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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (27 page)

BOOK: Cruzada
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Finalmente perdí la paciencia. Saltaba a mi conciencia toda el hambre acumulada durante los cinco días transcurridos en la jungla, sólo a medias mitigada con aquellos frutos.

Me sorprendió que Tekla se detuviese para ofrecernos lo que denominó «raciones de campaña» que se conservaban durante bastante tiempo. Mientras intentaba masticar unas galletas de un alimento inidentificable razoné que eran tan duras y rancias en un principio que no podían deteriorarse mucho más. Por lo menos, aunque no fuesen el plato más apetecible, llenaban el estómago.

―¿Qué te importa a ti todo eso? ―le preguntó Ravenna antes de que él reiniciase el interrogatorio―. ¿No te bastaba con llevarnos ante tu nueva autoridad, quien quiera que sea?

―Trabajo siguiendo
mis
propios términos ―dijo, sorprendido. No podía distinguir su rostro, apenas veía un tenue halo de luz proveniente del exterior que lo rodeaba―. Y sin duda alguien astuto hubiese descubierto que éste no es un sitio ideal para haceros preguntas incómodas. ¿Adonde ibais corriendo? ―inquirió entonces de pronto, como quien pregunta qué hora es―. Qalathar está bajo el control total de vuestros enemigos, y con esas túnicas de penitentes no habríais llegado muy lejos. Quizá sepáis de... ayuda... en alguna ciudad de la costa sur. Gente que todavía os considere dignos de respeto.
Herejes.

Tekla puso un énfasis particular en la última palabra.

―No ―sostuve mientras Ravenna negaba decididamente con la cabeza. Cambié nuevamente de posición. Hacía allí mucho más trío, pese a los rayos de sol que se filtraban, y empecé a tiritar, sintiendo cómo se me helaban los huesos a través del suelo húmedo y cómo se acentuaba el dolor de los miembros.

―Si es preciso que sigas el ejemplo de Orosius, por lo menos has de hacerlo bien ―espetó Ravenna, pero las palabras de Tekla la habían molestado y me descubrí deseando golpearlo en la cara por sus velados insultos. Mi hermano había estado en una situación que le permitía mirarnos desde arriba, pero ¿quién se creía que era ese arrogante delator? A menos que se hubiese convertido en el jefe de espías de Eshar, había perdido gran parte de su antigua autoridad.

―Lo cierto es que no estáis en condiciones de juzgarlo ―comentó, sonando como si sonriese―. ¿Queréis que compruebe si Orosius y yo nos parecemos en otros aspectos?

Lo miré mientras sacaba de la funda y desenrollaba un látigo. Sentí escalofríos al ver cómo lo alzaba a la luz, mostrando las pequeñas puntas como espinas que lo recorrían en toda su longitud.

―No me sería difícil reabrir todas y cada una de las cicatrices que te propinó hace cuatro años ―amenazó él golpeando el látigo con fuerza ante sus pies. Ni siquiera la firmeza de Ravenna era capaz de resistir tanto.

―¡No! ¡Por favor! ―aulló ella, alejándose de Tekla.

―No tardas mucho en asustarte. Mucho menos de lo que yo tardo en perdonar un insulto.

Ravenna se quedó inmóvil y luego se hundió sin más en el suelo. No podía permitir que se saliera con la suya. No después de todo lo que ella había sufrido. Cuando intentó aproximarse a Ravenna, me moví para interponerme entre ambos. Pero entonces también yo sentí que mi cuerpo se inmovilizaba y quedaba tan impotente como cuando había tenido que presenciar los latigazos a los que la habían sometido junto al lago.

―¡Déjala en paz! ―grité, desesperado, pero él me ignoró. Se colocó detrás de ella y le levantó la túnica hasta la altura de los hombros. A continuación observó con detenimiento las cicatrices aún frescas en su espalda.

―¿Quién le hizo esto? ―me preguntó. De repente su voz era muy suave y peligrosa.

―Amonis ―contesté, confuso ante su vacilación. Quizá todavía pudiese impedir que volviesen a torturarla―, el inquisidor de la represa.

―¿Por qué?

Le expliqué lo que había sucedido cuando se drenó el lago, el accidente que había matado a Murshash y Biades y que por poco no había acabado también con la otra balsa. Todavía insatisfecho con mi respuesta, exigió que ambos relatásemos los sucesos por orden. Pareció interesarse en especial por la gente de Tehama y, con desdén, desechó la sugerencia de Oailos de que podría haber un tesoro de Tehama oculto en el lago.

Cuando concluimos volvió a enrollar el látigo y lo alejó. Respiré profundamente con alivio.

―Está demasiado débil ―me dijo antes de que pudiese felicitarme por haberle evitado a Ravenna un nuevo suplicio―. Suspenderé el castigo ejemplar a menos que alguno de los dos vuelva a insultar el nombre de Orosius.

¿Por qué le preocupaba tanto que lo hiciéramos? De hecho, acababa de facilitarnos un modo de negociar con él. No es que eso ayudase demasiado, pero era algo. Tekla parecía mucho más vulnerable de lo que habíamos creído.

―Eso podría ser importante ―anunció por fin―. Lo bastante importante para justificar no manipularos todavía.

Ravenna y yo intercambiamos miradas. Ella no se molestaba siquiera en ocultar el desprecio que sentía por Tekla. Pero ninguno de los dos quería ser «manipulado» por nadie.

―La gente de Tehama no tardará en llegar ―prosiguió él―. O más bien, debería decir que estarán pronto al borde del precipicio y podrán percibir que alguien ha empleado aquí la magia mental. Por lo que a ellos concierne, todos los magos mentales están de su parte, y deberé mantenerme quieto mientras estén cerca. Una posibilidad es que os ate, aunque también podría confiar en vuestro sentido común y suponer que no intentaréis escapar, pues si lo hacéis, dejaré muy claro dónde estamos.

No le pregunté cómo lo sabía, pero me impresionó que nos diese la oportunidad de escoger. En conclusión, no estaba aliado a la gente de Tehama, ya que le hubiese resultado mucho más sencillo inmovilizarnos hasta que estuviésemos atados y entonces ya no habría necesitado hacer magia.

―Bien, nos quedaremos aquí ―concedí tras un momento.

Tekla nos exigió que diésemos nuestra palabra, y así lo hicimos. Estar sentados contra la fría roca de la caverna mientras esperábamos era preferible a permanecer atados.

Observé a Tekla mientras pasaba el tiempo, intentando deducir cuáles eran sus intenciones, cómo nos había encontrado y para quién trabajaba. ¿Para el Dominio? ¿Para Tehama? ¿Quién podría decirlo?

Pensé nuevamente en Ithien y los demás, deseando que hubiesen podido navegar por la ensenada hasta alcanzar mar abierto y desaparecer rumbo al sur del Archipiélago, cuna de la resistencia herética. Palatina estaba por allí en algún sitio y quizá también los que hubieran escapado de las purgas: Persea, Laeas, Sagantha.

El astuto Sagantha, hábil político, capaz de apostar a ambos extremos contra el medio. ¿Qué me había hecho pensar en él? No era en realidad un amigo y había demasiadas cosas sobre él que ignoraba. Pero no había oído rumores de que se hubiese cambiado de bando, lo que habría ocurrido de darse el caso. Quizá el Refugio estuviese aislado, pero las noticias fundamentales llegaban allí cada tanto y los eruditos no estaban totalmente desinteresados en el mundo exterior. Al menos Sagantha era el tipo de hombre a quien los demás podían seguir, más por los ideales que defendía que por sus propias características personales. Sagantha no hubiese confiado nunca en Ithien. Eso sólo podía haberle sucedido a Palatina (donde fuera que estuviese), pues lo conocía desde hacía mucho tiempo.

Estaba oscureciendo cuando Tekla anunció que el grupo de Tehama se había marchado y que ya temamos la libertad para volver a movernos y hablar. ¿Cómo sabía que ya no merodeaban por allí? Me frustró saber tan poco acerca de la magia mental. En la Ciudadela, mi maestro Ukmadorian había centrado sus enseñanzas en qué peligrosos eran los magos mentales y cómo debía hacerse para evitar ser detectados por ellos. Sin embargo, nunca nos había explicado las bases de la magia mental, que nos habrían permitido descubrir quizá nuevos métodos de permanecer ocultos. Ése era el problema de la Ciudadela: no nos consideraban más que receptáculos diseñados para transmitir las tradiciones y el conocimiento. Allí no se desarrollaba nada nuevo, al menos que yo supiese.

―No permaneceremos aquí ―informó Tekla―. Esto es sólo un almacén y un sitio para ponerse a resguardo de las inclemencias del tiempo. Os llevaré a un lugar donde no tendré que perder el tiempo en vigilaros. Un lugar que controlo... antes de que intentéis escapar.

Rogué que en ese sitio hubiese un médico o al menos alguien con suficientes conocimientos de medicina para atender las heridas de la espalda de Ravenna.

―¿Cómo nos llevarás allí? ―pregunté.

―No os preocupéis, no tendréis que soportar las penurias de otro trayecto cruzando la jungla. Por el momento tenéis un cierto valor y no estoy dispuesto a desperdiciaros.

«He tratado a la gente como si fuesen objetos». Las palabras de mi hermano resonaron en mi cabeza y temblé observando el rostro del mago mental en busca de señales de emoción. Todo eso me recordaba a Orosius.

Antes de que se produjese el rápido ocaso tropical, Tekla nos brindó una nueva ración de sus espantosas galletas y luego nos hizo salir a esperar en la playa. Esperar qué cosa, eso no lo dijo, pero supuse que vendría a por nosotros un bote o una raya.

La arena aún estaba tibia aunque ya se había apagado del cielo el último rastro de luz. Me senté y dejé correr arena entre los dedos con la mirada puesta en la bahía. Los oscuros y amenazantes acantilados le restaban al paisaje gran parte de la magia de la Ciudadela o incluso de las costas de Lepidor. No había fosforescencia en el agua, sólo las crestas blancas de las olas rompiendo una tras otra a poca distancia, y estaba demasiado oscuro para poder ver más.

Era la tercera ocasión en que Ravenna y yo nos sentábamos juntos en una playa semejante durante la noche, y me pareció que era algo significativo, teniendo en cuenta lo que nos habíamos dicho las veces anteriores. Pero la presencia de Tekla anulaba cualquier posible rastro de encanto y ninguno de los dos dijo una palabra.

No tuvimos que esperar demasiado, pues tras unos minutos Tekla divisó algo que emergía en la rompiente y nos ordenó que nos lanzásemos al agua. Por una vez me alegró obedecer y, al zambullirme, distinguí la silueta de una raya con dos luces encendidas a muy poca distancia de nosotros. Luego se sumó el brillo de las ventanillas de la cabina del piloto.

Era un sitio seguro, me indicó mi conciencia, un sitio donde estaría a salvo antes de que los leviatanes del lago decidiesen que era hora del aperitivo. Pero de algún modo no sentí la obligación de forma tan imperiosa como antes y estaba más que feliz de quedarme allí, de bucear bajo el agua y nadar entre las olas.

La raya podía esperar. Había transcurrido demasiado tiempo desde la última ocasión en que había podido nadar así.

Me adentré en las oscuras aguas hasta que ya no divisé ni a Tekla ni a Ravenna. Nadé y buceé descendiendo de lleno en las tinieblas. Aun así, me quedó un resto visual suficiente para evitar darme de cabeza contra las agudas puntas del coral que había a mi derecha o contra las rocas cubiertas de erizos un poco más abajo.

A continuación volví a la superficie y disfruté flotando sobre la espalda, permitiendo que las olas me meciesen con ternura. En el cielo, las estrellas ofrecían un bellísimo espectáculo, que de algún modo parecía mejor aún desde el agua. A su vez, el ondulado manto azul de la Nube de Tethys parecía como un océano en el cielo, rodeado por el azul oscuro y el granate de las otras nubes circundantes.

Oí la voz de Tekla llamándome, pero ya no tenía ningún poder sobre mi mente. Estaba libre de él, protegido por mis dos Elementos, el Agua y la Sombra. Eso era lo que lo había fastidiado antes: había perdido el control sobre mí nada más meterme en el mar, pues mi deseo de estar en el agua me daba, al menos de forma momentánea, la voluntad mental para librarme de él.

Y, entonces, mientras flotaba a la deriva en el mar, vi algo que apenas había notado durante aquella tarde mágica en la que Ravenna y yo pasamos nadando en la isla de la Ciudadela.

Se movía demasiado de prisa y en la dirección equivocada para ser una estrella y duraba demasiado tiempo para ser una estrella fugaz. Como hice entonces, seguí la extraña luz en su recorrido por el cielo hasta que se perdió entre las olas al sur del océano.

Durante unos momentos me pregunté qué sería, pero entonces algo me hizo sentarme y prestar atención (o su equivalente acuático, ya que estaba recostado de espaldas sobre la superficie del mar).

No había sido una visión de los dioses ni nada parecido. La parte científica de mi mente se hizo cargo del dilema mientras pisaba en el agua, sin importarme que estuviese siendo arrastrado hacia la playa. El recorrido de la luz había sido diferente allí, pero estábamos bastante más al norte que en la Ciudadela. De algún modo, debía de estar enlazada con el planeta y, sin embargo, al mismo tiempo, no lo estaba.

Verla esa noche no podía ser una mera coincidencia. Tenía que haber algún sentido oculto detrás, una lógica que pudiese predecirse y demarcarse. No era posible que nadie más hubiese visto esa luz. ¿Por qué entonces jamás había oído mencionarla a otros?

Intenté imaginarme a mí mismo volando sobre la superficie del planeta, como un ave imposiblemente grande y de increíble capacidad de elevación. Así podría observar en todas direcciones, ver cómo el océano se extendía debajo de mí como una inmensa sábana azul. Sería como estar en la cima de la colina de la Ciudadela, sólo que muchísimo más alto. Quizá lo más parecido fuese las montañas del interior de mi hogar en Lepidor, la cordillera que recorría el continente de Océanus, quebrada sólo por grietas en las que el agua había penetrado hasta formar las tres islas del extremo norte.

Por lo que yo sabía, ésas eran las montañas más altas, en los más salvajes e inexplorados territorios de Huasa y Tehama...

Me había dejado llevar y una ola me revolcó por la arena interrumpiendo mi cadena de pensamientos mientras intentaba quitarme el agua salada de los ojos. ¿Dónde me había quedado? ¡Ah! ¡Las montañas, Tehama, la isla de las Nubes!

Si me atenía a la descripción de Ravenna, no podía estar seguro de poder ver el menor rastro del océano desde la cumbre de las montañas de Tehama. Sólo sería visible la parte superior de las nubes (aunque no podía imaginar cómo sería el panorama desde semejante altura).Y, por supuesto, había capas de nubes todavía más altas sobre la propia Tehama, de modo que para ver por encima de las nubes sería necesario ascender aún más.

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