Cruzada (58 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
2.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me llevé las manos al pecho, pero no había rastro del medallón con el delfín.

―No está aquí ―admití.

Su expresión cambió de pronto, volviéndose sombría.

―¿Lo has perdido, no es cierto?

―No, lo dejé en Thetia.

―Mientes ―afirmó y, buscando algo en el interior de su túnica extrajo el medallón, un delfín saltando, grabado sobre un enorme zafiro en bruto―. Lo abandonaste, nunca te molestaste en recogerlo. Otra promesa rota. No me extraña que ella no te quiera, eres indigno de la confianza de cualquier sacerdote.

―¡Eso no es cierto! ―grité―. ¡Ella me ama!

Los ojos grises se clavaron en mí.

―No, no te ama. Mintió del mismo modo que tú rompiste las promesas que le habías hecho. Nunca has sabido lo que ella piensa realmente de ti, ¿o me equivoco?

Oí la voz de Ravenna resonando en el salón y de pronto la vi sentada en una pared por encima del agua, acompañada de un hombre vestido de negro.

―Cathan es una buena persona, pero no tiene carácter. En última instancia, siempre hace lo que la gente le dice porque es demasiado débil. Me saca de mis casillas.

―Ha heredado eso de su padre ―acotó el hombre, Memnón―. No puedes culparlo por eso. La flaqueza es un mal de familia. No depende de cuánto lo presiones.

―Supongo que tienes razón ―aceptó ella mirándolo a los ojos. Le tocó un brazo y sonrió―. Ya habrá tiempo para preocuparnos de la gente de las tierras bajas.

Se acercaron un poco más y yo volví el rostro, incapaz de seguir mirando. Me producía el doble de dolor sabiendo que él la había traicionado y torturado.

La escena se desvanecía y ahora sólo estaba Orosius.

―No creo que hayas perdido tanto como imaginas ―advirtió él bruscamente―. De hecho, ella no ha perdido nada en absoluto. Ravenna no tiene tiempo para la gente insignificante, ni siquiera teniendo en cuenta que es tan poco importante como tú.

«La gente insignificante.» ¡Cuánto desdén había expresado contra todos nosotros, confiado de que podría eliminarnos con sólo chasquear los dedos. Y eso había hecho, pues nos había tenido a su merced cuando una persona más grande incluso que él lo había eliminado a su vez.

―¡También tú eres una persona insignificante! ―protesté poniendo en mis palabras tanto odio como pude―. Nosotros te sobrevivimos, pero tú no sobreviviste a Sarhaddon. ¡Estás muerto y la gente sólo te recuerda como un hombre demente y patético, lo que no es en absoluto un gran epitafio!

Pese a estar hablando en sueños, me sentí mareado. Poco después todo había desaparecido y me conducían a la hoguera a punta de espada en la plaza de Lepidor. Los sacri me ataban al poste. Pero en esta ocasión no había nadie a mi lado ni debajo de mí. Moriría en soledad. Miré a mi alrededor y descubrí a Ravenna de pie junto a Etlae. Todos los demás esperaban en la plaza, nadie parecía compartir mi destino.

Sobre un patíbulo en el extremo más lejano de la plaza, colgaban los cuerpos del tribuno de la marina y sus hombres, balanceándose levemente con el viento. Ellos nos habían rescatado. Intentaba entonces aislarme en un vacío que me alejase del dolor, pero comprobé con espanto que me resultaba imposible. Por mucho que luchaba, las sogas estaban demasiado apretadas para que pudiese hacer el más mínimo movimiento.

―No escaparás. Él no me sobrevivió y tampoco tú lo harás. Esta vez no.

Orosius había desaparecido y ahora el que hablaba era Sarhaddon, de pie ante la pira y llevando en la mano una antorcha encendida.

Bajé la mirada hacia las llamas anaranjadas, sintiendo el calor incluso a tanta distancia. ¿Por qué no podía hacer el vacío? ¿Qué era lo que fallaba? Incrédulo, intentaba entonces retorcerme para aflojar las cuerdas, pero todo era en vano.

―Por favor ―suplicaba, desesperado―. ¡Por favor, no!

―Has tenido tu oportunidad de cambiar algo, pero has sido demasiado cobarde para aprovecharla. La historia no tiene tiempo para mediocridades; las hace arder en su memoria. Sólo el fuego consigue tal cosa y tú has firmado tu propia condena a muerte.

Sarhaddon desplegaba a continuación un rollo de papiro que contenía un escrito oficial donde se comunicaba mi ejecución con mi propia firma en el extremo inferior y el sello del Instituto Oceanográfico a su lado. Lo arrojaba a mis pies y caía entre la leña. De pronto la hoguera se volvía más y más grande y yo quedaba cubierto hasta las rodillas de cientos de papeles y papiros, cuadernos de bitácora y decretos oficiales, cartas e incluso las rejillas de madera empleadas para obtener muestras de agua.

―¿Qué significa esto? ―preguntaba, casi descompuesto del pánico. ¡Eso no podía estar sucediendo! ¿Por qué nadie intentaba rescatarme?

―Cada recuerdo de tu existencia ―decía Sarhaddon mientras el viento agitaba su túnica contra el extremo inferior de la pira―, cada documento en el que se mencione tu nombre, que demuestre que has vivido, todo eso arderá contigo, pues si no, el mundo no quedará purificado.

―¿Por qué no me acompaña nadie? ―pregunté―. ¿También los has condenado?

Sarhaddon negaba con la cabeza encapuchada.

―Yo no condeno a nadie. Sólo tú y Ranthas tenéis el poder de llevarte adonde estás. Todos los demás han hecho cosas que merecen ser recordadas. Sagantha, Palatina, Etlae, lord Barca, Ravenna... Todos han contribuido a cambiar el mundo, para mejor o para peor. Tú no mereces estar en su compañía.

Mientras él hablaba, alguien daba un paso adelante entre la multitud hasta un atril situado en un espacio vacío. Era una mujer muy seria, vestida de negro y con un destellante collar dorado. ¡Pero si Telesta no había estado allí!, reflexionaba, confundido.

Todos en la multitud inclinaban las cabezas, incluidos Sarhaddon y Etlae.

―Las páginas de la historia sólo tienen espacio para los que merecen ser incluidos en ella. Recordamos a los mejores y a los peores, las victorias más brillantes y las derrotas más terribles. Eso perdurará en los anales del tiempo, donde no hay sitio para quienes no han brillado, los que han mantenido la vista en el suelo y fueron incapaces de oír la llamada de las estrellas instándolos a avanzar. Damos gracias por la purificación de las arenas del tiempo que tendrá lugar este día y que borrará cualquier recuerdo de uno de esos mediocres. Estamos aquí para ver que se hace justicia y que se observan las reglas del Tiempo. Que todos vosotros caminéis bajo la brillante bóveda de la eternidad desde ahora y hasta que las estrellas envejezcan. Quizá cada uno de vosotros destelle como un faro en medio de la oscuridad del pasado. En nombre de Cronos, señor del Tiempo, damos gracias.

Luego Telesta retrocedía nuevamente y la multitud reunida me contemplaba, expectante. El terror me consumía y no podía respirar.

―Así será ―completaba Sarhaddon con solemnidad y, tras alzar la antorcha, la arrojaba al montón de papeles. Las llamas los devoraban, extendiéndose a toda prisa y elevándose ante las miradas de la gente.

―¡Socorro! ―suplicaba, desesperado, pero no había compasión en ningún rostro, ni siquiera en los de Ravenna y Palatina.

Entonces las llamas me alcanzaban y sentía el calor en las piernas. Intentaba moverme, pero las sogas me lo impedían. El fuego me quemaba los pies, y empezaba a gritar.

―Esto es incluso más de lo que mereces ―decía Sarhaddon mientras me embargaba un sufrimiento tan insoportable que apenas podía oír su voz―. Nos veremos en Tandaris...

Oí un estruendo muy cerca y la imagen se desvaneció. Me senté en la litera, sintiendo de verdad que me habían quemado vivo.

―¿Qué sucede?

Era Palatina, que llevaba el corsé de las armaduras thetianas a medida. Por un momento su silueta se recortó contra la luz del pasillo.

―Una pesadilla ―dije mirando alrededor para asegurarme de que todo era real, que ya no había llamas. Instintivamente me estiré hasta el límite de la cama, pero mis piernas no estaban más calientes que el resto de mi cuerpo. Aquel camarote era sofocante: la ventilación del
Cruzada
parecía ser mínima.

―Pobrecito ―dijo Palatina―. Espera.

Un instante después estaba de regreso con un vaso de agua fresca, que bebí, agradecido.

―¿Qué hora es? ―pregunté cuando reuní fuerzas suficientes para hablar―. ¿Por qué llevas la armadura?

―Hemos tenido graves problemas ―explicó―. Dificultades con la tripulación.

―Dificultades ―repetí estúpidamente―. ¿Qué tipo de dificultades?

―Quieren que nos enfrentemos a la nave que nos persigue, que demos media vuelta y le disparemos.

―Eso no tiene sentido, ¿por qué querrían...?

―¿Por qué querrían qué?

―¿No te ha contado Ravenna nada sobre los tanethanos, las pesadillas?

―No, estaba tan dormida como tú, no sé qué os pasa.

Recordé, acongojado, los sucesos de la noche anterior y mis fugaces momentos de grata amnesia se esfumaron por completo. La soledad me aplastó de pronto. No se lo mencioné a Palatina. Sólo hablé de los sueños que habíamos tenido.

Le conté lo que quise, las pesadillas de la noche anterior y nuestra huida de la presa, con la gente de Tehama como común denominador.

―Magos mentales de Tehama ―advirtió Palatina―. Sí, tienes razón, han estado influyendo sobre Ravenna y sobre ti. Pero ¿para qué intentarían convencer a la tripulación de dar la vuelta y atacarlos? ¿No están enterados de las armas de fuego que poseemos? Ni siquiera lo sabia toda la tripulación.

Los marinos del
Cruzada
eran una mezcla de gente: algunos habían estado con nosotros en la presa, mientras que otros eran ilthysianos reclutados por Oailos. Para los últimos, todo aquel que se opusiese al Dominio era un aliado. Nunca habrían creído lo que les dijésemos sobre los tehamanos y sus magos mentales. La mayoría ignoraba incluso la existencia de los tehamanos.

―¿Controlan la situación? ―pregunté. Necesitaba una ducha, pero no sabía si tenía tiempo.

―No, todavía no. Hay muchos rumores, pero aún siguen en sus puestos. Creo que Amadeo está detrás de los problemas y quizá también tenga que ver Oailos.

Era culpa mía. Tendríamos que haber dejado a Amadeo en Ilthys, pero después de que Ravenna puso tan en evidencia lo vanas que eran las pretensiones del Dominio, había cambiado, al parecer presa de algún tipo de revelación. Mi esperanza era que, una vez en Tandaris, Amadeo difundiese la noticia de lo que había hecho Ravenna, minando la credibilidad del Dominio con mayor eficacia que nadie. Sobre todo, teniendo en cuenta su pasado y las enseñanzas de oratoria que había recibido siendo venático.

Cogí una toalla y ropa limpia, me lavé un poco con agua fría para acabar de despertarme y me vestí todavía medio mojado. No fue agradable, pero así me aclararía las ideas. Palatina había ido a despertar a Ravenna (ni su puerta ni la mía tenían cerraduras, pues los oficiales sacri no podían permitirse impedir el paso a sus superiores), que salió de su camarote con los ojos enrojecidos. No parecía haber dormido desde que se había separado de mí y tenía marcadas ojeras. Pasó por delante de Palatina en dirección al lavabo antes de que ninguno de nosotros pudiese decir nada.

―Le preguntaré más tarde ―me comentó Palatina cuando apareció en el pasillo la thetiana que me había salvado del leviatán (se llamaba Zaria). También ella llevaba una armadura a medida y otras dos en la mano. Palatina me hizo ponerme una, por más que yo odiara las armaduras e hiciese años que no las usaba. En cualquier caso, ésa era apenas más pesada que un sobretodo invernal y al tacto parecía una camiseta de seda.

―No podrían comprar una de éstas ni con todo el oro de Taneth ―señaló Palatina―. Son de primerísima calidad.

Le dio la otra a Ravenna y luego ambos la seguimos bajando la escalerilla. Era extraño vernos con armadura, y Ravenna parecía sumamente incómoda. Por otra parte, resultaba curioso pensar que tendríamos que usarlas para protegernos de nuestros propios compañeros de la presa. Deseé que todo fuese una mera exageración.

―Estaremos preparados para luchar dentro de una o dos horas ―dijo Palatina cuando entrábamos en el puente de mandos.

―¿Se ha acercado el otro buque?

―No, no hay ningún cambio. Pero Sagantha quiere que estemos preparados en caso de que debamos combatir. No podemos arriesgarnos a que alguien sea herido durante una escaramuza tan lejos de la ciudad.

Sagantha estaba allí cuando llegamos, con apariencia de haber dormido al menos un poco en alguna de las pequeñas cabinas situadas a ambos lados del puente de mandos. Llevaba un uniforme naval blanco (supongo que thetiano) con estrellas de almirante.

―De modo que aquí estáis ―comentó al vernos―. Os habéis tomado vuestro tiempo.

―Un momento ―interrumpió Palatina haciéndole gestos desde la entrada a la cabina. Luego regresó adentro y, tras indicar que no lo molestasen, cerró la puerta detrás de ella.

¿Decidiría Sagantha adoptar una medida tan drástica? Después de haberse marchado Vespasia, yo era el único a bordo que conocía bien a Oailos. Era preciso que me enterase de lo que estaba sucediendo, que supiese si aquél era realmente un nefasto plan de los tehamanos.

Para averiguarlo, salí del puente de mandos y volví al dormitorio principal, que hacía las veces de comedor para la tripulación. Sólo los dos centinelas diurnos dormían allí; a los nocturnos se le había asignado un camarote propio para que pudiesen descansar durante el día. Tampoco solía haber tantos centinelas. Una manta normal solía tener doce y nosotros habíamos conseguido reclutar nueve.

―Cathan ―dijo Oailos cuando entré, instándome a acercarme a la litera donde estaba sentado. Hablaba con Amadeo, la combinación más insólita que hubiese podido imaginar. Al fin y al cabo, Amadeo era un venático y lo habíamos llevado allí a la fuerza para evitar que provocase disturbios en Ilthys durante nuestra ausencia. Sin embargo, no parecía haber recapacitado y apenas había pronunciado palabra desde que Ravenna creó fuego en aquel caté.

―No pareces alegre ―comentó Amadeo de inmediato. Aunque pareciese incongruente, llevaba una raída túnica del gremio de albañiles, una de las que solían usarse para las reuniones o en eventos oficiales.

―No he dormido bien ―respondí sin más. No tenía intención de revelarle lo que había sucedido.

―Yo tampoco ―admitió Oailos―. Pesadillas.

―Obra de nuestros enemigos ―sostuvo Amadeo.

―¿Desde cuándo son
nuestros
enemigos? ―pregunté. Amadeo me desconcertaba y no estaba seguro de qué debía hacer con él.

Other books

Divide & Conquer by McDonald, Murray
Our Time by Jessica Wilde
Sólo los muertos by Alexis Ravelo
Something Borrowed by Catherine Hapka
No Going Back by Lyndon Stacey
Potboiler by Jesse Kellerman
Place Your Betts (The Marilyns) by Graykowski, Katie
Alcestis by Katharine Beutner
Mafia Girl by Deborah Blumenthal