Negué con la cabeza sin decir nada, y sin saber por qué lo hacía.
«¿Por qué? ¿Por qué después de todo lo que os he hecho os negáis a matarme? Cathan, no merezco vivir. Soy un monstruo, tú mismo lo has dicho. Nuestra madre lo ha dicho, todos lo dicen. Todos saben lo que he hecho.»
«La vida es una maldición peor que la muerte, eso dicen quienes no saben cómo vivir.»
«¡Cathan, no! ―gritó Ravenna con urgencia―. Recuerda quién eres, quién es él.»
Volví a negar con la cabeza, intentando aclararme. Aquél no era mi hermano, pero nuestro parecido era tan impresionante... Incluso el rostro thetiano de aquel prisionero me recordaba al mío, aunque los rasgos fuesen diferentes. Quizá tuviese algo de sangre del Archipiélago, reflexioné sumido en mis pensamientos.
Pero en esta ocasión no fue preciso que interviniese, pues con sus últimas palabras el hombre había dicho exactamente lo que no debía. Durante un instante Ravenna pareció debatirse entre dejarlo allí a merced del consejo y el Anillo de los Ocho o ayudarlo, evitando de este modo que consiguiese el martirio que tanto parecía anhelar. Finalmente, por el motivo que fuese, se inclinó por la segunda opción.
―Ya eres indigno ―dijo ella sin compasión―. ¿Acaso no deseabas que te librásemos de tus cadenas?
Ravenna lo miró fijamente hasta que él acabó asintiendo.
―Tu orden pretende una dedicación absoluta a la fe. Tu vida no tiene ningún valor, pues se espera que ponga a la fe por encima de ella. Ya has roto tus votos. O lo que es peor, nos has atraído con tus golpes, deseando que viniésemos en tu ayuda.
Ella mantuvo los ojos clavados en los del prisionero hasta que él asintió, humillado. Parecía al borde de las lágrimas.
―Te permitiremos escoger. Podemos abandonarte aquí a merced del consejo, que sin duda regresará para volver a torturarte e intensificar tus dolores hasta que mueras. O puedes venir con nosotros... dos magos heréticos.
Intenté interrumpirla, pero ella alzó una mano exigiendo silencio.
―No, Cathan, le estamos dando la posibilidad de escoger.
―Sin incluir la opción que él desea.
―No está en situación de pedir nada. Estoy seguro de que comprenderás por qué no me resulta simpático nadie que vista la rúnica del Dominio, sea inquisidor, venático o cualquier otra cosa.
Ravenna volvió la espalda al prisionero, ignorando el lento desangrarse de sus heridas.
―¿
Cuánto tiempo llevas aquí? ―le preguntó.
―No lo sé. Una eternidad. Por favor, matadme.
―No. Ven con nosotros o permanece aquí para volver a ser torturado.
Se produjo un largo y profundo silencio.
―Ranthas quiere que sea liberado ―murmuró por fin.
―No lo creo ―objetó Ravenna―. Has roto los votos que le habías hecho. ¿Quieres que te dejemos aquí?
Ravenna se estaba comportando brutalmente, pero no se me ocurrió cómo intervenir. Tenía razón: era la decisión del prisionero.
El hombre cerró los ojos, moviendo los labios en lo que quizá fuese una silenciosa plegaria, pero tras un instante volvió a negar con la cabeza.
―Ranthas, ¿por qué no me concedes la fortaleza que te he suplicado?
―Porque no te está escuchando. ―La expresión de Ravenna era vengativa―. A él no le importas. Y, por otra parte, sus poderes no son más que fantasías.
Ravenna recogió un poco de polvo del suelo y se lo llevó a un sitio donde verlo mejor. Noté la concentración en su rostro. Durante un largo momento no dijo nada en absoluto y entonces se produjo de pronto un estallido de magia. Duró apenas un segundo durante el cual llamas anaranjadas parpadearon sobre el polvo. Los ojos del prisionero se abrieron de par en par del asombro.
Ahora era mi turno de sorprenderme. Ravenna había hecho algo imposible, algo que contradecía todas las enseñanzas de Ukmadorian.
Ravenna me brindó una sonrisa, a medias traviesa, a medias de superioridad. La primera que le veía desde que habíamos entrado allí.
―Ya te lo explicaré más tarde ―me dijo desconcertantemente antes de volverse hacia el prisionero.
―¿Ya te has decidido?
―Debéis de ser emisarios de Ranthas ―afirmó el hombre, aferrándose a su única esperanza―. Sólo un auténtico creyente podría hacer eso. Estáis poniendo a prueba mi fe.
―No has sido escogido por ningún propósito elevado. Y además, no tenemos más tiempo, de modo que o vienes o te quedas. Muere con alambres retorcidos en tu piel o vive para volver a sentir el aroma de las palmeras y nadar en el mar otra vez.
Noté que con eso había quebrado su resistencia. Estaba siendo odiosamente injusta, pero podía entenderla. Sentía mucha más compasión por ella que por él, y el único motivo que me impulsaba a permitirle seguir vivo era todo lo que yo acababa de sufrir y el hecho de que todavía lamentaba la muerte de Orosius.
―Iré ―dijo por fin.
No teníamos una idea concreta de dónde nos dirigíamos, con excepción de que debíamos alejarnos de la fortaleza. Pronto resultó evidente que el hombre, debilitado por la tortura, no estaba en condiciones de caminar una gran distancia. Además, sospeché, el ayuno y el ascetismo propios de su orden debían de haber minado su salud ya antes de ser capturado. Si mis rudimentarios conocimientos médicos eran algo fiables, Ravenna tenía rota al menos una costilla.
Necesitábamos encontrar alguna clase de bote, pero dudé que alguna nave de superficie hubiese sobrevivido a las rompientes olas de la entrada de la bahía. Sin duda habría allí rayas para mantener la comunicación con el exterior (y para que los comandantes de la fortaleza pudiesen huir a tiempo en caso de emergencia).
Teníamos que haber inspeccionado el puerto inmediatamente después de escapar. Ahora, con la carga del venático lisiado, no teníamos muchas opciones. Y yo me oponía a abandonarlo. Uno de nosotros debería ir con él, volviéndonos más vulnerables.
Sin saber a qué otro sitio ir, regresamos al puerto.
Busqué de arriba abajo intentando descubrir un puente de lanzamiento de rayas, pero cuando al fin di con uno, estaba vacío. El suelo todavía seguía húmedo. Me pregunté si las rayas estarían reuniéndose en algún punto invisible de la bahía, reagrupándose para un ataque.
―No tenéis forma de salir. Soy una carga para vosotros, así que acabad conmigo por la gracia de Ranthas ―dijo nuestro involuntario compañero.
Aún no teníamos idea de cuál era su nombre, así que se lo pregunté.
―Me llamo Amadeo.
―No, tu nombre real ―protestó Ravenna, dando por supuesto que, como la mayoría de sus compañeros, había cambiado su nombre al unirse a la orden.
―No tengo otro nombre ―insistió―. Ése es el nombre que me dieron mis superiores y es el único que poseo.
Todavía dudaba de qué haríamos a continuación cuando, para mi asombro, vi cómo una raya aparecía desde las tinieblas, maniobrando con elegancia hacia el muelle.
―Están regresando ―anunció Ravenna―. ¿Puedes enfrentarte a ellos?
―Alejaos de la puerta. Esperaré a que salgan.
Apoyamos a Amadeo contra una de las paredes. Ravenna dio unos pasos atrás y retiró la daga del cadáver del guardia. La limpió en la alfombra con expresión de repugnancia y la revisó.
―Éste no es el tipo de arma que suele portar un guardia. Parece ser más bien la daga de un alto oficial, un arma de adorno o de alguien muy rico.
La estudió por un instante, acercándola a la luz, y añadió:
―Pertenece al almirantazgo cambresiano.
Quizá eso significase que Sagantha había estado aquí. ¿Por qué habría de matar a un guardia del consejo?
Sentí un atisbo de esperanza, pero en seguida se empañó de desconfianza a medida que la solitaria raya se perdía de vista en el muelle. Hubo un golpe metálico, probablemente las compuertas cerrándose tras la raya, y luego, un segundo después, algo que pareció un eco (no se podía oír un eco en una cámara llena de agua).
Amadeo, recostado contra la pared, elevaba la mirada con ansiedad hacia la escalera.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que drenaran el agua del compartimento de la raya? Quizá no faltase demasiado.
Me esforcé por oír todo lo que sucedía por encima de nosotros, no llegó nada a mis oídos. El tiempo parecía eterno; estarían quitando el agua gola a gota? Por Un percibimos que un cierre mecánico se abría, indicando que la cámara se había vaciado del todo. Los compartimentos y los muelles funcionaban con una tecnología mucho menos compleja que la de las mantas. Quizá eso fuese una ventaja.
Ravenna miró por una de las pequeñas ventanas de la puerta mientras yo mantenía la vista en la escalera.
―¡Es Sagantha! ―gritó ella―. Nos hace gestos de que lo acompañemos. ¿Está a favor o en contra de nosotros?
―¡A favor! ―exclamé con fervor, suplicando estar en lo cierto.
―¡Rápido! ―dijo Sagantha mientras Ravenna habría la puerta―. No tenemos mucho tiempo. Se darán cuenta en seguida de adonde he ido e intentarán bloquear la entrada. ¿ Quién es él? ―inquirió al verme ayudando a Amadeo a llegar al muelle de la raya. Las puertas se cerraron a nuestra espalda, aunque se suponía que el seguro no debía cerrarse hasta que hubiese agua en el compartimento.
―Un mártir voluntario que no tuvo el coraje de morir como había prometido ―respondió Ravenna brindando a Amadeo una dura mirada―. Podemos deshacernos de él en cualquier sitio lejano, pero Cathan no ha querido dejarlo a merced del consejo.
―Yo no dejaría a nadie a su merced ―repuso tajantemente Sagantha―. Ni siquiera a vosotros, como podéis comprobar. Traedlo dentro, ya nos ocuparemos de él.
Mientras lo empujaba dentro de la raya, avanzando detrás de él, oí gritos en el pasillo y el sonido de pies a la carrera. El consejo nos había descubierto.
Sagantha me cogió de la túnica, casi arrojándome de cabeza al interior de la nave. Aterricé dándome un doloroso porrazo contra la alfombra y apenas conseguí gatear quitándome de en medio mientras él cerraba la escotilla. El ruido del exterior se esfumó de pronto, apagado por el grueso casco de la raya.
―Échame una mano ―pidió Sagantha ayudándome a ponerme en pie―. Tú no, Ravenna. Cathan es más útil ahora. Agárrate bien. Sean quienes sean los que están fuera, tendremos que hacer una navegación arriesgada.
Los misteriosos paralelos con la noche en que había muerto Orosius volvieron a inquietarme mientras ocupaba el asiento del copiloto, recordando nuestra huida del
Valdur.
Nuevamente debíamos escapar navegando a través de la costa de la Perdición, pero ¿hacia dónde? ¿Dónde podríamos refugiarnos? Incluso si todos los herejes perteneciesen al Anillo de los Ocho, le debían todavía lealtad al consejo, y éste parecía estar controlado por sus miembros más depravados.
Sagantha activó el control de éter que debía abrir la puerta del compartimento (a no ser que su mecanismo hubiese sido dañado por la gente del consejo). ¿Estarían ellos todavía en la sala que acabábamos de abandonar o habrían retrocedido? El acceso interno debía de estar para entonces herméticamente cerrado.
Un instante después se abrió la compuerta exterior y el agua inundó el compartimento separando la raya del suelo. Ahora ya nadie podía detenernos, al menos no desde dentro de la fortaleza.
Cuando la cámara estuvo llena se encendieron los motores y nos abrimos paso hacia la ensenada, doblando hacia la izquierda y alejándonos del muelle. El agua era allí menos profunda, y supuse que dragarían la zona con bastante frecuencia para conseguir la profundidad adecuada.
―Colocaos los cinturones de seguridad ―ordenó Sagantha, y me agaché para hacerlo, pero aún no había conseguido ajustado cuando él aceleró la raya, lanzándola como una flecha hacia el fondo. Me aferré a lo que pude hasta que estabilizamos la nave, revolviendo a nuestro paso el barro del suelo marino. Había lodo, no arena, puesto que el lago de Tehama desembocaba allí. No se me había ocurrido antes, pero el barro nos proporcionaría un excelente camuflaje.
―Los sensores de éter sufren distorsiones en el agua dulce. Están diseñados para funcionar en el mar, y la corriente de agua dulce que hay aquí nos dará cierta ventaja. Si es que podemos encontrarla. Mirad en la pantalla en busca de un área borrosa ―pidió Sagantha, que mantenía la raya a tanta profundidad como podía. Cada tanto sentíamos un ruido sordo al chocar contra algún objeto duro, pero eso no parecía sorprenderlo.
Sagantha inclinó la nave gradualmente a estribor mientras yo manejaba los controles de éter e inspeccionaba la bahía con los sensores. El barro no ayudaba y no tenía mucho sentido tratar de encontrar una brecha borrosa en medio del agua. Necesitaba rocas, algo de fondo, un lugar que contrastase, situado hacia la derecha.
Allí. ¿Serían esas rocas? No podía afirmarlo. Sí, podían ser, pero su imagen no era demasiado clara, como si la mirase con los ojos empañados de lágrimas. Se las mostré a Sagantha y él hizo retroceder la nave en dirección a la corriente. No tenía límites demasiado definidos, pero era la única corriente rápida de la bahía. Mientras empezábamos a recorrerla, con su mezcla de agua dulce y salada, y un efecto similar al de una catarata, pensé lo fascinante que era ese lugar para realizar un estudio Oceanográfico. Incluso los biólogos se darían un festín estudiando las criaturas traídas a la meseta desde el lago. ¿Serían esas aguas más cálidas o más frías que las del océano abierto?
No tuve tiempo de maravillarme. Un instante después, los sensores dieron la señal de alarma y distinguí las siluetas de cuatro rayas y una inmensa manta acechando en la entrada de la bahía.
Saben que estamos aquí ―dijo Sagantha, concentrando la atención en los controles―. La pregunta es si nos han detectado o no. Si no lo han hecho, estarán disparando hacia la oscuridad. Tened listos los sistemas de armamento.
Sagantha disminuyó la velocidad y nos deslizamos por el fondo de la bahía en dirección a la expectante flotilla que el consejo había desplegado por delante y por encima de nosotros. Me pregunté si Sagantha de verdad pretendía hacer lo que decía. ¿Se enfrentaría al consejo por nosotros? No era mi intención confiar en él más de lo que ya había hecho, pero al parecer no me quedaba mucha elección. Con treinta años de experiencia naval a sus espaldas, sus posibilidades de llegar a mar abierto eran bastantes más que las mías.
―¿No sería mejor usar la magia? ―pregunté.
―No. En el
Meridian
hay magos mentales. No pueden influir en ti desde donde están, pero podrían detener vuestra magia e, incluso, reflejarla volviéndola en nuestra contra. Lo haremos de la forma más práctica. Simplemente seguid mis órdenes y no efectuéis ningún disparo a menos que os lo indique, sin importar lo tentador que sea.