Luego pulsó el botón en los paneles y, al poco, un suave y casi inaudible ronroneo indicó que nos protegían los campos de éter.
Intenté utilizar la magia, pero no pude. Debía de haber magos mentales también en el
Estrella Sombría―,
y mientras nos separasen unos pocos kilómetros podrían anular mi magia y la de Ravenna. No me era difícil escapar a su control, pero el freno que imponían a mi magia era una cuestión diferente.
―Es inútil ―dijo Ravenna poco más tarde, tras intentar lo mismo. Lo único que podíamos hacer era sentarnos en medio de una profunda frustración. Maldije, harto de los tehamanos y su interferencia, indignado ante lo que se proponía el consejo.
―Tendríamos que haber matado a todos y cada uno de los magos de la otra nave ―señaló Oailos―. Veamos si podemos vencer a los que tenemos delante.
Sentí la furia de los demás en el puente, todos exaltados con excepción de Sagantha, que demostraba una calma profesional. Al menos ellos podían emplear armas manuales y responder a los ataques del enemigo. Pero ¿de qué servíamos Ravenna y yo? ¿Sería siempre de ese modo?
Si es que había un modo. El
Cruzada
tenía un casco poderoso y muchas municiones, pero uno contra cuatro era una inferioridad notable. Un intenso temor reemplazó mi vacío al tomar conciencia de que podríamos no sobrevivir al ataque.
Yo sólo había presenciado antes dos enfrentamientos navales. Uno, al recibir los disparos del
Estrella Sombría
y, una vez a bordo de esa nave, combatiendo contra los piratas que se habían lanzado contra Hamílcar. En ambas ocasiones, el armamento de los buques de combate había acabado en seguida con el enemigo.
Recordé los rostros de la tripulación durante la segunda batalla, cada uno de los que estaban en el puente de mando y todos lo demás que habían sido nuestros compañeros de nave. Nunca hubiera pensado que en el futuro me enfrentaría a ellos.
Me acordé de otro momento que me produjo un intenso pesar: mi primer encuentro con Ravenna después de la fugaz batalla entre el
Pakle
y el
Estrella Sombría.
Me arrebató el terror de enfrentarme a personas que podrían ser piratas, dispuestas a matarnos a todos. Y luego la fría recepción de Ukmadorian, Ravenna y la primada Etlae.
Ukmadorian y Etlae habían querido sacarme de en medio, y durante muchos años pensé que eso significaba llevarme a la Ciudadela y dejarme allí. Pero, ahora, conociéndolos mejor, eso me parecía poco probable.
En aquella ocasión Ravenna me había salvado la vida. ¡Bendita Thetis! ¿Por qué nuestra relación se había vuelto tan complicada? ¿Por qué Ravenna se empeñaba en verlo todo de forma tan rígida?
Y, sin embargo, eso era lo último en lo que debía pensar en semejante momento.
Sabiendo lo frustrante que era quedar al margen. Palatina nos mantuvo ocupados. Fue más un gesto de compasión que el hecho de que necesitasen específicamente nuestra ayuda, pero agradecí poder concentrarme en algo, aunque fuese una cosa tan rutinaria como los controles de éter. Además, si yo me encargaba de eso, alguien con mayor experiencia quedaría libre para ocupar un puesto de combate, lo que yo no deseaba hacer.
El panel de éter nos mostraba convergiendo hacia las cuatro naves del consejo, que ahora cerraban claramente la garra que habían formado. Empezaron a avanzar a estribor, de modo que aún nos quedaban unos cuantos minutos. El estrecho estaba a unos pocos kilómetros de distancia, pero no teníamos potencia suficiente para llegar allí antes de que se interpusieran en nuestro camino.
―Tenemos que mantenerlos alejados ―dijo Sagantha―. Dispara cuando puedas. Veremos si conseguimos dañar a una de sus naves en el primer tiro. Quiero entrar en el mar Interior.
Fácilmente hubiéramos podido describir una espiral hacia adelante, colocándonos en el lecho rocoso, descendiendo a mayor profundidad de la que podían alcanzar las otras naves. Sin embargo, retrasaría muchas horas nuestra llegada a Tandaris. No podíamos esperar tanto tiempo; el Consejo de los Elementos podía presentarse allí en gran número.
A menos que Aurelia, Hamílcar e Ithien gozasen todavía del favor del consejo. Ukmadorian no conocía a Ithien e ignoraba quiénes eran las otras personas involucradas, mientras que tanto Ithien como Hamílcar estaban al tanto de nuestros problemas con el consejo. ¿Por qué habrían de sospechar los líderes herejes que ellos actuaban con nosotros? Por el momento estaban seguros.
No. No resultaría, pues los únicos canales que conducían de forma directa al mar Interior eran el de las islas Aetianas, hacia el que nos dirigíamos, y el que había al oeste, atravesando la costa de la Perdición, que era mucho más peligroso.
Quizá Sagantha y Palatina estuviesen pensando lo mismo que yo, pero si no lo habían mencionado... Por lo general se aceptaba como un hecho que nadie podía navegar por la costa de la Perdición, sin embargo yo era uno de los pocos que había sobrevivido a la prueba.
―¿Y si intentásemos el canal occidental? ―propuse.
Ambos parecieron pensarlo y Palatina estimó que añadiría unas cuatro horas a nuestra travesía, más de las que cualquiera de nosotros consideraba aceptables. La ventaja era que llegaríamos con la nave intacta. Existía el riesgo de que hubieran bloqueado los pasajes submarinos más profundos del mar Interior, pero, a pesar de su relativa poca profundidad, había numerosos lugares en los que una manta podía introducirse y navegar confiada.
El
Estrella Sombría
disparó sus primeros torpedos desde mucha distancia y la persecución no dio señales de ceder. Era una lástima que no estuviesen lo bastante lejos para permitirnos accionar el arma de fuego, pues la onda expansiva nos hubiese tocado tan de cerca que nos habría dañado a nosotros. De hecho, el Dominio había perdido una manta debido a los efectos secundarios de una de sus propias armas. ¡Se lo tenía bien merecido!
―Empieza a girar a babor y desciende abruptamente ―le ordenó Sagantha al timonel―. Una maniobra tan aguda como puedas; veremos si podemos pasar por debajo de ellos.
Oailos y Amadeo levantaron la mirada.
―¿Vamos a combatir? ―preguntó Oailos.
―No ―afirmó Sagantha y explicó mi propuesta.
―Tenemos un casco más resistente y los superamos en armas ―objetó obstinadamente Amadeo―. ¿Por qué huir de ellos?
―Si deseas vivir lo suficiente para difundir esas nuevas ideas tuyas, entonces haz lo que yo digo ―espetó Sagantha con cierto fastidio―. No podemos abalanzarnos sin ayuda contra cuatro buques de combate del consejo.
―Quizá Ravenna deba intentar un nuevo diálogo ―sugirió Sciapho―. Algunos integrantes de su tripulación podrían querer ayudarnos.
Hicimos un giro cerrado y empezamos a volver sobre nuestros pasos, descendiendo. Estábamos a unos pocos cientos de metros de las cuatro mantas del consejo, que pasaron a encontrarse exactamente por encima de nosotros.
Las dos mantas que iban por detrás rompieron la formación y se volvieron deteniendo la cacería en un intento por determinar dónde estábamos. Habían esperado que los embistiésemos, no que diésemos media vuelta para huir.
Ajusté a toda prisa el cinturón de seguridad de mi asiento a medida que bajábamos cada vez más en un ángulo muy pronunciado. Dejamos atrás al
Estrella Sombría
y a su compañera, y las dos naves restantes debieron de esforzarse por alcanzarlas.
¿Qué hacían allí? Lo más probable era que los tripulantes del buque de combate que habíamos dañado alertasen al escuadrón de Ukmadorian mediante el poder de sus magos mentales, lo que no me gustaba nada.
―¿Podríamos ahora lanzarnos muy de prisa y penetrar en el canal, enfrentándonos a las dos naves de la retaguardia? ―propuso Palatina.
Increíblemente, las dos naves que llevaban la delantera habían quedado desorientadas por encima de nosotros, intentando descender para localizarnos.
Sagantha hizo una pausa.
―No. El
Estrella Sombría
nos encontraría antes de que llegásemos al canal. Atengámonos al plan original. Timonel, acelera tanto como puedas.
―Eso no es bueno para nuestra manta ―objetó Oailos―. Se resentirá si bajamos a demasiada profundidad; los motores ya están dando muestras de fatiga.
―¿Podemos conectar el reactor del arma a los motores? ―preguntó Palatina.
Sagantha miró dudando al único técnico que quedaba en el puente de mando, que se encogió de hombros.
―Lo intentaré ―dijo aquél―. Pero no puedo garantizar que funcione.
―Eso anularía nuestra mejor arma... ―empezó Amadeo, pero Sagantha le pidió que guardara silencio.
―Si ponemos en marcha tres motores a la vez, el arma no será necesaria.
Eso podía hacer que los motores explotaran debido a la presión a la que estarían sometidos, pero si eso ocurriese, no sería en seguida.
Entonces vimos cómo el
Estrella Sombría
y su nave compañera se paraban para virar a babor, ahora avanzando hacia el canal de las islas Aetianas.
―Se dirigirán al mar Interior e intentarán bloquearnos el paso allí ―explicó Sagantha―. Dejarán pasar a cualquier otro que intente entrar. Mantened estable el descenso.
Las otras dos mantas continuaron obstinadamente detrás de nosotros mientras nos adentrábamos más y más en el abismo. Era improbable que pudiésemos bajar tanto para perderlas, pero las dos eran naves comunes y no les resultaría sencillo navegar a unos diez o doce metros. Sagantha identificó a uno de nuestros perseguidores como una manta de las Sombras, llamada
Rhadamanthys,
debido a una muesca en el borde de una de sus aletas traseras. Su compañera debía de pertenecer a otra de las ciudadelas, pero ignorábamos a cuál.
―¿Cathan, hay magos mentales a bordo de alguna de esas naves? ―peguntó Sagantha.
Hice el intento, pero en seguida sentí que mi magia era bloqueada, aunque no de forma tan intensa como antes.
―Un único mago.
―¿Puedes determinar en qué manta va?
Eso era algo que Ravenna podía decir mejor que yo y lo consiguió tras unos pocos minutos (el Cielo sabe cómo), señalando al buque
Rhadamanthys.
―Nos enfrentaremos a él cuando estemos a mayor profundidad ―declaró Sagantha―. No es preciso destruirlo, basta con anular sus motores. No emplearemos el arma de fuego: tened listos varios torpedos y apuntadlos hacia él.
―Si disparamos a la otra nave, quizá tenga la posibilidad de convencer al
Rhadamanthys ―
sostuvo Ravenna, vacilante―. No sabemos quién está a bordo y no creo que hayan podido oír mis palabras.
―Son enemigos ―afirmó Oailos con determinación―. Si están en esa nave, es porque han creído las mentiras de Ukmadorian y no estarán dispuestos a dialogar.
―Tengo que darles esa oportunidad ―insistió Ravenna―. Yo creí en el consejo durante veinticinco años y debí haberlos alertado a tiempo.
―Espera a que se encuentren a una distancia prudente de los otros ―sugirió Sagantha.
De modo que esperamos, sujetos a los asientos sólo por los cinturones. Aunque el tercer motor aún no había sido conectado, empezábamos a dejar atrás a nuestros perseguidores. La distancia que nos separaba sólo sería mayor ganando profundidad, pero no estaba seguro de que pudiésemos perderlos de vista a tiempo para alcanzar la costa de la Perdición sin ser descubiertos.
Descender era un proceso largo y doloroso, y podía pasar media hora antes de superar los diez metros avanzando en paralelo al lecho rocoso. Tendríamos que subir otra vez dentro de un par de horas, pero a esa profundidad el grueso casco del
Cruzada
nos daría ventaja.
―Se están enderezando por encima de nosotros ―informó el timonel.
―Justo al límite de su capacidad ―advirtió Sagantha―. Al menos uno de sus capitanes es sensato. Ravenna, puedes proceder.
―Os habla la faraona Ravenna ―dijo ella cuando se encendió el intercomunicador. Por las dudas, estábamos conectados con las dos naves―. ¿Alguno de vosotros me recuerda?
―Eres una apóstata ―dijo algo más tarde una voz áspera.
¿No dejarían de inmiscuirse? Sin embargo, Chlamas pertenecía ya al Consejo de los Elementos cuando nos había instruido en la Ciudadela y su presencia no tenía por qué sorprenderme. Por muy frío que fuese, le había enseñado a Ravenna la mayor parte de la magia de la Sombra.
―He sido tan leal como cualquiera ―replicó ella, con evidente incomodidad―. Y lo era todavía hasta que me sometisteis a juicio por tener ideas propias.
―Tendrías que habernos destruido a todos.
―¿Crees que lo habría hecho? ¿Alguno de vosotros piensa que eso es lo que Cathan, Palatina y yo queríamos hacer? Vamos camino de Tandaris para intentar salvar al Archipiélago del Dominio. Exactamente igual que vosotros. ¿O acaso el consejo os ha convencido de que una mujer y un puñado de amigos suyos son más peligrosos todavía que el Dominio?
Ahora Ravenna se dirigía a la tripulación del
Rhadamanthys,
probablemente una audiencia bastante más receptiva que Chlamas o el otro capitán.
―Ya tendremos tiempo de encargarnos del Dominio ―afirmó Chlamas, repitiendo las anteriores palabras de Ukmadorian. Parecían tener una sorprendente seguridad en sí mismos, lo que me preocupaba. Como mucho podían tener diez o doce naves, de ningún modo bastantes para vencer a la gran flota imperial, por no sumar la superioridad de entrenamiento y equipos de la marina.
¿Y qué haría, por otra parte? La flota imperial representaba sólo la mitad de la marina en tiempos de paz; incluso derrotándola no la habrían eliminado. No, Ukmadorian y los suyos debían contar con otro apoyo. «Pronto la marina será nuestra», había dicho Ukmadorian. ¿Qué significaba eso?
―Dime, Chlamas, ¿cuándo te has unido a la Inquisición? ¿Qué te han ofrecido? ¿También el resto del consejo se ha unido a los sacerdotes? Me gustaría saberlo.
Pude percibir el odio en la voz de Chlamas. Su respuesta fue tan iracunda que apenas mantuvo la coherencia. Ravenna estaba ganando terreno.
―La Inquisición merece mis felicitaciones por haber conseguido ganar a todos sus oponentes ―prosiguió ella― y por lograr que ellos maten a la faraona que tanto tiempo intentaron encontrar. El consejo se pasa el tiempo cazando a su propia gente y entretanto el Dominio puede hacer lo que le place. Maravilloso.
Se oyó un clic y la comunicación quedó interrumpida.
―Ha valido la pena intentarlo ―admitió Ravenna con tristeza.