ravenna. Los que maté eran tus enemigos, lo hice por tu bien.
―¿Y qué pensarías de mí si yo destruyese el Archipiélago para ayudar a Thetia?
―Actué a favor del Archipiélago. A favor de ti y del Archipiélago.
Ninguno de los dos se movió.
―Es fácil hablar. Me cuesta creerte.
―Has recorrido un largo camino desde la primera vez que nos vimos ―comentó Sagantha―. Admito que no ha sido un camino feliz, pero creo que aún hay cosas que no puedes comprender.
―¿Por ejemplo que no es posible confiar en nadie? ―lo interrumpió ella―. Supongo que eso es cierto. Nunca he conocido a alguien que mantuviese sus promesas. A nadie en absoluto.
Incluyéndome a mí, se sobreentendía. Ravenna no permitiría que lo olvidase.
―Soy tu regente, Ravenna, el único gobernante designado legalmente en todo el Archipiélago hasta el momento en que seas coronada. Eso no tiene demasiada importancia, pero trabajo en pro de tus intereses. No respondo ante el Consejo de los Elementos ni el Anillo de los Ocho. Ninguno tiene autoridad para destituirte.
―Mis intereses... Porque son los que más te convienen.
―¿Cómo puedes creer que estar varado en una raya averiada junto a vosotros dos y un fanático del Dominio me convenga más que tripular el puente de mandos del
Meridian
con el apoyo íntegro del Consejo?
―No puedo confiar en ti ―repitió ella―. Los traicionaste y, del mismo modo, podrías traicionarme a mí.
―Pero no lo he hecho jamás. ¿Qué crees que os habrían hecho los jueces? ¿Deciros que no volvieseis a portaros mal y mantener un control más estricto que antes sobre vosotros? Si pensaste eso, es que no has aprendido nada. Ya se habían reunido y decidido por adelantado que erais más una complicación que un bien y que les resultaría mejor buscar otra persona para el cargo de faraona. De hecho, no te conoce mucha gente. No se hubiesen molestado siquiera en ejecutaros, os habrían dejado encarcelados de por vida.
¿Realmente habrían hecho eso? No me parecía lógico. Sagantha sólo intentaba justificarse.
―Pareces escéptica. ¿Tuvieron algún tipo de escrúpulo a la hora de penetrar en tu mente? ¿Crees acaso que no hubiesen empleado el potro contra Cathan? El juzgado y todos sus procedimientos se inspiran en los de la Inquisición. Y, después de todo, se habrían vuelto a aliar para encargarse de vosotros. ¿Debía mantenerme al margen y permitirles actuar? ¿Habrías preferido que lo hiciera?
―Vosotros no queríais que quedase a su merced ―dijo Amadeo con voz queda―, y soy vuestro enemigo. Este hombre parece ser vuestro amigo. ¿Por qué no confiáis en él?
―¿Qué sabe un sacerdote sobre la amistad? ―preguntó Sagantha, volviéndose para mirar al religioso herido, que descansaba sobre una silla. Ravenna lo había envuelto con una manta del almacén de emergencia de la raya. Aun así, Amadeo seguía pálido y débil.
―Sólo necesito la amistad de Ranthas ―repuso―. No me habría enviado con vosotros de no haberos escogido por algún motivo. Por eso no me dio la fuerza para morir ante vosotros.
―Es sorprendente con qué rapidez cambian tus palabras ―dijo Ravenna con desdén―. Pensé que había sido una debilidad, ¿Eso también lo atribuirás a la voluntad de Ranthas? Me parece que eres demasiado cobarde incluso para admitir que eres un cobarde.
―Soy un servidor de Ranthas ―afirmó Amadeo con un atisbo de desafío―. Fue su voluntad que vinieseis a por mí, todos vosotros.
Todavía me aturdía el recuerdo de la manta destruida y de la matanza que sin duda habíamos ocasionado. Me miré las manos, esperando ver algún indicio de lo sucedido, un rastro de sangre o un residuo de magia. Pero no encontré nada más que la seca y desagradable sensación dejada por el éter.
―Nos condenáis por nuestros métodos, pero son idénticos a los vuestros. ¿Realmente puedes establecer una distinción tan tajante después de lo sucedido, de lo que habéis visto hoy? ―dijo Amadeo, primero mirándome a mí y después a Ravenna―. ¿Qué podéis decir de toda la gente que oí gritar mientras esperaba mi turno, toda la gente que ha sido torturada en los últimos años? ¿Quién es responsable de eso? No creo que conozcáis vuestro propio pasado tan bien como creéis.
―Quien controla el pasado decide el futuro ―sostuvo Ravenna―. Cualquiera lo sabe. Y el Dominio mejor que nadie.
―Es una lección que vuestra gente ha adoptado a conciencia. ¿Oísteis a Sarhaddon pronunciar los sermones en Tandaris? Yo los escuché todos y gracias a él llegué a ver la verdad de Ranthas.
―¿Estabas ahí? ―dije, preguntándome si lo habría visto entonces, pero ¿por qué habría de recordar un único rostro en medio de la multitud, el rostro de un hombre a quien no conocería sino cuatro años más tarde?
―Sabes a qué me refiero ―prosiguió Amadeo―. Recuerdas las palabras de Sarhaddon. Es imposible olvidarlas.
―No todos lo admiramos como tú ―sugerí estudiando su cara intentando descubrir algo. ¿Qué? No lo sabía con seguridad. Lo único que veía era lo que esperaba ver: la obcecación y la sombra del fanatismo de Sarhaddon, lo que le había dado a ese ignorante thetiano―. Supongo que eso se debe a que tú no lo viste traicionar a alguien que confiaba en él, ni estabas cuando mató a mi hermano cerca de estas costas hace cuatro años.
―Tu hermano debió de ser entonces un hombre malvado e impío ―respondió Amadeo mirándome impávido a los ojos.
―Impío y malvado, quizá. ¿De veras crees que lo era? Sabes perfectamente de quién estoy hablando, quién soy.
―Fue la voluntad de Ranthas ―profirió Amadeo―. Ranthas condujo a Sarhaddon hasta nosotros para mostrarnos sin ambages las mentiras de la herejía. También hoy te ha mostrado lo mismo a ti. Los ha destruido con sus llamas, actuando por intermedio de nosotros. Al encontrarme me concedisteis lo que bien sabíais que era una elección injusta. Ahora os formulo una pregunta justa. ¿Podéis afirmar con sinceridad que los hombres que habéis visto no eran los líderes de la herejía, sino apenas una parte de la misma? Sagantha tiene que saber quién es el líder del Anillo. ¿De qué modo os han ayudado vuestros falsos dioses? Vuestros líderes son intolerantes y corruptos, es decir, exactamente lo que claman que somos nosotros. ¿Cómo podéis creer siquiera algo de todo lo que os han dicho? ―Amadeo giró levemente la cabeza y sus ojos reflejaron la luz de éter que ardía de forma tenue sobre Sagantha―. Pensad en toda la gente que os ha enseñado, que os mostró los horrores causados por los cruzados treinta años atrás. Estuvieron allí, pero ¿os han dicho la verdad alguna vez? ¿Os dijeron acaso qué era lo que los cruzados destruyeron? El terror, la tiranía... eso fue lo que destruyeron. ¿Tenéis la menor idea de cómo era el Archipiélago hace unos treinta años?
―¿Era peor? ―protestó Ravenna―. Éramos los dueños de nuestro propio destino, teníamos nuestras ciudades, todo lo que nos habéis quitado durante la primera cruzada.
―Acabamos con la tiranía ―empezó él, pero Ravenna lo interrumpió.
―¡Mentiroso! ―dijo casi gritando―. ¡Vais por la vida destruyendo todo lo que tocáis, intentáis mancillar nuestras creencias!
Ravenna avanzó hacia él apuntándole a la cara con la mano derecha, y por un momento pensé que iba a golpearlo.
Se detuvo a unos centímetros, con una expresión singular en el rostro.
―Ravenna, te aconsejo que te sientes ―intervino Sagantha, que aún no se había movido―. Tienes al menos una costilla rota y sólo conseguirás lastimarte más si sigues.
Ella pareció estar a punto de desmayarse y el almirante se le acercó con calma para sostenerla y ayudarla a regresar a su asiento.
―Quédate aquí, que voy a buscar el equipo de primeros auxilios. No es momento para discusiones. Amadeo, si dices una sola cosa más te pondré a dormir mucho tiempo.
Ravenna no protestó y permaneció sentada con los ojos cerrados. Amadeo no volvió a abrir la boca, pero cruzaba sus labios una leve sonrisa.
LOS VESTIGIOS DEL EDÉN
El zumbido de las cigarras llenaba el aire de la tarde mientras ascendíamos la colina por la ventosa avenida rodeada de cipreses. Las piedras del camino eran antiguas y típicas del Archipiélago, profundamente erosionadas salvo en el lado interno de la curvas más pronunciadas, donde parecía que alguna fuerza desconocida hubiese preservado el camino en perfectas condiciones. A cada lado, adelfas y palmeras enanas se movían con la brisa.
Miré hacia delante, preguntándome cuánto más deberíamos caminar. Las casas de las laderas de los acantilados estaban todavía a mucha distancia, no más grandes que la última vez que me había fijado, unos minutos atrás. Ilthys no parecía ser otra cosa que colinas y acantilados, y su superficie era incluso más accidentada que la de Qalathar. Pero comparada con la inmensa isla de la que habíamos escapado hacía una semana, era un collar de esmeraldas en medio de un mar tropical.
Pudimos ver la ciudad desde arriba al pasar un pico, desde donde se veía como una confusión de casas blancas y cúpulas azules montada en una ladera por encima del mar. Desde entonces, sin embargo, había transcurrido una hora.
El aspecto de Ilthys a lo lejos no parecía diferente de la última vez que habíamos estado allí, cuatro años atrás. Nuevas murallas rodeaban el palacio del gobernador, y el templo daba la sensación de haber sido ampliado, pero ya no había zigurats ni los horrendos cuarteles construidos por los haletitas que rompían la armonía de las casas, los árboles y los balcones colmados de flores.
―Vuestro amigo Ithien fue gobernador aquí, ¿verdad? ―preguntó Sagantha―. Un republicano.
―Sí. ¿No lo conoces?